viernes, 21 de diciembre de 2018

LA MUJER Y EL MAR







      Renació con la ayuda del mar, un mar sereno que la abrigaba, que curaba sus heridas, que la adormecía cantándole canciones de otros tiempos. Un mar que se transformó en confidente de sus atardeceres y de sus noches y en fiel guardián de sus secretos más íntimos.
      Se desnudaba pausadamente, notando las caricias de sus ropas cuando caían lentamente a sus pies y se sentía libre. A veces, cuando había luna su cuerpo se iluminaba y en sus bellas formas se dibujaban tonalidades blancas y azules solo rotas por las gotas del agua del mar, que tras el baño se resistían a desaparecer y andaban y desandaban su cuerpo en una conjunción de brillantes peregrinos que componían una oración de religioso sosiego.
      Dirigió sus ojos hacia el horizonte y se contempló a sí misma cuando sus anocheceres eran cárceles infranqueables y su cuerpo, era un conjunto de dunas moldeadas por el viento ardiente del abandono. Ahora el aire era plácido y las nubes se movían alegres y nerviosas al detectar su presencia, hecha carne y espíritu en su total desnudez.
      Una noche tras otra, ella acudía fiel a su cita y se bañaba en aquel mar de sal, cuyas olas golpeaban su cuerpo y lo despertaban como Dios despierta las conciencias. Nunca tuvo tanto conocimiento de sí misma y nunca tuvo tan claro lo que quería. Comenzaba una nueva era, una etapa donde poder poner en práctica lo aprendido, lo vivido. Se dirigió hacia las rocas tras su último baño y se recostó mientras la luna la cubría con su manto blanco. No tardó mucho en dormirse, arrullada por el dulce son de la brisa, mientras el mar parecía callarse respetando el sueño de aquella
mujer, que tenía bajo sus pies el universo.









viernes, 14 de diciembre de 2018

EL OLIVO Y LA SETA (Un cuentecillo de otoño)







   
  Cuando el olivo se dio cuenta de la presencia de la seta, ésta ya había hundido las raíces en su corazón. Nada pudo hacer por rechazarla ni tampoco lo pretendió. Al contrario, le brindó calor y protección transformando la ruda madera de su cuerpo en un hogar. La seta, agradecida, le contó mil historias arropada por las verdes hojas que le brindaba su benefactor, el cual se complacía en ellas y lloraba a veces, cuando la seta presentía el invierno y con él, el final de sus días. En los comienzos de la fría estación, el olivo recogía su ramaje en torno al recoveco donde se encontraba su frágil huésped intentando que el viento no la dañara. Todo fue inútil y una noche de diciembre, el olivo notó que las cosquillas que las raíces de la seta provocaban en su corazón habían desaparecido y sus lágrimas se fundieron con las gotas de lluvia que en aquellos momentos comenzaban a caer.










viernes, 7 de diciembre de 2018

EL MITIN







      Dejé mi coche algo lejos del circuito de edificios donde se iba a celebrar el mitin, puesto que sabía que alrededor del mismo estaría todo copado. Lo dejé en un barrio cercano, en una calle amplia que daba a unos pequeños jardines y comencé a caminar en dirección al pabellón deportivo, lugar en el que se iba a celebrar el acto político. Doblé a la izquierda para dirigirme al emplazamiento, donde, efectivamente, estaba todo lleno de coches y varios autobuses comenzaban a parar. Multitud de gente se arremolinaba en torno a la entrada y poco a poco y casi de forma espontánea se había formado una larga cola. El mitin era a las once y media de la mañana. Eran las once menos cuarto y aquello estaba a rebosar. Me abroché el abrigo, puesto que era una mañana otoñal más fresca de lo habitual y me acerqué a unos cuantos simpatizantes que charlaban precisamente del tiempo que hacía mientras aguardaban turno en una fila donde hombres, mujeres y niños esperaban impacientes entrar al pabellón para escuchar a su candidato. Los saludé y me devolvieron el saludo comenzando a hacer cábalas sobre quiénes acompañarían al político en el mitin. Detrás de mí, una anciana con su nieto de apenas ocho años expresaban su deseo de conseguir hacerse una fotografía con él, tal era la ilusión que los acompañaba. Poco a poco la cola iba desapareciendo engullida por la boca de aquel edificio donde se habían celebrado todo tipo de actos: desde espectáculos musicales a congresos literarios o políticos , como en este caso. Penetré por fin en el pabellón y con la mirada intenté buscar un sitio donde colocarme para escuchar a aquel hombre que había despertado en mí y en toda aquella gente la ilusión de que las cosas se podían mejorar, de que la vida de las personas puede cambiar si las leyes que se dictan son ecuánimes, justas y solidarias. No cabía ni un alfiler, de modo que opté por quedarme atrás y, sin más, localicé una silla vacía y me senté.
      Dos pantallas enmarcaban el escenario y, en el centro, una foto de gran tamaño del líder , cuyos ojos controlaban toda la sala y cuya sonrisa parecía dar confianza a todos sus simpatizantes, que no dejaban de hablar y de acomodarse. Estaba a punto de comenzar el mitin y la música del partido sonaba con rotundidad, señal de que el líder había llegado y estaba a punto de entrar. Los aplausos y vítores comenzaron y una marabunta de cámaras y de micrófonos envolvían la figura de aquel hombre, que en traje de chaqueta y sin corbata comenzaba a abrirse paso saludando a todo aquel que le tendía la mano. Por fin llegó al escenario y tras una breve presentación del alcalde de la ciudad donde se celebraba el evento, dio comienzo el discurso. No llevaba más de diez minutos hablando el candidato cuando volví la cabeza y cerca de mí descubrí a un hombre de unos treinta y tantos años, moreno y de complexión menuda que parecía no perder detalle de lo que nos decía el político. Estaba de pie, llevaba unas zapatillas deportivas sin una marca específica gastadas por el uso, unos vaqueros y un jersey y en su mano portaba una cazadora tan humilde como su apariencia personal. Cada vez que el candidato terminaba una frase, las manos maltratadas de aquel hombre aplaudían de forma clara, sincera y digna, y su cara se iluminaba a cada párrafo que escuchaba en una voz que le hablaba de igualdades, derechos y oportunidades. Asentía una y otra vez con una sonrisa confiada y orgullosa y sus ojos no parpadeaban. Sonó su práctico y esencial móvil y tras una brevísima conversación volvió a coger el hilo del discurso y su mirada, franca y honesta, se quedó prendida entre la emoción y los anhelos. Así, puedo decir que vi de forma clara la esperanza en los ojos de aquel muchacho, de aquel trabajador. La esperanza y la confianza en alguien que ni siquiera conocía a nivel personal, pero que había conseguido implantar en él la ilusión de una vida más cómoda y llevadera. Cuando terminó el mitin, aquel hombre se recogió en el fondo de su cazadora, la abrochó y frotándose las manos salió a la calle. Lo vi marchar con paso firme, que denotaba seguridad y confianza en el futuro y no pude por menos que desearle toda la suerte del mundo. Luego miré al candidato, que desaparecía entre una nube de periodistas y también le deseé algo: que no decepcionara nunca miradas como la que había visto en mi vecino de mitin y que no apagara nunca el brillo que reflejaron sus ojos. 











viernes, 30 de noviembre de 2018

JAÉN OTOÑAL







 
En este Jaén otoñal,
la brisa te indica el camino
hacia un destino amarillo de hojas:
la plaza de la catedral.
 
Las horas pasan de lejos,
mientras subyugados
tratamos de guardar en la memoria
lo que un día vivimos.
 
Y la torre en su inmensa eternidad
nos descubre un pasado glorioso,
forjado en las manos de un hombre:
Andrés de Vandelvira.
 
 
 
 
 
 
 
 
 


domingo, 4 de noviembre de 2018

EN LA VILLA DE CHICLANA

 
 
 
 
 
 
De comendador anduvo
Jorge Manrique, el poeta 
en la villa de Chiclana
que hoy celebra su Encomienda.
 
Las calles engalanadas
con antorchas y banderas,
nos recuerdan a otros tiempos
de señores y alcahuetas,
de vasallos y de hidalgos
que regresan de la guerra.
 
El teatro pone en el pueblo
representaciones regias, 
la cetrería nos enseña
de las aves su belleza,
halcones y búhos reales
por los cielos sobrevuelan,
mientras que los caballeros
se enzarzan en gran pelea,
batiéndose en un combate 
de prestigiosa grandeza.
 
