viernes, 29 de junio de 2018

NO ME MANDES FLORES







      Era tan malo que había matado a su mujer de un disgusto y de un sutil empujón desde la terraza de la casa que cohabitaban. El alma de la difunta se retorcía en aquel tenebroso nicho cada vez que Eliseo se presentaba en el cementerio a llevarle un manojo de flores, flores que a su vez, había robado de alguna tumba vecina. No la respetaba ni después de muerta, pero de cuando en cuando, el mal marido se acordaba de ella y no podía resistirse a bajar la pequeña cuesta que conducía al hotel de los eternos durmientes, buscar el rincón donde estaban enterrados los sufridos huesos de su esposa y sentarse frente a ellos.
      Allí, tras depositar en el nicho las flores mustias que a hurtadillas afanaba, Eliseo rompía a llorar pareciendo que lo mataran y haciendo gala de un cinismo que rozaba la burla más cruel y que hacía temblar las paredes de gruesa mampostería que rodeaban aquel recinto de paz perpetua. A veces, paseaba nervioso entre las ruinas de la parte más vieja del cementerio, y llamaba lloroso a Begoña, su esposa y víctima. Las visitas se realizaban al atardecer, y más de un vecino que volvía de trabajar y que pasaba a la vera del cementerio, se ponía nervioso al escuchar a aquel imbécil. Sus llantos de plañidera y los improperios e insultos que lanzaba culpando a la Justicia Divina de haberle arrebatado a su mujer, causaban la indignación de todos aquellos que conocían a la pareja, y que sabían de los martirios de Begoña a manos de aquel desalmado.
      Así, todos los domingos del año, la difunta tenía que soportar desde el más allá la injusticia de los continuos reproches e insultos, que entre lágrimas de cocodrilo le infligía el que un día fuera su esposo. Los domingos que Eliseo no podía ir, le mandaba las flores con su hermana, Eleuteria, cómplice del torturador, al que cobijaba y disculpaba continuamente pese a saber de las palizas y los abusos continuos con los que Eliseo obsequiaba a su mujer.
      Una tarde encontraron el cadáver de Eleuteria a extramuros del camposanto. Había sido arrastrado por los pelos y su cuerpo estaba desgarrado, como si una fiera salvaje la hubiera atacado. Su rostro lo cubría un mezquino manojo de flores mustias y sus ojos, arrancados de cuajo, habían desaparecido. Entre sus manos hallaron un trozo de vestido tan negro como el alma del viudo y una medalla idéntica a la que llevaba Begoña el día que la enterraron.
      Convencido en sus despropósitos y con la medalla como prueba irrefutable de que el asesino de su hermana no había sido otro que el fantasma de su mujer, ni corto ni perezoso, tras el sepelio de Eleuteria, aquel hombre cargado de odio agarró un pico y una pala y al atardecer, regresó al cementerio, dirigiéndose así al nicho que daba cobijo a los restos mortales de Begoña. Quería volver a matarla, o en el mejor de los casos, acabar con su espectro.