 
 
 
  Por el Trasca suena música
de zarabanda de estrellas,
acogiendo con desvelo
al forastero que llega.
Anoche por allí estuvimos,
recordando al gran poeta,
aquel Manrique que un día
con gran talento escribiera:
"Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar..."
Y por eso, amigos míos,
no debemos litigar,
que la vida es muy hermosa,
pero, ¡que pronto se va!.
Aprovechemos el tiempo,
disfrutemos los momentos,
vivamos todos en paz,
que la vida es solo un sueño
tan breve como irreal.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


viernes, 19 de octubre de 2018

LA IRA DE JUSTO







      Sus continuos fracasos lo habían llevado a un sótano oscuro de ira y de odio contra el mundo. Cada vez más encerrado en sí mismo, lo único que lo relajaba era irse al campo y disparar con la vieja escopeta que un día le dejó su padre. Un cuchillo de destripar ciervos fue su otro legado. El ruido de los cartuchos al explotar era para él curativo, pues muchas veces se sentía como uno de ellos: repleto de la pólvora que lleva en sí misma la rabia contenida y preparado para estallar. Tenía pocos estudios, pero un talento especial para la artesanía y quizás para el arte si en su momento lo hubiera desarrollado. Nunca se sintió querido en su casa y nunca tuvo el amor de una mujer, y sus experiencias en ese sentido fueron tan hirientes como amargas inoculando en su corazón pequeñas gotas formadas por los cristales punzantes del odio y que lo transformaron en un hombre solitario. Ahora tenía cuarenta años, muchas frustraciones y la huella de la correa de su padre dibujada a lo largo y ancho de su cuerpo.
      Disparaba a las piedras, a los árboles y a los animales y probablemente a cualquiera que en ese momento se hubiera cruzado ante sus ojos. Disparaba y disparaba, sintiendo que la sangre le fluía a borbotones a medida que la cólera lo poseía y lo arrastraba cada vez más a la idea salvaje de aniquilar. Había matado conejos, perdices, venados y jabalíes y algún perro despistado. Ahora comenzaba a rondar en él la idea de subir un peldaño más en la cacería. Era viernes cuando agarrando la escopeta y el cuchillo de despiece, se echó de nuevo al monte.
      Le disparó en la cabeza cuando se bajó del coche para arreglar un pinchazo. La sangre saltó dejando un vigoroso cuadro a base de manchas provocadas por las gotas de sangre que se estamparon en el lateral del coche llegando hasta el cristal de la ventanilla. El hombre que acababa de asesinar era Pedro, la persona que hacía unos años le había estafado en su intento de convertirse en comerciante. Subió el cadáver al coche y lo despeñó. A medida que el coche estallaba, la ira de Justo se iba aplacando y después de andar unos minutos, se paró bajo una centenaria encina y tomando una pequeña botella de agua que portaba, bebió y enjugó su boca, tan seca como el esparto, mientras su retorcido corazón se refrescaba con el consuelo frío de la venganza.
      No bien hubo comenzado a caminar  cuando a lo lejos divisó a una mujer y a unos niños que caminaban cerca del río. Sus pasos partían de un viejo cortijo que estaban rehabilitando y donde el padre de Justo estuvo trabajando en todas las tareas que el campo pudiera proporcionar. Era una muchacha joven, debía de ser por tanto la hija de los dueños de aquella casa que con sus hijos paseaba en la tranquilidad del campo. Se ocultó tras un pequeño repecho y cargó de nuevo la escopeta. Un cartucho impactó en el corazón de la mujer y otro en la cabeza de uno de los niños. El otro niño se dispuso a correr llorando y gritando, pero Justo lo alcanzó antes de llegar al río. Ahogó los llantos de la criatura en sus aguas donde dejó su pequeño cuerpo al capricho del vaivén de la corriente, que acabó por arrastrarlo ocultándolo entre unos juncos.
      A media tarde entró en el pueblo y se dirigió hacia el bar de Manuela, una muchacha muy trabajadora que un día lo rechazó de plano y rompiendo los cristales de la puerta y antes de que nadie pudiera impedirlo disparó a bocajarro a la mujer, que en esos momentos estaba de espaldas preparando un café para uno de los clientes. Se desplomó al instante y algunos de los que había allí, aterrados, comenzaron a pedir auxilio, mientras dos de ellos se abalanzaron sobre Justo arrebatándole el arma y sujetándolo fuerte. Cuando llegó la guardia civil, cuatro hombres sujetaban al homicida, cuyo rostro descompuesto y desencajado reflejaba el resentimiento reprimido durante muchos años. Quizá demasiados. Fue condenado a veinte años de presidio, pero solo cumplió unos meses, porque a principio del tercer mes, apareció ahorcado en su celda y con las venas descerrajadas. Poco tiempo después descubrieron el cadáver de su padre, que había desaparecido hacía unos meses. La autopsia reveló que había sido asesinado de un tiro en el estómago y convenientemente destripado con el cuchillo que él mismo legó a su hijo. Fueron días de furia y dolor, de sangre y de tristeza, de violencia brutal y de terror, donde la ira sobrehumana de Justo hizo temblar los cimientos de su pequeño pueblo, un pueblo que ya nunca recuperó su cotidiano sosiego y que se fue despoblando quedando a merced de la soledad y de la desolación, un pueblo maldito donde aún parecen oírse los disparos de la vieja escopeta del enajenado vecino y los lamentos de sus humildes pobladores, que se fueron marchando y nunca más volvieron a sus hogares.








viernes, 5 de octubre de 2018

LA PEOR PESADILLA







      Allí estaba la vieja, delimitando la realidad de sus sueños con su presencia infame. Desdentada, abría su boca pestilente rebosante de babas y cuajada de enfermedad. Toda ella apestaba a muerte. Un sudor frío se expandió por toda la piel de Eloísa cuando creyó ver en el hueco de aquellos ojos cenagosos un atisbo de lo que un día fue su odiada suegra. No podía ser, pues había muerto hacía algún tiempo, para descanso de todos. Se frotó los ojos y los abrió buscando una luz que clarificara sus dudas. De repente, bajó la mirada y descubrió en uno de los sarmentosos dedos de aquella espantosa figura un anillo de plata gastado, ahora envuelto en mugre y mucosidad, que identificó con el de su madre política. Hacía un frío infernal en aquella habitación mientras la vieja se acercaba torpemente a los pies de su cama. Se quitó el pañuelo y dejó caer un pelo gris y áspero cuyas greñas en cascada daban un aspecto aún más terrorífico a su descarnado rostro. Abrió la boca y profirió un gruñido parecido al de un animal dejando un hedor a carne podrida que impregnó el corazón de Eloísa que, aterrada, se refugiaba puerilmente bajo la colcha. Sintió una mano fría sobre su muslo que la removía en la cama y comenzó a gritar con toda la fuerza que le proporcionaba el pánico. Esto no hizo sino provocar  estruendosas risotadas en la vieja, que, destapándola, la invitó con voz de sargento alemán a que se levantara a desayunar. Eran las siete y media de la mañana y la joven, temblando entre sudores, comenzó a vestirse y a volver a la realidad. Todo había sido una pesadilla. Tras ducharse, se dispuso a tomar el desayuno. Su marido hacía rato que se había marchado a trabajar y allí estaban las dos: ella y su suegra, que meñique en alto apuraba una taza de café con leche y que no dejaba de mirarla en actitud despectiva y feroz. El brillo de la sortija de plata casi la deslumbra, y a una mirada de la vieja, se levantó como una centella y se dispuso a lavar los platos con prestancia, mientras la suegra le daba las instrucciones del día y le recordaba los orígenes de los que provenía, de cómo su madre era una borracha y su padre un vividor, y que ella y su hijo le habían dado una vida digna. Eloísa calmó sus nervios mordiéndose la lengua casi hasta hacerla sangrar. Comprendió que la pesadilla real comenzaba ahora, como cada día y que la vieja bruja que la acosaba en el sueño era real y tangible, tanto, que tras oír su voz que mezclaba la ira con el desprecio, sucumbió al mundo real deseando con todas sus fuerzas regresar a la pesadilla, donde al menos, aquella vieja y fantasmagórica alimaña no abría el pico y bien mirado, hasta tenía mejor aspecto que la que ahora mismo la insultaba desde el fondo del pasillo. Tras fregar los cacharros, la muchacha subió a arreglar la leonera de la suegra, mientras dos lágrimas de rabia e impotencia resbalaban por su sufrido rostro y la desolación y el frío volvieron a ocupar por entero su alma acorralada. Abrió la ventana y una bocanada de aire fresco puso vida en su rostro, que empezó a componerse tras una noche de desvaríos y una mañana de infierno cotidiano, pero no le insufló el ánimo suficiente como para coger la maleta y marcharse. "Otro día más...", pensó. Y en silencio se dispuso a trabajar mientras el sol se afianzaba extendiendo sus rayos conformando con ellos los barrotes de una cárcel inexpugnable.








viernes, 21 de septiembre de 2018

EL PICO DEL PÁJARO CARPINTERO







      Tenía en su cabeza como un pájaro carpintero que a veces picoteaba tanto las profundidades de su cerebro que la sumía en un dolor ardiente, rudo y áspero como lava volcánica que, sin embargo, le abría puertas a sensaciones y deseos que a duras penas podía contener. Se sentó en un banco del parque y se abandonó a aquella tarde desapacible, donde los rayos del sol lamían con fiereza a todo aquel que se ponía a su alcance. Se recostó un poco y sus ojos miraron hacia el cielo, de un azul tan intenso como maldito, un azul que no reflejaban sus ojos, oscuros y carentes de brillo. El pájaro carpintero comenzaba a golpear  con su hiriente pico y ella, desesperada, se recogió el cabello con las manos, cerró los ojos y tras unas convulsiones, comenzó una de sus aventuras, donde la muerte se convertía en su acompañante y consejera y que, una vez más, la conducía sin ningún tipo de titubeos a un nuevo destino. Se trataba de María, una mujer de unos ochenta años con la que había convivido en una época de penurias económicas para ella y que se había portado como una madre, dándole techo y amparo en aquel tiempo en el que la soledad la empujaba al abismo. El pájaro carpintero apareció después y nunca más se volvió a ir, construyendo su nido entre las enredadas cortinas que acotaban sus sueños.
      La anciana vivía en una estrecha calle de un barrio del casco antiguo de la ciudad. Su casa se encontraba al final del mismo, y aunque humilde, fue un auténtico hogar para Elsa, la cual, se hallaba allí ya. Con la cabeza alta y el paso firme, la muchacha cambió de acera y  con la frialdad de un muerto comenzó a pulsar el timbre. Le abrió una vecina que se encontraba en la casa visitando a María y que la conocía. Tras intercambiar unas palabras, la vecina se marchó y Elsa, una vez dentro, cerró de golpe
la puerta.
      "¿Quién anda ahí?" "¿Eres tú Isabel?" preguntó la mujer desde el dormitorio donde se encontraba descansando. No contestó nadie, solo unos pasos presurosos daban respuesta a la anciana que, débil como estaba, intentó incorporarse sin conseguirlo. Mientras tanto, Elsa había entrado en la cocina y tras una algarabía provocada por la caída del cajón donde María guardaba los cubiertos, se volvió a escuchar la voz de ésta que, alarmada, volvió a preguntar si era su vecina Isabel la que andaba trasteando por la casa. Entre cucharas, tenedores y cuchillos romos, Elsa halló una pequeña navaja, afilada y punzante, que reconoció enseguida ya que había pertenecido a Isaac, el marido de su benefactora y abriéndola y empuñándola con firmeza, se dirigió hacia el dormitorio, no sin antes llevar consigo una cuerda de tender la ropa y un puñado de servilletas. El dormitorio estaba en penumbra y María vio la figura recortada de una mujer en el umbral de la puerta y pensó que era su vecina, Isabel. La volvió a llamar. Entre la luz y la sombra se oyó por fin una voz que le resultaba familiar, aunque le sonó extraña: "Tranquila,todo va a ir bien" y lentamente, la propietaria de la voz, penetró en la habitación.
      La débil anciana no pudo hacer nada cuando Elsa llenó su boca de servilletas de papel hasta el punto casi de asfixiarla. Sus ojos desencajados reconocieron por fin a la que había querido como a una hija y trataba de llamarla en vano. Elsa continuaba su trabajo y ató a la mujer, que inútilmente trataba de escapar de aquellas manos que un día la cuidaron. El pájaro carpintero aleteaba con más fuerza que nunca dentro de la distorsionada psique de Elsa, y las negras punzadas que provocaban sus picoteos la empujaban a un viaje donde el paisaje a recorrer no era otro que el de la demencia y la muerte, y que provocaban en ella las ansias más feroces de aniquilar. Sacó la pequeña navaja de uno de sus bolsillos y la clavó una y otra vez en el cuello de la anciana hasta que la sangre devoró por completo la blancura de las sábanas. Inútiles eran los frágiles esfuerzos de María por escapar mientras Elsa continuaba recibiendo órdenes del pequeño y maligno inquilino que habitaba en su mente. Los navajazos se sucedían al mismo ritmo que los picotazos, hasta que por fin, una punzada atravesó el corazón de la pobre mujer, mientras que Elsa, agotada y satisfecha, se dirigió al cuarto de baño donde intentó eliminar cualquier rastro de sangre que pudiera delatarla. Salió a la calle y ya anochecía cuando a su cabeza llegó la paz, pues el pájaro la había abandonado tras saciar sus apetencias, sin embargo, su desvencijado corazón latía entrecortadamente, como el resuello de María cuando se sentía morir y sin saber por qué, dos lágrimas resbalaron por su rostro cuando comenzaba a caminar. Se miró en el escaparate de una tienda observando que unas diminutas gotas de sangre manchaban su frente. En su bolsillo encontró una  de las servilletas de papel con las que hizo callar a su víctima y limpiándose con fruición, reanudó la marcha aligerando el paso.











viernes, 14 de septiembre de 2018

VENGANZA FRÍA







      Algunas noches los muertos se removían de sus tumbas y caminaban por los estrechos pasillos que las separaban. Se oían sus lamentos en la lejanía, mientras el pueblo permanecía cerrado a cal y canto. Unos cuantos espectros lograban atravesar los muros del recinto y regresaban al mundo, pues tenían alguna cuenta pendiente que saldar con la vida. Así lo pensaba Darío cuando a medianoche cruzó la puerta de la casa familiar donde un día vivió con su hermano, un hombre ambicioso y malvado que no dudó en convencer a sus padres para que no percibiera la parte de la herencia que le correspondía. Darío murió hacía seis meses al ser aplastado por la excavadora mecánica con la que trabajaba por temporadas, quedando su cuerpo destrozado y siendo enterrado a la mañana siguiente de aquella aciaga tarde. Aún después de muerto, en su devastado pecho saltaba el sentimiento atroz de la revancha, de una venganza fría alimentada por el odio hacia su hermano, que tranquilamente dormitaba en una habitación de aquella vieja casona, que por ley debía haber compartido con él. Aullaban los perros cuando la mano descarnada del espectro se posó sobre la frente de Ezequiel, el cual, se despertó agitado al sentir la frialdad mortal de aquel amasijo de carne y huesos. No pudo ni siquiera gritar, simplemente se abrazó al fantasma de su hermano, mientras éste le arrancaba de cuajo el corazón. Después, buscó la caja fuerte de la casa, donde había una pequeña fortuna amasada, la mitad de la cual le correspondía y allí lo dejó. Seguían aullando los perros cuando Darío traspasaba los muros del cementerio para volver a su tumba, esta vez a descansar, mientras la luna se ocultaba tras las nubes que presagiaban tormenta. Al relámpago le siguió el trueno y los muertos callaron sus voces en aquella negra y luctuosa madrugada. Todo volvía a la normalidad, mientras el pueblo comenzaba a abrir sus puertas.