      La tarde era calurosa pese a que el sol estaba oculto tras una manta de nubes grises. El aire olía extrañamente a incienso y almizcle y ni los muertos podían soportar el enrarecido ambiente que se cernía en aquel pequeño recinto. Las cruces y los cipreses apuntaban hirientes hacia el cielo como lanzas, como si quisieran resquebrajarlo. En eso comenzó a llover y Eliseo se resguardó bajo el alero de un mausoleo cuyo ángel portaba una espada. Desde allí podía observar el nicho de su mujer exento de flores, tan diáfano que casi podía distinguir su nombre. Paró de llover y se acercó a la tumba y vio como por una de las ranuras, salía a borbotones un hilo fino de roja sangre que se diluía al mezclarse con el agua que comenzaba de nuevo a caer. Sin inmutarse y cegado por la rabia, asestó con el pico un golpe sobre la lápida de su difunta esposa, la cual se desmoronó al instante, y tras un rato de arduo trabajo pudo ver el extremo de la caja mortuoria. "Maldita", pensó y escupiendo el cigarrillo que colgaba de su boca como un ahorcado, agarró el ataúd y lo extrajo del nicho. Intentó abrirlo, pero sus esfuerzos eran en vano, hasta que con el pico lo hizo pedazos. Un escalofrío lo recorrió entero cuando pudo comprobar que el ataúd estaba vacío y que al fondo,  en un rincón del mismo, brillaban fantasmales los ojos de su hermana. El pánico se iba apoderando de él y estuvo a punto de gritar cuando oyó unos pasos a su espalda. Se volvió y pudo contemplar la figura de su mujer que se presentaba vestida de negro hasta los pies, con la mortaja ensangrentada, portando un manojo de flores en su mano izquierda y en la derecha, todo el rencor y la ira acumulada mientras vivía y aún después de muerta. Gritó hasta la extenuación, pero no pudo evitar que el espectro lo agarrara por el cuello y lo levantara, destrozándole la yugular y abriendo un riachuelo de sangre que caía sobre las piedras rotas de la lápida. A continuación, le arrancó los ojos y colocó los de Eleuteria en su lugar y para finalizar, introdujo el manojo de venenosas flores en la boca de aquel desgraciado, que entre alaridos y convulsiones, pereció de la manera más atroz.
      Cuando al día siguiente los vecinos visitaron el cementerio por el día de difuntos, horrorizados pudieron contemplar la lápida de Begoña destrozada, su cuerpo dentro del nicho en evidente estado de descomposición y muy cerca, el cadáver de su esposo envuelto en un mar de sangre, con los ojos de su hermana en lugar de los suyos y una nota alrededor del cuello que decía: "No me mandes flores".









viernes, 22 de junio de 2018

EL FANTASMA DE LA TORRE DE LA IGLESIA







      Algunas veces las campanas de la iglesia sonaban solas, y a la vez, inexplicablemente el aire se tornaba gélido y se precipitaba a bocanadas por los recovecos de las callejuelas que se desparramaban en torno a ella. En invierno, las gentes cerraban sus puertas a una hora temprana y el pueblo quedaba desierto, abandonado a su suerte y ni una voz humana rompía el silencio que lo envolvía. En ocasiones, la fría brisa penetraba entre las rendijas de las puertas de los vecinos, arrastrando con ella un intenso olor a azufre y a cicuta quemada que los ahogaba y los hacía enfermar, llegando a provocar la muerte de algunos de ellos. Así transcurrían los días en aquel pueblo sin ángel de la guarda, desolado por el miedo y la incertidumbre ante algo que, como una plaga de Egipto, se cernía inexplicablemente sobre las vidas de los habitantes de Monteperdido, que así se llamaba el pueblo.
      Rodeado por una cadena de montañas cuya situación formaba una rara figura oval, Monteperdido era casi inexpugnable. Sus habitantes, encajados en aquel lugar, no sabían de otro y sin pereza llevaban diariamente a rajatabla las leyes de la lucha por la supervivencia. Pero hacía tiempo que todo había cambiado, y a sus ásperas condiciones de vida, basada en precarios cultivos de muy diversa índole, había que añadir desde hacía unos años el desasosiego de lo inexplicable y el terror y el vértigo que infunde lo desconocido.
      Juan formaba parte de la familia de campaneros que a través de generaciones se había ocupado de la torre de la iglesia y del cuidado de sus campanas, aquellas que en otro tiempo repicaban para alegría o para tristeza de sus vecinos, según hubiera bautizo o funeral, y su labor la realizaba de manera concienzuda. Pero de un tiempo a esta parte y pese a los cuidados extremos que prodigaba a las campanas, Juan notaba  como el sonido de las mismas se iba transformando poco a poco y como los repiques se iban tiñendo de plomo, dejando en la lejanía un eco de tonos cada vez más grises y luctuosos. Daba igual que hubiera muerte o nacimiento. Parecía que las campanas no le quisieran obedecer y que cuando colgado de la soga que les daba vida las agitaba una y otra vez, en su latido iban componiendo, muy a su pesar, una melodía que podría ser perfectamente una marcha fúnebre.