viernes, 7 de septiembre de 2018

COMO EL LLANTO DE UN NIÑO







           Cuando le arrancaban a mordiscos la garganta, las grises pupilas de sus ojos saltaron fuera de sus órbitas como si trataran de aprehender la vida que se escapaba del cuerpo al que pertenecían. Eran los mismos ojos que habían buscado desesperados un refugio ante el acoso de los demonios que lo perseguían y que lo llevaron a adentrarse en un caserón que significaría su panteón particular, un habitáculo de muerte que sellaría con sangre y sufrimiento el final de sus días.
      Era medianoche en aquel día de septiembre especialmente frío, y el montañero perdido en aquel laberinto de árboles deshojados y resecos, buscaba cobijo ante la amenaza de las sombras que a un lado y a otro de la alameda hacían crujir las hojas que bordeaban el camino y que tenazmente lo perseguían. De las sombras surgían voces que, mezcladas con la brisa dejaban un sonido doliente cuya tristeza parecía augurar la desgracia más atroz. Eran gemidos y llamadas de desesperación que acongojaban el corazón de aquel hombre, que se había perdido en un monte de siniestras formas y oscuridades mortales. El miedo se transformó en terror cuando sentía en su cuerpo la sensación de que unas manos diminutas tiraban de sus piernas, agarrándose a su cuerpo como pirañas enardecidas, hiriéndole y desgarrando su carne, arrancando a pedazos su anatomía.
      Tras esta dolorosa travesía pudo alcanzar un caserón  situado al otro lado de un río y de una patada abrió la puerta y entró. A los escalofríos que traía, se añadieron los que le produjo el olor a podredumbre que se respiraba, la venenosa humedad que se cernía en aquella casa. Se adentró en el edificio y tal era su pánico que ni se dio cuenta de que la sangre había encharcado sus zapatos y que iba dejando un rastro que olía a vida y que despertaba a las criaturas de la oscuridad que, ansiosas, se alimentaban de ella.
      Todo a su alrededor era una ruina, pero parecían haberse acallado las voces y el rumor del viento se calmó, sin embargo, la atmósfera se enrareció aún más y aquel silencio siniestro situó al hombre al borde de la locura. Subió las escaleras con la única luz que prodigaba una extraña luna de tonalidades rojizas, que parecía envuelta en llamas y que penetraba por los destartalados ventanales. Mientras subía, el pulso se le aceleró hasta tal punto que tuvo que parar en mitad del recorrido para tomar aire. En esos momentos fue cuando escuchó algo así como el llanto de un niño que parecía venir de una de las habitaciones de aquel segundo piso, propiedad casi exclusiva de las ratas y de otros animales que lo habían corroído hasta dejarlo en un puro cascarón. Sus pies temblaban cuando caminaban entre los crujidos de aquellas tablas podridas que conformaban el suelo y a cada paso, su corazón se estremecía.
      Los llantos del niño provenían de una habitación que había al fondo y a la que, como hipnotizado y sin voluntad, encaminó sus pasos. Al entrar a mano derecha había una antigua cuna y en el suelo, viejos juguetes destrozados, envueltos en mugre y en telarañas. Toda parecía indicar que se trataba de la sala de juegos de los pequeños de alguna familia que alguna vez fue dueña de la casa. De repente cesaron los llantos del niño cuando el hombre se acercó a la cuna y avistó en el interior de la misma dos pequeñas criaturas cuyos ojos sin vida refulgían y que lo miraban ansiosos en aquella oscuridad silente. Gritó hasta la extenuación cuando ambos se abalanzaron sobre él y con sus diminutos dientes, afilados como el serrucho de un carpintero, comenzaron a devorarlo. Sus mordiscos, certeros y directos, se dirigieron hacia la yugular a la que, atinados, los dos pequeños espectros habían logrado seccionar. De un golpe se deshizo de ellos y echó a correr escaleras abajo, dejando un reguero de sangre en su recorrido y aterrorizado y herido de muerte buscó refugio bajo la escalera. No pudo hacer nada más que entregarse cuando antes de morir, vio aparecer a aquellas dos pequeñas figuras que, con sus atuendos de guardería, acabaron de rematarlo, extrayendo toda la sangre que habitaba en su ser. Después, volvieron a subir la escalera y saciados, se quedaron quietos en el rellano donde un día fueron ejecutados por la mano criminal de su madre, una mujer con graves desequilibrios, que acabó con la vida de sus hijos al parecerle que  "lloraban demasiado". Empezaba a amanecer cuando los espectros regresaron a su cuna. El día, sin embargo, no trajo claridad a aquella mansión, invadida por las tinieblas desde hacía muchísimo tiempo, y cada anochecer, hay quien escucha a lo lejos el llanto inconsolable de un niño, quizá sediento de la vida que un día le fue arrebatada.









viernes, 24 de agosto de 2018

FLOR DE NENÚFAR







      El patio estaba situado al norte del palacio y había que cruzarlo hasta llegar a las estancias donde prisionera se encontraba la esclava. Sometida a los caprichos del califa, languidecía entre las sedas y oropeles que la rodeaban y ni el brillo de las abundantes joyas regaladas podía alumbrar su existencia, más bien al contrario, estos mismos destellos la encerraban a veces en una cárcel de tinieblas que acababan por rodearla y aplastar así sus sueños de libertad y de amor verdadero. Se llamaba Aanisa y era tan bella que las estrellas, sabedoras de que jamás podrían eclipsarla, optaron por acompañarla en sus noches de infortunio y soledad, cuando aquel hombre poderoso la abandonaba para acudir a los brazos serenos de su esposa, atravesando aquel patio donde los nenúfares del estanque contemplaban noche tras noche la infelicidad de la muchacha y la altivez y el orgullo del califa, que estaba acostumbrado a tomar sin permiso la miel de la abeja y el aroma tibio de las flores y que, deslumbrado por la belleza de la joven, no dudó en llevarla consigo, arrancándola del humilde hogar que habitaba con sus padres.
      Cada amanecer, cuando el príncipe se marchaba, Aanisa paseaba por aquel hermoso patio y se sentaba llorosa al borde del estanque. Sus lágrimas eran a veces tan abundantes que pareciera que cayeran del cielo, conformando una llovizna de tristeza que hacía aumentar el caudal del estanque. Algunas de ellas caían suavemente sobre los olorosos pétalos de aquellas plantas de agua, que parecían querer compartir la desolación de la joven y compungidas, recogían sus colores y se cerraban acompañándola en su duelo. Sólo cuando las lágrimas cesaban, que era sobre el mediodía, cuando ella se retiraba a sus aposentos rendida por el cansancio, las flores de los nenúfares resurgían, pero emitían un aroma cada vez más melancólico y sus colores iban perdiendo poco a poco su viveza. Los rosas se iban transformando en azules y los azules palidecían. Los alegres amarillos se iban oscureciendo perdiendo su luminosidad llegando a imitar el negro de la noche, y los rojos se exaltaban hasta arder en una orgía de tonos naranjas y violetas que como las llamas cercaban el estanque, como si quisieran quemarlo. De todo esto era testigo la fuerte presencia de un viejo olivo, que de vez en cuando se miraba en el estanque dejando caer sus hojas sobre las aguas y cuyas frondosas ramas resguardaban las frescura de las mismas. Un olivo que además ofrecía abrigo a las desesperadas emociones de la esclava, la cual, encontraba en él el consuelo que podría proporcionarle su añorado padre.
      Abdel Alí, que así se llamaba el califa, era un hombre de modales ciertamente bruscos, poco hablador y cuyo ego era alimentado cada día por sus continuos triunfos, tanto en la guerra como en el amor. Sin embargo, del amor tan sólo conocía el deleite de los placeres físicos y a sus treinta y siete años, jamás se había rendido a él de una manera total y absoluta.
      Cada anochecer, el príncipe atravesaba el patio para dirigirse a los aposentos de su bella amante y las flores de los nenúfares parecían desprenderse de su aroma de una forma más intensa de lo habitual, desplegando un perfume lánguido y denso, llenando de dulces pinceladas el aire, que lo distribuía por todo el palacio y que como un huracán penetraba en los pulmones y en el corazón de Abdel Alí, el cual, poco a poco y sin él notarlo, se iba rindiendo y sus murallas comenzaban a desplomarse sin apenas hacer ruido.
      Aquella noche de primavera, el califa se dirigía a visitar a Aanisa y mientras paseaba por el patio empezó a notar la impaciencia del deseo y la necesidad de las caricias de la bella cautiva, pero además, sintió en su interior como un cataclismo que descerrajaba su corazón y que no lograba comprender. Comenzó a llover y las gotas de lluvia lo acompañaban en una especie de fiesta alegre y bulliciosa en la que parecía que bailaban sobre su piel, internándose después vivas y frescas en las herméticas profundidades de su espíritu. Por primera vez sintió el amor y corrió entonces en busca de su inexcusable amante. La encontró muerta sobre la cama, el largo y suave cabello adornado con las flores de aquellos nenúfares que vivían en el estanque, y en su boca, una flor amarilla, flor de nenúfar, cuyo tallo, mojado previamente en una mezcla de arsénico y belladona había provocado el fallecimiento de la muchacha. Dos lágrimas recorrieron la faz curtida del príncipe y postrado acarició una vez más el rostro de Aanisa, que aunque ausente ya de color, desprendía  en su belleza el aire bendito de  la libertad.