      Era la tarde más fría de aquel mes de enero cuando aquel hombre joven, de aspecto algo taciturno, se encontraba entre las cuatro paredes del campanario. Estaba solo, como de costumbre, con la única compañía del ronco gemir del viento y de los crujidos secos que salían del corazón del viejo roble, un árbol centenario  
que se encontraba a pocos metros de la iglesia, y cuyas ramas, movidas por ráfagas de aire helado se extendían como garras descarnadas, llegando casi a rozar el tejado de la iglesia. Empezaba a oscurecer y muerto de frío, decidió el campanero dar por finalizada su labor y regresar a su casa. Apenas quedaba luz y las campanas estaban ya preparadas para el día siguiente, en el que se iba a celebrar una misa por el alma de Josefa, la vinatera, fallecida hacía dos semanas de manera fortuita, de la misma forma que había fallecido hace unos meses don Arturo, el viejo loco, cuyas desvencijadas puertas no pudieron impedir la entrada en su casa de aquel viento maligno, que la inundó de frío y anegó de azufre sus pulmones.
      Se dio la vuelta con el fin de dirigirse hacia la puerta que iba a parar a una angosta y empinada escalera que lo conduciría a la calle, mientras el frío se filtraba a través de sus ropas y le calaba hasta los huesos, llegando a rozar, y así lo sintió él, las profundidades de su alma. De repente, creyó ver una huesuda y terrorífica mano en la negrura que ya empezaba a dominar el edificio y que desapareció rápidamente, y tan deprisa lo hizo, que no consiguió ubicarla dentro de la realidad. Sintió desasosiego y al frío que lo recorría por entero se añadió una sensación de pánico que se hizo presente en su cuerpo a través de miles de pequeñas gotas de sudor.
      Por fin, bajó aquellas escaleras que tantas veces había recorrido en paz y se lanzó a la calle echándose a correr en dirección a su humilde casa, donde le esperaba Berta, su mujer, y sus dos hijos, Joaquín y Damián, que cuando lo vieron llegar descompuesto, le ofrecieron el calor que tanto necesitaba en los albores de aquella espantosa noche.
      Por supuesto, no les contó lo que había visto, él mismo no estaba seguro de si había sido real, por lo tanto, nada había que decir. Sin embargo, la inquietud y el miedo se habían instalado ya en lo largo y ancho de su espíritu al que empezaban a socavar. Tras una exigua cena y después de acostar a los niños, se fueron a dormir, y una vez en la cama y con su esposa al lado, Juan se sintió seguro abrazado al cuerpo de ella, que se amoldaba implacablemente al suyo y que despedía toda la ternura y la calma que necesitaba en esos momentos. Y así , en ese abrazo reparador pasó la mayor parte de la noche, hasta que por fin se durmió cuando las primeras luces del alba penetraron por las rendijas de la vieja ventana y su mujer, se levantaba dispuesta a iniciar un duro día de trabajo.
      En Monteperdido, los días se hacían tan largos que parecían semanas y las noches tan cortas eran, que apenas concedían a los habitantes la pequeña dicha del descanso. Las campanas volvieron a sonar aquel miércoles llamando a los vecinos a celebrar la misa por el descanso del alma de la vinatera, fallecida hacía catorce días tras la llegada de aquel virus infernal que de cuando en cuando se abatía sobre el pueblo. Juan subió a la torre y las campanas sucumbieron a un eco que parecía venir del otro lado de la vida, de las entrañas tenebrosas del mismísimo infierno y que acongojó a todo el que lo escuchó, incluido al propio campanero, el cual, dejó de lado la cuerda que lo unía al terrorífico sonido y bajó aceleradamente de la torre, sin darse cuenta de que a sus espaldas, unos ojos afilados lo miraban. Sintió un escalofrío que recorrió su espinazo y que acabó en temblor cuando antes de salir a la calle notó una ráfaga de aire que, como aliento fétido y putrefacto, acarició su mejilla y parte de su boca.
      Aquella noche las campanas sonaron solas mientras en casa del campanero el miedo se hizo tan atronador como en cualquiera de aquellas humildes casas, que inútilmente eran cerradas a cal y canto ante la llegada de la muerte que, disfrazada de humo amarillo se cernía sobre Monteperdido.
      Por fin le contó a su mujer lo que le había sucedido en días anteriores, cómo notó en aquella torre una presencia extraña cuya revelación convertía su cuerpo en un témpano de hielo y encogía su corazón hasta casi estallarle. Berta, abrazando a su marido intentó demostrar fortaleza, pero el pánico la invadió y sin más, se desvaneció en el suelo. Las campanas seguían sonando y un intenso olor a azufre y a cicuta envolvió nuevamente aquel pueblo rodeado de espigadas montañas, que como fortalezas, aprisionaban las almas de sus asustados habitantes.
      Llegó el día y un nuevo fallecimiento despuntó con él. Se trataba de don Emiliano, el párroco, que en la noche anterior acababa de salir de la vieja taberna y que no le dio tiempo a refugiarse de aquellos vientos malignos. Su cuerpo fue hallado dentro del pozo de la Casa Grande, donde intentó buscar el aliento que le faltaba, y así, se deslizó agarrado a la cuerda que unía el cubo a la carrucha, la cual no pudo aguantar su peso dejándolo caer en las oscuras y frías aguas que sirvieron de mortaja al sacerdote. Cuando fue rescatado del pozo, sus ojos desorbitados, cuyas pupilas se desencajaban hasta casi salir fuera de su amoratado rostro, expresaban sin duda el terror en su máxima expresión y las palmas de sus manos manifestaban en sus profundas llagas la lucha del cura por seguir en este mundo.
      Era muy temprano cuando Juan se enteró de lo acontecido y pensó en su mujer y en sus hijos. Quizás alguno de ellos podría ser la próxima víctima del fantasma, porque estaba seguro de que en la torre de la iglesia habitaba un ser de otro mundo, un espectro que había logrado meter el miedo en el cuerpo a toda la población. Así, el campanero, armándose de valor decidió hacerle frente, pero ¿cómo se lucha contra lo sobrenatural, contra lo intangible?. Se quedó callado mientras su esposa repartía en silencio un poco de café de centeno. Eran las ocho de la mañana y el sol, perezoso, empezaba a alumbrar tras una madrugada terrible que se despedía con el ruido y el silencio de otra muerte.
      Todo el día anduvo dando vueltas por el pueblo, perdido en un mar de nervios y sin apenas hablar con los vecinos. No se dio cuenta de que el día había pasado y de que anochecía de forma inminente.
      La noche era oscura y el frío campaba a sus anchas en aquel desierto en que se había convertido Monteperdido a esas horas, pero decidió comenzar la batalla y alejándose de su casa se dirigió a la iglesia intentando controlar sus nervios. Corría un leve viento tan desapacible y frío que Juan embrolló su bufanda alrededor de su cuello y de su boca, cubriéndose casi hasta la cabeza. La luz de los faroles era tan tenue que apenas podía encontrar el camino empedrado que le llevaría a su destino y a su paso, la poca claridad que desprendían,  se iba apagando, quedando las calles a oscuras. Se volvió y en ciertos momento no pudo dominar sus nervios y temores, pero pensó en sus hijos y haciendo alarde de una valentía inusitada continuó su camino.
      Portaba una lámpara de aceite en su mano derecha, una manta al hombro y algo de comer en la izquierda, pues pensaba pasar la noche en el campanario a la espera de que el fantasma hiciera su aparición. También a su cuello llevaba colgada la medalla de la Virgen del Águila, protectora de los niños y a la que tanto rezaba por los suyos. Encendió la lámpara, entró en la iglesia y lentamente, con la angustia y la incertidumbre de quien teme no regresar, comenzó a subir la empinada escalera.
      El portazo sonó a sus espaldas cuando se encontraba en mitad del trayecto y los escalones de piedra que formaban aquella escalinata parecieron temblar bajos sus pies, emitiendo extraños sonidos, gruñidos que recordaban a los de las ratas o a los de los topillos, tan abundantes en aquellas zonas, pero con un eco que no era de este mundo. Siguió su ascensión hasta que por fin se encontró ante la vieja puerta, que tantas veces había abierto y que daba acceso a la torre del campanario, cuyo aspecto deshabitado y lúgubre no hizo sino aumentar su angustia, que rozaba ya la desesperación. Penetró en aquella estancia, dejó la lámpara sobre una pequeña mesa que componía todo el mobiliario del habitáculo y tendió la manta en el suelo. Después, aterido por el miedo y el frío, se sentó a esperar al fantasma.