viernes, 10 de agosto de 2018

VIAJE A SANTA MÓNICA







Siempre me han gustado las estaciones de tren porque en ellas la vida fluye de manera organizada y anárquica al mismo tiempo y las emociones más diversas salen a flote en un marasmo de idas y venidas, de abrazos y de besos, de miradas perdidas y encontradas, de silencios rotos por el llanto o la risa. Así, en este goteo de sentimientos, las estaciones son testigos de la alegría de los reencuentros, de la tristeza de las despedidas, de manos que se estrechan, de labios que acarician la mejilla del otro, de lágrimas que se deslizan por esa misma mejilla, de amores lícitos y de amores prohibidos, de amistades entrañables y de acontecimientos que llegan a quitarte el sueño. El que voy a narrar me sucedió hace muchos años, en el otoño de 1964...
      Me dirigía de Nueva York a Santa Mónica con la intención de realizar un reportaje especial para una estrella cinematográfica muy en boga. Serían como las cuatro y media de la madrugada y mi tren, salía sobre las cinco y cuarto. Hacía frío y en aquella gran estación no había mucha gente y los espacios se abrían entre los viajeros como lagunas iluminadas por aquellos enormes focos que la dotaban de luz y de misterio. Precavido, había llegado con antelación a la terminal y tras encender un cigarrillo, me senté en uno de aquellos larguiruchos bancos desde donde la vi. Estaba de pie al fondo, llevaba un abrigo largo blanco y debajo una blusa gris con tonalidades que vistas desde donde yo me encontraba, azuleaban. Un pañuelo trataba de cubrir la oscuridad de su pelo que, sin embargo, escapaba rebelde a la obligada discreción que trataba de proporcionarle la susodicha prenda. Por último, los elegantes pantalones se adherían a sus piernas dejando entrever la esbeltez de las mismas, las cuales se movían inquietas sobre unos distinguidos tacones, que elevaban a aquella enigmática figura por encima de lo terrenal y que llamó poderosamente  mi atención. A mí, que a mis cincuenta y un años creía estar a vueltas de todo, un atisbo de inquietud y de emoción empezó a brotar en mi interior. Una sensación que no había sentido desde los treinta años, y que suscitaba en mí un interés especial por aquella mujer, que aburrida y quizás algo cansada, se recostaba contra la pared y bostezaba entre la sombra y la luz que habitaban en el rincón donde se hallaba. No pude más, me acerqué y torpemente le ofrecí un cigarrillo con el fin de iniciar una conversación. Me miró y lo rechazó, sustituyéndolo por un chicle que acababa de sacar de su pequeño bolso. No llevaba maquillaje y así mismo, desprendía la luminosidad de las estrellas. Me sonrió y me preguntó a donde me dirigía. "A Santa Mónica", respondí "¿y usted"?, pregunté. "yo también", me contestó. Me contó que se iba unos días a ver a su hermana, la cual vivía allí. "¿Y el equipaje?", pregunté, quizá de forma indiscreta. "Llevo en mí todo cuanto preciso, no necesito más". Y así subimos al tren que acababa de parar unos metros por delante de nosotros y en silencio ocupamos nuestros asientos, uno al lado del otro, y cuando su mano, casi sin querer rozó la mía comencé a temblar.
      Habíamos salido ya de Nueva York cuando ella volvió a dirigirse a mí. Comenzaba a amanecer y comentó lo hermosa que era la vida, que deberíamos nutrirnos de los colores y sensaciones que nos proporciona antes de que nos llegue la hora de partir. Yo solo contesté tímidamente: "Así es", y volvió el silencio durante unos minutos. Sonrió de una forma acogedora y dulce antes de preguntarme si tenía familia. Le dije que no, que era soltero, y que mis padres habían fallecido hacía unos años. Le pregunté a qué se dedicaba y ella contestó: "Formo parte del universo y del caos, de la oscuridad y de la luz, del todo y de la nada". Cuando miré dentro de la dulzura que emanaba de sus ojos, intenté desentrañar su misterio, más no me fue posible, porque era indescifrable. Sin embargo, mirar a aquella extraña mujer, me producía inquietud y paz al mismo tiempo, y una extrema fascinación. Le conté que era periodista y que había quedado en Santa Mónica con una gran estrella de cine para realizar un reportaje. Ella, sin parar de sonreír, me comentó que en una época había sido tan famosa como una de esas luminarias a las que iba a entrevistar y que su vida hasta alcanzar la luz, se había debatido en un mar de claridades y de sombras de las que fue prisionera durante mucho tiempo, pero que ahora era libre y se sentía tan liviana como la brisa de un atardecer de primavera. Liviana y transparente, y tan extraña como casi irreal, así la percibía yo mientras encendía mi enésimo cigarrillo y repasaba en mi libreta las preguntas que componían la entrevista que a mediodía habría de realizar a Richard Burton, el cual, acababa de finalizar el rodaje de "La noche de la Iguana", de John Huston y que había estrenado hacía unos meses "Becket, donde realizaba una gran interpretación. En esto estaba cuando su voz de miel me interrumpió para decirme que cuando era tan famosa, ella había dejado una entrevista pendiente entre las cuatro paredes que conformaban este mundo y que había vuelto para zanjarla. De pronto, algo en mi interior dio un vuelco y sentí como se me erizaba el vello y los nervios se me desataban sin control. La libreta cayó de mis manos al suelo al mismo tiempo que giré rápidamente la cabeza a mi izquierda, pero ya no había nadie a mi lado. Mientras trataba de hacerme de mí mismo, noté el roce de unos labios que depositaron un beso en mi pálida mejilla y que, lejos de asustarme provocaron en mi cierta calma y seguridad. Recogí la libreta y al mismo tiempo descubrí en el asiento de al lado un pañuelo y una peluca negra mientras que un sutil y apacible aroma a Chanel nº 5 comenzaba a fluir de aquel rincón, a la vez que se alejaba por el pasillo del tren, dejando en mi un sentimiento de satisfacción y a la vez de tristeza. La entrevista de la que aquella subyugante pasajera hablaba era una que yo había concertado para octubre de 1962 con una de las máximas estrellas femeninas del panorama cinematográfico: Marilyn Monroe, una entrevista que nunca pudo realizarse porque en el mes de agosto, el día cinco para ser exactos, aparecía muerta en su casa de Los Ángeles entre las más diversas especulaciones. Conmocionado, guardé la libreta en mi maletín. No necesitaba repasar más la entrevista a Richard Burton porque tenía la seguridad de que todo saldría bien. Me lo decía mi corazón que aún temblaba como una hoja ante el suceso acontecido, pero que se iba tranquilizando a medida que nos íbamos acercando a Santa Mónica. En mi memoria queda este hecho extraordinario, y he querido contarlo tal y como ocurrió. ¿Realidad o ficción? se preguntarán los amables lectores. Solo puedo decir que si fue un sueño, no pudo ser más real y que la realidad a veces llama más a engaño que los sueños, y en ese viaje a Santa Mónica, Marilyn me concedió su última entrevista.
      Me llamo Johnny Miller, soy periodista y siempre me han gustado las estaciones de tren...












viernes, 3 de agosto de 2018

DETRÁS DE LA ALAMBRADA







      Dejó su corazón al otro lado de la alambrada interpuesta por unos celos desmesurados y paranoicos que la ponían al límite una y otra vez. Lo abandonó aquella medianoche de enero, cuando en complicidad con las estrellas, decidió huir lejos. Llevaba en el cuerpo las señales de sus dedos, de aquellos dedos que con tanta suavidad y sabiduría lo acariciaban y que a la vez, podían despedazarlo si se lo proponían. Dolorida y perdida entre la fría niebla que se iba transformando en escarcha, la mirada de sus ojos oscuros no tenía destino mientras vagaba por las callejas más lúgubres de la ciudad. Se desmayó y cayó al suelo, despertándose entre un mar de cables y escuchando las voces inarmónicas de las enfermeras, que no paraban de hablar mientras le prodigaban cuidados. Asustada, gritó cuando un médico intentaba auscultarla, y temblorosa se refugió entre los brazos de una de aquellas mujeres que emocionada, no sabía dónde poner sus manos para abrazarla y consolarla, pues su cuerpo era una llanura devastada, un anochecer en el desierto cuyos colores violáceos rayaban la negrura y que representaban el dolor más absoluto. Dolor de cuerpo, pero sobre todo, dolor de un espíritu desbaratado a golpes.
      Pasó la noche entre pesadillas acalladas por alguna cuidadora que entraba a cambiar el suero o a poner en sus venas el alivio de un calmante, y por la mañana, sus ojos amoratados por fin vieron la luz.
      No había denunciado nunca a Francesco, un hombre educado y correctísimo de la alta sociedad milanesa, aunque ya desde el principio sufrió las consecuencias de unos celos coléricos que iban minándola certeramente, lo mismo que una broca penetra en el hormigón de una pared, solo que sus paredes no estaban hechas de cemento, sino de cristal.
      Lo quería mucho y poco a poco dejó de lado todo lo que conocía. Su universo se quedó a la intemperie, abandonado a los avatares del olvido y se enfrascó con él en una aventura sin retorno a pesar de los avisos que, como un tam-tam enloquecido, a veces le daba su corazón.
      La primera bofetada fue en un viaje que hicieron a Praga, en el mismo avión que los transportaba. El motivo: una sonrisa. El efecto: la cara hinchada y la dignidad perdida. Después vendrían más bofetadas. Pero entremedias, había noches apasionadas y ratos donde Francesco, con ladina maestría, sabía extraer de sí mismo un toque fascinante y vulnerable que a Giovanna le hacía perder la cabeza y a veces, la noción de sí misma. Poco a poco, la telaraña se fue cerniendo sobre ella, hasta que las palizas se fueron haciendo cotidianas, y los caminos que conducían hasta la libertad fueron ahogados irremisiblemente.
      Francesco llegó sobre las siete de la tarde al hospital. Su cara descompuesta por la preocupación no logró convencer del todo al médico y a las enfermeras que atendían a su mujer. Y no sin ciertos reparos, permitieron a aquel hombre elegante y de buen aspecto acceder a la habitación donde ésta se encontraba. Cuando la vio tendida en la cama, con la cara deformada por la hinchazón y los brazos morados en desolador reposo, de forma automática corrió a su lado y de rodillas junto a la cama, llorando y alborotando el descanso de otros enfermos, le decía a su esposa cuanto la quería, que era su vida y que sin ella no podría continuar su existencia en este mundo. A gritos pedía perdón e imploraba que no lo abandonara, mientras un caudal de lágrimas brotaban de sus ojos, que solo lloraban cada vez que presentían que no volverían a ver a Giovanna. Ésta, se debatía entre un sueño donde añoraba la vida de antes al lado de su familia y el infierno de los cuatro años vividos después de casada. Abrió los ojos y observó a Francesco, que estaba de rodillas al lado de su cama en actitud de ruego, pero sin un ápice de empatía verdadera y empezó a hacer recuento de cuántas veces había escuchado las mismas palabras y de cuántas veces lo había perdonado. Demasiadas, a todas luces. Lo miró a los ojos y no vio nada en ellos en los que reconocerse, miró su rostro compungido y bañado por las lágrimas y lo único que vio fue a un hombre inseguro y neurótico, que cínicamente justificaba sus  actos en pos del amor y que hábilmente había urdido una sórdida historia en torno a este sentimiento en la que ella era coprotagonista. Los celos eran la vía a través de la cual canalizaba su violencia innata, su desprecio hacia el género femenino y sus propias frustraciones, disfrazando el amor de cinismo y embarrizándolo con palabras falsas y mezquinas. Aquel ser humano que había compartido más de cuatro años de su vida con ella, no valía nada.
      Le dijo que se fuera mientras dos lágrimas recorrían su rostro. No quería volverlo a ver. Francesco la miró y vio en aquellos ojos dolientes algo que no había visto otras veces: valor y determinación. Y comprendió que todo había terminado. Volvió a mirarla, pero ahora con odio, un odio que le acompañaba en todos sus actos de  manera latente y que a veces surgía como una fuente de agresiones y de destrucción. Eran más de las ocho cuando Francesco salió de aquella habitación: "Debí haberla matado" farfulló. Y con un andar que denotaba la ira contenida que sentía, dio media vuelta y se marchó.
     Cuando se recuperó, Giovanna volvió a su trabajo de diseñadora de interiores y se dejó llevar por la autenticidad de una vida programada por ella misma y comprendió que por amor uno no puede nunca perder su identidad, que el amor nunca deja sobre la piel huellas moradas, sino huellas imperecederas a base de caricias, que el amor es libertad profunda y sinceridad en la entrega y que con el amor, el espíritu se renueva cada día como agua de arroyo. El amor es tanto que el que tenga la suerte de saborearlo, no tendrá tiempo para otra cosa que no sea el ser feliz.