      - ¿Me buscabas?, exclamó una voz de ultratumba que surgía de uno de los muros. Los sillares dibujaban tenuemente una figura terrorífica de dimensiones excepcionalmente grandes y sus ojos empezaron a despedir un fuego pavoroso, iluminando la estancia y provocando en el campanero un alarido que rompió la tensa calma que envolvía la noche. Seguidamente, volvió el silencio más atroz y Juan, atenazado por el pánico, no podía articular palabra. Quiso huir de allí, pero sus pies no le respondían y paralizado por el miedo, se dejó caer contra la pared. Cuando por fin pudo hacerse de sí mismo, el hombre contestó: "Sí, te buscaba".
      La figura del fantasma se materializaba frente a él: una capa negra y morada cubría un cuerpo despojado de toda vida y en avanzado estado de descomposición, mientras una soga rodeaba su cuello y otras ataban sus muñecas. Su rostro, cuya carne había desaparecido casi por completo, era un paisaje invadido por maldades desconocidas para cualquier ser humano. Por último, el campanero se fijó en sus manos y al verlas grandes y descarnadas, que dejaban entrever tendones, nervios y huesos de repugnantes formas, recordó aquel día en que una de ellas apareció ante sí como un fogonazo, y si ya su cuerpo temblaba, ahora el castañeteo de sus dientes constataba de forma fehaciente, que se encontraba al límite del colapso, por entender que no regresaría jamás al lado de su familia.
      Tras un silencio sepulcral, el fantasma se dirigió a él, que pegado a la pared, contenía la respiración:
      -Aquí segaron mi vida, me asesinaron hace mucho tiempo colgándome del yugo de las campanas. Ahora he vuelto y esta torre se ha convertido en mi hogar.
      Su voz hiriente y oscura se propagó por las cuatro paredes de la estancia llegando al corazón casi inánime de Juan, que muerto de miedo acertó a balbucear:
     -¡Tu eres el capellán Dionisio Acebes!, castigado por sus innumerables crímenes hace más de cien años...
      El fantasma se dirigió a la ventana y de un soplo, volvió a llenar de muerte Monteperdido. La gélida noche se convirtió en tinieblas y el olor a azufre y a cicuta quemada volvió a invadir el pueblo. Mientras tanto Juan, aterrado, no sabía  qué hacer ni qué decir y cuando los ojos llameantes del fantasma se fijaron en él, se limitó a pedir auxilio a gritos, a implorar piedad por su familia y a suplicar que lo dejara vivir. Nada impidió que el capellán agarrara al hombre por el cuello y lo lanzara al vacío desde lo alto del campanario. El último grito de terror del campanero llenó de escalofríos Monteperdido, detrás de cuyas puertas cerradas se adivinaba la tragedia del que fuera un día un vecino fiel y sus gentes, asustadas, se arrebujaban entre las sábanas de sus humildes camastros rezando porque llegara pronto la luz del día.
      Abrir los ojos significa atrapar la vida un día más y cuando despertó se encontró con la dulce mirada de su mujer, que solícita, acomodaba su cabeza en el almohadón. Los niños corrieron a su lado transmitiéndole la alegría y la tranquilidad que había perdido en su errático viaje. El médico acababa de irse, el cielo era diáfano y sólo se percibían a lo lejos unas cuantas nubes que, perezosas, se iban marchando poco a poco. Respiró hondo y los abrazó, y la serenidad volvió a instalarse en su espíritu torturado. Don Melchor, el médico del pueblo lo había estado tratando desde  que hacía más de un mes, Juan fuera preso de toda una serie de alucinaciones que de repente aparecieron en su pacífica vida, convirtiéndola en un infierno de pesadillas. Y es que alrededor de la iglesia, como un manto imperecedero, el estramonio vivía y sobrevivía cada año, cada mes y cada día, y así como cada día, cada mes y cada año, Juan acudía a su lugar de trabajo y durante horas respiraba aquel aroma pestilente y dañino, cuya acumulación en sus pulmones y en su ser le provocaba tremendas ofuscaciones que lo ponían al borde de la muerte.