viernes, 27 de julio de 2018

NO CIERRES LOS OJOS







      Cuando cerraba los ojos, el universo entero lo atrapaba en un sueño indomable donde no siempre salía bien parado. Apenas dormía, empeñado en mantenerse en la realidad que lo rodeaba; sin embargo, su psique, cada vez más débil, bajaba a los sótanos de aquellas profundas ensoñaciones y se dejaba arrastrar por los acuciantes y desmedidos trastornos que, como lagos inmensos, extendían sus aguas por los alrededores de su ser. Exhausto, con el terror que suponían las señales que el cansancio y el sueño imponían a sus ojos, éstos, abiertos durante más de tres días, esperaban ansiosos una tregua, una leve indicación para rendirse. Aquel sábado se produjo el aviso y sus ojos se cerraron, a la vez que él despertó en una playa inmensa de oscuras y revueltas aguas. No había sol en el cielo, ni una nube poblaba aquel espacio que se extendía por encima de su cabeza amenazante como un abismo. Estaba desnudo y la arena quemaba sus pies. Solo había unas rocas donde se guareció de aquella flama que invadía la playa, pero aún así, comenzó a faltarle el aire. De repente, el sobrecogedor silencio que envolvía el paisaje se vio quebrantado por los graznidos de cientos de pajarracos que sobrevolaban aquel escenario apocalíptico y tenebroso y que le impulsaron a correr sin rumbo conocido. De pronto paró y fue a sentarse bajo la exigua sombra de unas rocas y tan cansado estaba que no vio como uno de aquellos pájaros, cuya envergadura era notable, se encontraba oculto detrás de una de aquellas piedras. De repente, sintió un aletazo que le bajó desde la frente hasta la boca y que desgarró por entero su rostro, provocando un aullido de dolor en el hombre que, desesperado, intentó levantarse y escapar. Iba a conseguirlo, cuando de nuevo sintió el aletazo que como un hierro candente dejó en carne viva su espalda  provocándole una intensa agonía. Finalmente pudo desprenderse de aquel pájaro mortal y ciego por el pánico, herido y ensangrentado, se deslizó por aquellas ardientes arenas en dirección contraria al lóbrego sonido del mar, que parecía embravecido y cuyas aguas, misteriosas y espesas, parecían una lengua gigante que trataba de atraparlo a lametones. Cayó al suelo en un gesto de impotencia y agotamiento y envuelto en escozores, notó como la grava se iba introduciendo dolorosamente en su carne y que como millones de afilados alfileres, los menudos granos de arena comenzaron a viajar a través de su sangre. Se sintió morir e intentó abrir los ojos, pero ya era tarde. Echado sobre la arena notó como ésta lo devoraba, y a gritos, comenzó a pedir auxilio en aquel paraje sin esperanza. De nada sirvieron sus alaridos, que fueron acallados por las millones de partículas que conformaban el arenoso suelo y que lo tragaron casi por entero. Solo una mano desesperada quedó sobre la superficie, la cual parecía implorar la ayuda y la piedad que no le fueron concedidas. Despertó en alguna perdida playa de las Maldivas. Se había quedado dormido y su cuerpo, achicharrado por el sol, se resentía como si lo estuvieran acribillando miles de puntas de hirientes cuchillos. Se levantó como pudo y todo lo rápido que le permitía su cuerpo quemado y maltrecho, se dirigió al chiringuito más cercano en busca de un consuelo que encontró en toda una serie de refrescantes mojitos, que, atiborrados de hielo y de hierbabuena, dieron calma a su sufrimiento. Entonces recordó lo que con frecuencia le advertía su mujer: "Cuando te pongas a tomar el sol, procura que éste no te dé directamente, ponte una buena crema protectora y llévate una botella de agua, pero sobre todo, NO CIERRES LOS OJOS.







                     

viernes, 20 de julio de 2018

FRENTE A FRENTE + LA ESPERA INTERIOR




FRENTE A FRENTE







      No la imaginaba tan cercana y estaba a su lado. Desde hacía tiempo Ella la venía observando y esperaba el momento idóneo para hacer las presentaciones pertinentes. Su vida se había transformado últimamente en un sin sentido, pero pese a ello, nunca se le había pasado por la cabeza dar el paso. Tenía todavía una vida por delante, una profesión y buenos amigos. Pero su presencia aquí había llegado a su fin. Todavía no lo sabía, pero Ella le acompañaba ya en su vagar por los recovecos de sus días. Se acabó todo cuando aquella noche, durante uno de sus paseos por los alrededores de su casa de campo, se topó con Ella frente a frente. Notó la caricia gélida de quién sabe del frío, la aspereza de quién camina por la rudeza del mundo y el aliento fétido de quién día a día busca la vida de la cual nutrirse. Sin embargo, esa noche, cuando todas esas sensaciones embriagaban su cuerpo, se vio entregando sus manos a las de Ella, y con su cara pegada a la suya, pronunció el que sería su último pensamiento: "Estoy en paz y soy libre".