      La tarde transcurrió plácida y el enfermo, bastante recuperado, hasta se levantó para dar un paseo. Todo había pasado y se sentía seguro en aquella casa, cuyo corazón albergaba lo más importante de su vida: su mujer y sus dos hijos. Tras la cena se fueron a dormir, pero al llegar la madrugada algo lo sobresaltó y rápidamente despertó a su mujer que dormía profundamente. Entonces ambos se abrazaron y sobrecogidos comenzaron a escuchar el sonido de las campanas que sin orden ni concierto, y sin nadie que las hiciera sonar, ponían melodía de luto a Monteperdido.
   







  

viernes, 15 de junio de 2018

MALASOMBRA







Inquieto, se despertó con incertidumbre y con la angustia de no saber discernir el sueño de la realidad. Eran las cuatro de la madrugada y había sentido sobre su rostro algo viscoso que lo hizo estremecer. Sus manos temblaban y su boca estaba seca. Se levantó medio a oscuras y se dirigió hacia la cocina buscando agua y en este desasosiego, percibió su propia sombra, sólo que no se ajustaba a él. La sombra permanecía erguida frente a sí mismo mientras llenaba el vaso de agua, en una posición que recordaba la de un muerto en un ataúd. LLenó el vaso y notó como su cuerpo era como de papel celofán, que se estremecía al más mínimo ataque de una corriente de aire. Bebió dos tragos, y dejó caer el vaso sobre la mesa, y, de repente, volvió a notar aquella sensación espeluznante, solo que más fría y pegajosa. Era como un sudor que chorreaba desde su descolorida y desencajada cara y que se perdía por debajo de su pijama de rayas, hasta envolverlo por entero. No quiso dar la luz, y buscó refugio en la cama. Estaba aterrado, mientras su sombra permanecía frente a él severamente rígida. Se recogió como pudo entre las sábanas, cuya frágil protección le daba una tranquilidad incierta, pues en su interior, sabía que algo iba a suceder. Se volvió un instante y vio que su sombra ya no estaba, que había desaparecido. Inclinó la cabeza sobre la almohada y respiró aliviado. Había sido una pesadilla. Al día siguiente, por la tarde, se celebró su propio funeral y dentro de su ataúd volvió a sentir aquella viscosidad que esta vez lo inmovilizaba por entero. No pudo gritar ni moverse cuando escuchó caer sobre sí el ruido de la primera palada de tierra.











jueves, 7 de junio de 2018

EL MISTERIO DE LAS AMAPOLAS







     Su piel de niña comenzó a cambiar de color y de textura de manera fortuita y sombría. Sus tonalidades fueron transformándose en atardeceres violetas, y la lisura y la suavidad que cubrían su cuerpo fueron cambiando día a día, adquiriendo la apariencia de un árido pedregal delimitado por surcos y grietas, que ponían cerco a la que hasta hace unos meses había sido su juventud. Tenía diecisiete años y la mirada vencida y agotada, y en su espíritu flotaba la desolación y la melancolía.
      Solía pasear alrededor de su pequeña casa, y día tras día, recorría el mismo camino que le llevaba irremisiblemente hasta el cementerio. El camposanto estaba delimitado por unos muros de piedra a punto de vencerse, y para acceder a él, tenía que atravesar una vieja y destartalada puerta de hierro a la que debía empujar con fuerza. En la zona sur del recinto se encontraba la tumba de su hermano, envuelta en la frescura y los olores que le proporcionaban las madreselvas y los rosales, que casi la tapaban. Pero, para llegar hasta el lugar donde reposaban los restos del que un día fuera su familiar más querido, debía atravesar un pequeño camino cercado por cientos de amapolas. Tan estrecha era la senda, que las flores acariciaban sus piernas con la suavidad de los labios de un amante, y los pétalos, dejaban en su piel un sello rojo inconfundible, que la iba marcando indeleblemente y que ni con el agua desaparecía.
     En las visitas diarias a su hermano, Herminia portaba entre sus manos un pequeño ramo de violetas blancas que depositaba sobre las letras que identificaban al difunto. Hacía tres meses que con veintiún años Arnaldo se fue, dejando a la hermana perdida en el mundo, pues su madre presa de la locura huyó de allí y el padre, lejos de cuidar de su hija, se hundió en los profundos abismos de la vagancia y del alcohol.
     De noche, Herminia soñaba con campos de amapolas que rodeaban su cama, que la elevaban hacia inmensidades desconocidas para ella y que, de una forma o de otra la inquietaban. Sin apenas percibirlo, aquellas flores que inundaban los campos, y que la rodeaban en su camino al cementerio habían pasado a formar parte de sus sueños y de su propia existencia. Y cuando amanecía, la muchacha se despertaba anegada por la tristeza y con unas enormes ganas de llorar que la dejaban desmadejada, recostada sobre el almohadón, cuya suavidad y calor le transmitían una frágil seguridad.
     El mes de julio se aproximaba con fuerza, mediando una primavera de temperaturas inusualmente elevadas, que daban al campo una imagen desértica a la que Herminia no estaba acostumbrada. Vivía en un pequeño pueblo al norte de España, entre Asturias y León y su memoria solo almacenaba imágenes donde prevalecía el verde húmedo de los paisajes y el frescor de las aguas de los riachuelos, los cuales, inagotables, saltaban entre las piedras haciendo un eterno homenaje a la vida. Hoy, se encontraban secos, y al igual que su ser, parecían requerir a gritos el consuelo cómplice de la lluvia.
     Una tarde, en una de sus visitas a la tumba de su hermano, se dio cuenta por primera vez, de que pese a la sequedad de aquella primavera y a la efímera existencia de las flores, las amapolas que cercaban el camino que la llevaba hasta aquel rincón que cobijaba el alma de Arnaldo y parte de la suya, se encontraban frescas y llenas de vida, una vida exultante y extraña, que otorgaba a la belleza de aquellas pequeñas vigilantes de sus pasos, un halo de inquietante misterio. Mientras tanto su caminar se volvía más torpe y lento, y su rostro, tan bello y repleto de juventud, había adquirido el aspecto del que perteneciera a una mujer gastada por el tiempo. Tenía diecisiete años y, ¡era una anciana!.
     Sus fuerzas se iban agotando y cuando pasaba por el pequeño camino cercado de amapolas, que conducía a su hermano, ya no sentía sobre sus piernas la suavidad aterciopelada de los pétalos de las rojas flores. Ahora, el roce de las mismas, le provocaba un escozor profundo que levantaba tal desasosiego en su espíritu, que ciega de ansiedad, buscaba reposo junto a un pozo, el cual, como un orondo vigilante vestido de blanco permanecía firme en una esquina del camposanto, como fiel testigo de lo que estaba sucediendo.
     Herminia contemplaba aquel pequeño camino cubierto de amapolas en julio cuyo vivificante frescor desafiaba al entorno, dibujado por unos meses de continua sequía y se miró a sí misma, tan reseca y agrietada como aquella tierra, otrora fértil y llena de vida e intentó comprender aquel misterio. Las amapolas reverdecían a medida que ella iba perdiendo su energía, mientras la alegría de vivir iba desapareciendo de su corazón. Las amapolas ahora parecían observarla, y cuando Herminia intentó salir de allí se doblaron entrecruzándose, formando una red que le impedía la huida. Los frágiles tallos de las flores se habían convertido en duros hilos, que como cortante acero, se enredaban en sus piernas hasta hacerlas sangrar, y sus pétalos se convirtieron en portadores de muerte. Cayó al suelo sin fuerzas ,y entonces, se dejó ir, acunada por aquel ejército de malignidad, que disfrazado de amapolas acabó por robarle la vida. Al otro lado, la esperaba Arnaldo, que no podía vivir en la muerte sin el calor de su hermana, y que sonreía, cuando sus brazos fríos, por fin la estrecharon.