LA ESPERA INTERIOR





     
 Ella se reclina delicadamente sobre el espaldar de algún sillón donde cientos de veces, estuvo sentado su amado. Mira al retratista, con una mirada invadida por la nostalgia y la fe. Quiere y espera secretamente en su interior que aquel que partió en busca de fortuna y aventuras, regrese en pos de un amor interrumpido por el ímpetu y la pasión de la juventud. "¿Volverá?", se pregunta cuando una fina lluvia tintinea sobre los cristales de la ventana. Pero solo el silencio responde a su pregunta. Y las gotas de lluvia afuera, siguen empapando las madreselvas y los jazmines, cuyos olores, sin embargo, hacen presagiar el regreso del amor de su vida. Este morirá en los albores del amanecer, cuando los brazos de su enamorada lo aprisionen entre la dulzura y la pasión. El amor exige ese sacrificio.








viernes, 13 de julio de 2018

LA MUERTE ESTÁ LLAMANDO







      Temblando, metida en aquella vieja nevera de madera, sus ojos, exageradamente abiertos por el pánico, no se acostumbraban a la oscuridad extrema en la que se hallaba. Con la barbilla en las rodillas, los brazos rodeando sus piernas y la espalda inclinada hacia adelante, la muchacha recogía su cuerpo encogida por el miedo. A duras penas podía respirar y cuando lo hacía, sus jadeos, cada vez más apagados, recordaban los de un perro que, moribundo, tratara de aferrarse a la vida. A su alrededor, entre el silencio de aquella habitación subterránea surgían de cuando en cuando unos extraños sonidos, parecidos a los que provoca la sirena de un viejo barco a punto de naufragar. De cómo había llegado a esta situación, ni lo recordaba. En su mente solo habitaba el terror y la primera imagen que obtenía si lo intentaba, era la mano de un viejo llamador, cuyo sonido le abrió la puerta a un submundo de pesadilla en el que se había visto sumida en una tarde de agobios y de calor intenso.
      Alda había llegado junto a su novio a aquel caserón deshabitado tras caminar durante horas, después de haberse perdido en las profundidades del bosque que formaba parte de aquella montaña. Cansados, pero sin perder el ánimo, se situaron frente a la puerta. El aspecto de terrible abandono de aquella mansión, no les amedrentó y a sabiendas de que en la casa no había nadie, comenzaron a llamar con fuerza empuñando la mano representada en el aldabón. La puerta se abrió con un leve empujón y entre risas y alguna broma, entraron. Nada más recalar en el vestíbulo, recibieron una bofetada de aire fresco que les alivió un poco del calor, pero con el frescor también les llegó un fuerte olor a putrefacción, como a carne corrompida, que inmediatamente les impuso unas terribles ganas de vomitar. Cuando se dieron la vuelta para salir a respirar aire puro, la puerta por la que habían entrado estaba cerrada a cal y canto y por mucho que Axel forcejeó con ella, fue imposible volver a ver los azulados colores que dominaban aquella calurosa tarde. Sobresaltados, comenzaron a buscar algún punto por el cual intentar abandonar aquel lugar que comenzaba a asustarlos.
     Construida a principios del siglo XX, la casa tenía una insólita estructura. Era como un bunker de laberínticas formas, cuyas desordenadas habitaciones se distribuían a un lado y a otro de un estrechísimo pasillo. No había puertas, pues parecía que habían sido arrancadas, salvo una pequeña y extraña en el suelo, en un rincón de lo que parecía haber sido un dormitorio. Recorrieron todas las estancias buscando algún agujero por el que poder escapar de aquella vieja casa, sin encontrar nada que pudiera facilitarles la salida. Los enrejados ventanales estaban tan encajados que era imposible su apertura, el aire se volvía cada vez más denso, y la desesperación comenzó a habitar en ellos. Inquietos y angustiados, se sentaron en uno de aquellos cuartos invadidos por el abandono y la carcoma y cuyos muebles, tan podridos como el alma de Belcebú, conformaban un ballet que parecía que iba a adquirir movimiento de un momento a otro en un baile esperpéntico y siniestro. La frescura del lugar se iba poco a poco convirtiendo en frío y sus organismos no se acostumbraban al fuerte olor a podredumbre que desprendía la casa, que como una nebulosa los cercaba. De repente, llamaron a la puerta, y fue en estos momentos cuando el pánico acabó por gobernar el espíritu de Alda, la cual, gritando se echó en los brazos de su novio, que intentó nerviosamente tranquilizarla. Axel, dejando a un lado a la muchacha, se armó de valor y salió al ajustado pasillo. Volvieron a golpear la puerta y en ese mismo instante, la casa se llenó de unos horribles sonidos que como inverosímiles bramidos de animales heridos llenaron el viejo caserón. Axel comprobó entonces espantado como el pasadizo donde se encontraba se movía de un lado para otro con tal violencia que lo zarandeaba y lo golpeaba contra las paredes como si fuera un monigote de trapo. Comenzó a gritar llamando a su novia cuando aquellos sonidos de otro mundo se acentuaron y como un ciclón, aquella fuerza infernal que lo estremecía lo condujo a empellones hacia el vestíbulo, estampándolo contra una de sus paredes con tan mala fortuna, que el gancho afilado de una percha le atravesó el cuello muriendo casi en el acto. Su cuerpo se balanceaba todavía cuando se oyeron de nuevo los golpes en la puerta, unos golpes que sin duda, llamaban a muerte. Después, el silencio.
      Alda buscaba a Axel de habitación en habitación, lo llamaba con una voz que no era suya, una voz que pertenecía ya al dolor que provoca la incertidumbre y el horror, así como al terrible presentimiento de haber perdido a alguien muy querido. Al no encontrarlo, se dirigió hacia la puerta y atravesó el vestíbulo y cuando halló al desgraciado muchacho no pudo ni gritar y mientras huía, aquellas voces y ruidos se enredaban en su cabeza como una red de pescar, aprisionando la poca cordura que le quedaba y arrastrando a la joven casi hasta la demencia. Corrió por toda la casa y en su huida tropezó y cayó, yendo a parar cerca de la pequeña puerta que había en el rincón de aquel dormitorio. Sin dudarlo la abrió y descendió por unas escaleras de madera entre oscuridad y telarañas. Las voces se alzaban como silbatos a  su alrededor y en su afán de librarse de ellas, se introdujo en una vieja nevera de madera. Y allí permaneció sin más compaña que los cadáveres viscosos y en descomposición de algunos incautos, que como ella y Axel, habían osado llamar a aquella puerta. Todo temblaba al compás de su cuerpo, cuando de repente, las voces y los ruidos se apagaron y empezó a oír pasos que iban de acá para allá, y voces inteligibles que iban en busca de algo. Oyó como alguien levantaba la trampilla que la condujo a aquel sótano infecto y como bajaba las escaleras. El corazón le estallaba cuando de repente, se hizo la luz. Levantó la mirada y frotándose los ojos, acertó a ver a un policía que la llamaba por su nombre y que le tendía la mano. No podía hablar ni reaccionar, tal era su estado, de manera que... hubo de ser sacada de aquel zulo de muerte entre dos policías, que la condujeron casi en volandas hasta la ambulancia que la trasladaría al hospital. Volvieron a sonar las sirenas y Alda, aferrada con todas sus fuerzas a una enfermera, empezó a musitar palabras inconexas y sin sentido que la llevaron irremisiblemente a la enajenación. Nunca volvió a ser la misma y fue internada en un psiquiátrico hasta que falleció a los 39 años.

EPÍLOGO
      En 1920, la primera familia que habitó la casa falleció por la ingesta de setas venenosas recogidas en el bosque cercano.
      En 1952, un matrimonio que adquirió la casa murió a causa de un accidente, cuando regresaban del pueblo de visitar a unos parientes.
      En 1965, los nuevos propietarios perecieron ahogados en el lago próximo a la vivienda. Fallecieron  cinco personas.
      En 1990, unos excursionistas fueron asesinados por un perturbado cuando se refugiaban de una tormenta en la vieja mansión, ya abandonada, y sus cadáveres acabaron dentro de una vieja nevera de madera.
      En 1991, un joven de nombre Axel apareció muerto colgado del gancho de una percha en el vestíbulo de la casa y Alda, su pareja, perdió la razón y nunca más la recobró.
      En 2018, la casa sigue abandonada y no ha vuelto a tener inquilinos, aunque los vecinos del pueblo cuentan que de vez en  cuando, se deja ver una figura fantasmal que pasea de un ventanal a otro  en actitud vigilante. Y es que en realidad, la verdadera dueña de la casa es la Muerte, que supervisa cada cierto tiempo, que nadie profane sus dominios.







viernes, 6 de julio de 2018

MAURICIO







      Desde niño, siempre había estado familiarizado con la muerte. Vio morir a su madre, decapitada en un accidente de coche y su padre, tras el desgraciado suceso, se ahorcó  en una encina milenaria de la finca. Uno de sus primos se rompió el cuello a los diez años a consecuencia de una grave caída desde el tejado de un pequeño almacén, utilizado por los niños como lugar de juegos, y Ángela, su amiga más querida, había fallecido a los diecinueve años de una extraña enfermedad. Ahora, a los cuarenta y tres años, Mauricio era un hombre introvertido, de salud frágil, cuyo estado mental hacía equilibrios entre las telarañas que separan la cordura de la locura.
      Los terribles sucesos vividos lo atenazaban y a lo largo del tiempo, su convivencia con la parca derivó en obsesión. Apenas dormía y sus ojos, ventanales azules, tenían un aspecto vidrioso y enrojecido y nunca habían conocido las terapéuticas humedades de las lágrimas, por eso se resquebrajaban secos, como la tierra ante la negativa del cielo a concederle el agua y algunas veces, hasta los sentía crujir al mismo compás de los gritos que en forma de latidos daba su corazón.
      Muy bien escondido tras aquella enorme escultura del ángel guardián de los muertos que se erigía en la parte más antigua del cementerio, Mauricio veía desfilar la negrura de los entierros y la tenebrosa y hermética horizontalidad de los féretros, cuyas selladas paredes de madera, separaban frágilmente la vida de la muerte. De repente, en uno de aquellos actos funerarios le pareció percibir la figura sin cabeza de su madre, que paseaba entre los dolientes, en una imagen que a él le llenó de sosiego y que le invitó a sumergirse de una vez por todas en el mundo sinuoso y laberíntico de las tinieblas que conforman la locura.
      Aunque la maldad no estaba instaurada en su alma maltrecha, algo supremo le impulsaba a saborear la muerte de cerca. Hasta ahora, le había bastado con regocijarse entre las lápidas del cementerio ante el sepelio de algún vecino, pero ahora necesitaba sentir cerca de su rostro los estertores y la intermitente respiración de quién está abandonando la vida. Sus manos se tensaron y levantándose, dio un portazo y se marchó de la cafetería donde acababa de tomarse algunas copas de coñac.
      Deambuló esa misma noche por toda la ciudad. No era muy tarde, cuando se fijó en una estudiante que atribulada se dirigía a casa, acuciada por el frío (empezaban a caer los primeros copos de nieve) y la inquietud. La gente, mientras tanto, transitaba deprisa en busca de la protección que le reportaban sus hogares y en poco tiempo, la calle estaba vacía.
      La muchacha, con el fin de llegar cuanto antes a su casa, se desvió por un callejón estrecho y lúgubre. Al mismo tiempo y aligerando el paso, Mauricio atravesó la calle principal y por otra bocacalle se introdujo en el mismo callejón, parándose y ocultándose bajo el toldo medio derrumbado de una tienda de golosinas. Solo los gatos bullían alrededor de los cubos de basura y de las sombras que proyectaban la chica y la figura medio oculta del hombre. Conforme la estudiante se aproximaba a él, sus manos nerviosas jugaban con el hiriente alambre, tensándolo de tal modo que sus dedos comenzaban a sangrar.
      No pudo ni tan siquiera gritar cuando la mirada de Mauricio se cruzó con la suya. Aterrorizada y temblando de frío y de miedo, dio unos pasos hacia atrás sin poder desclavar sus ojos de los de aquel perturbado, los cuales, gélidos y afilados, expresaban la codicia del ladrón que está a punto de robar lo más deseado. Rodeó su cuello con el acero cortante y sujetándola con fuerza apretó tan fuerte que tras unos minutos de inútil forcejeo, de respiraciones agitadas y de oscura violencia, la sangre de la chica comenzó a brotar de su garganta, deslizándose como pequeños arroyos a través de sus ropas y cayendo finalmente sobre la ligera capa de nieve que se estaba dibujando ya en el suelo. Por fin, Mauricio había sentido la muerte en toda su dimensión, experimentando un inagotable placer y una calma inusitada. Dejó caer a la chica y limpiando la sangre de sus manos con la fría nieve, se marchó.
      No fue su única víctima, pues Mauricio, en la oscuridad de su noche siguió alimentándose de muerte, dando así sentido a una vida desgraciada y expandiendo por toda la ciudad como una red intangible, la desesperación y el miedo que da la locura.








viernes, 29 de junio de 2018

NO ME MANDES FLORES







      Era tan malo que había matado a su mujer de un disgusto y de un sutil empujón desde la terraza de la casa que cohabitaban. El alma de la difunta se retorcía en aquel tenebroso nicho cada vez que Eliseo se presentaba en el cementerio a llevarle un manojo de flores, flores que a su vez, había robado de alguna tumba vecina. No la respetaba ni después de muerta, pero de cuando en cuando, el mal marido se acordaba de ella y no podía resistirse a bajar la pequeña cuesta que conducía al hotel de los eternos durmientes, buscar el rincón donde estaban enterrados los sufridos huesos de su esposa y sentarse frente a ellos.
      Allí, tras depositar en el nicho las flores mustias que a hurtadillas afanaba, Eliseo rompía a llorar pareciendo que lo mataran y haciendo gala de un cinismo que rozaba la burla más cruel y que hacía temblar las paredes de gruesa mampostería que rodeaban aquel recinto de paz perpetua. A veces, paseaba nervioso entre las ruinas de la parte más vieja del cementerio, y llamaba lloroso a Begoña, su esposa y víctima. Las visitas se realizaban al atardecer, y más de un vecino que volvía de trabajar y que pasaba a la vera del cementerio, se ponía nervioso al escuchar a aquel imbécil. Sus llantos de plañidera y los improperios e insultos que lanzaba culpando a la Justicia Divina de haberle arrebatado a su mujer, causaban la indignación de todos aquellos que conocían a la pareja, y que sabían de los martirios de Begoña a manos de aquel desalmado.
      Así, todos los domingos del año, la difunta tenía que soportar desde el más allá la injusticia de los continuos reproches e insultos, que entre lágrimas de cocodrilo le infligía el que un día fuera su esposo. Los domingos que Eliseo no podía ir, le mandaba las flores con su hermana, Eleuteria, cómplice del torturador, al que cobijaba y disculpaba continuamente pese a saber de las palizas y los abusos continuos con los que Eliseo obsequiaba a su mujer.
      Una tarde encontraron el cadáver de Eleuteria a extramuros del camposanto. Había sido arrastrado por los pelos y su cuerpo estaba desgarrado, como si una fiera salvaje la hubiera atacado. Su rostro lo cubría un mezquino manojo de flores mustias y sus ojos, arrancados de cuajo, habían desaparecido. Entre sus manos hallaron un trozo de vestido tan negro como el alma del viudo y una medalla idéntica a la que llevaba Begoña el día que la enterraron.
      Convencido en sus despropósitos y con la medalla como prueba irrefutable de que el asesino de su hermana no había sido otro que el fantasma de su mujer, ni corto ni perezoso, tras el sepelio de Eleuteria, aquel hombre cargado de odio agarró un pico y una pala y al atardecer, regresó al cementerio, dirigiéndose así al nicho que daba cobijo a los restos mortales de Begoña. Quería volver a matarla, o en el mejor de los casos, acabar con su espectro.
      La tarde era calurosa pese a que el sol estaba oculto tras una manta de nubes grises. El aire olía extrañamente a incienso y almizcle y ni los muertos podían soportar el enrarecido ambiente que se cernía en aquel pequeño recinto. Las cruces y los cipreses apuntaban hirientes hacia el cielo como lanzas, como si quisieran resquebrajarlo. En eso comenzó a llover y Eliseo se resguardó bajo el alero de un mausoleo cuyo ángel portaba una espada. Desde allí podía observar el nicho de su mujer exento de flores, tan diáfano que casi podía distinguir su nombre. Paró de llover y se acercó a la tumba y vio como por una de las ranuras, salía a borbotones un hilo fino de roja sangre que se diluía al mezclarse con el agua que comenzaba de nuevo a caer. Sin inmutarse y cegado por la rabia, asestó con el pico un golpe sobre la lápida de su difunta esposa, la cual se desmoronó al instante, y tras un rato de arduo trabajo pudo ver el extremo de la caja mortuoria. "Maldita", pensó y escupiendo el cigarrillo que colgaba de su boca como un ahorcado, agarró el ataúd y lo extrajo del nicho. Intentó abrirlo, pero sus esfuerzos eran en vano, hasta que con el pico lo hizo pedazos. Un escalofrío lo recorrió entero cuando pudo comprobar que el ataúd estaba vacío y que al fondo,  en un rincón del mismo, brillaban fantasmales los ojos de su hermana. El pánico se iba apoderando de él y estuvo a punto de gritar cuando oyó unos pasos a su espalda. Se volvió y pudo contemplar la figura de su mujer que se presentaba vestida de negro hasta los pies, con la mortaja ensangrentada, portando un manojo de flores en su mano izquierda y en la derecha, todo el rencor y la ira acumulada mientras vivía y aún después de muerta. Gritó hasta la extenuación, pero no pudo evitar que el espectro lo agarrara por el cuello y lo levantara, destrozándole la yugular y abriendo un riachuelo de sangre que caía sobre las piedras rotas de la lápida. A continuación, le arrancó los ojos y colocó los de Eleuteria en su lugar y para finalizar, introdujo el manojo de venenosas flores en la boca de aquel desgraciado, que entre alaridos y convulsiones, pereció de la manera más atroz.
      Cuando al día siguiente los vecinos visitaron el cementerio por el día de difuntos, horrorizados pudieron contemplar la lápida de Begoña destrozada, su cuerpo dentro del nicho en evidente estado de descomposición y muy cerca, el cadáver de su esposo envuelto en un mar de sangre, con los ojos de su hermana en lugar de los suyos y una nota alrededor del cuello que decía: "No me mandes flores".