viernes, 27 de julio de 2018

NO CIERRES LOS OJOS







      Cuando cerraba los ojos, el universo entero lo atrapaba en un sueño indomable donde no siempre salía bien parado. Apenas dormía, empeñado en mantenerse en la realidad que lo rodeaba; sin embargo, su psique, cada vez más débil, bajaba a los sótanos de aquellas profundas ensoñaciones y se dejaba arrastrar por los acuciantes y desmedidos trastornos que, como lagos inmensos, extendían sus aguas por los alrededores de su ser. Exhausto, con el terror que suponían las señales que el cansancio y el sueño imponían a sus ojos, éstos, abiertos durante más de tres días, esperaban ansiosos una tregua, una leve indicación para rendirse. Aquel sábado se produjo el aviso y sus ojos se cerraron, a la vez que él despertó en una playa inmensa de oscuras y revueltas aguas. No había sol en el cielo, ni una nube poblaba aquel espacio que se extendía por encima de su cabeza amenazante como un abismo. Estaba desnudo y la arena quemaba sus pies. Solo había unas rocas donde se guareció de aquella flama que invadía la playa, pero aún así, comenzó a faltarle el aire. De repente, el sobrecogedor silencio que envolvía el paisaje se vio quebrantado por los graznidos de cientos de pajarracos que sobrevolaban aquel escenario apocalíptico y tenebroso y que le impulsaron a correr sin rumbo conocido. De pronto paró y fue a sentarse bajo la exigua sombra de unas rocas y tan cansado estaba que no vio como uno de aquellos pájaros, cuya envergadura era notable, se encontraba oculto detrás de una de aquellas piedras. De repente, sintió un aletazo que le bajó desde la frente hasta la boca y que desgarró por entero su rostro, provocando un aullido de dolor en el hombre que, desesperado, intentó levantarse y escapar. Iba a conseguirlo, cuando de nuevo sintió el aletazo que como un hierro candente dejó en carne viva su espalda  provocándole una intensa agonía. Finalmente pudo desprenderse de aquel pájaro mortal y ciego por el pánico, herido y ensangrentado, se deslizó por aquellas ardientes arenas en dirección contraria al lóbrego sonido del mar, que parecía embravecido y cuyas aguas, misteriosas y espesas, parecían una lengua gigante que trataba de atraparlo a lametones. Cayó al suelo en un gesto de impotencia y agotamiento y envuelto en escozores, notó como la grava se iba introduciendo dolorosamente en su carne y que como millones de afilados alfileres, los menudos granos de arena comenzaron a viajar a través de su sangre. Se sintió morir e intentó abrir los ojos, pero ya era tarde. Echado sobre la arena notó como ésta lo devoraba, y a gritos, comenzó a pedir auxilio en aquel paraje sin esperanza. De nada sirvieron sus alaridos, que fueron acallados por las millones de partículas que conformaban el arenoso suelo y que lo tragaron casi por entero. Solo una mano desesperada quedó sobre la superficie, la cual parecía implorar la ayuda y la piedad que no le fueron concedidas. Despertó en alguna perdida playa de las Maldivas. Se había quedado dormido y su cuerpo, achicharrado por el sol, se resentía como si lo estuvieran acribillando miles de puntas de hirientes cuchillos. Se levantó como pudo y todo lo rápido que le permitía su cuerpo quemado y maltrecho, se dirigió al chiringuito más cercano en busca de un consuelo que encontró en toda una serie de refrescantes mojitos, que, atiborrados de hielo y de hierbabuena, dieron calma a su sufrimiento. Entonces recordó lo que con frecuencia le advertía su mujer: "Cuando te pongas a tomar el sol, procura que éste no te dé directamente, ponte una buena crema protectora y llévate una botella de agua, pero sobre todo, NO CIERRES LOS OJOS.







                     

viernes, 20 de julio de 2018

FRENTE A FRENTE + LA ESPERA INTERIOR




FRENTE A FRENTE







      No la imaginaba tan cercana y estaba a su lado. Desde hacía tiempo Ella la venía observando y esperaba el momento idóneo para hacer las presentaciones pertinentes. Su vida se había transformado últimamente en un sin sentido, pero pese a ello, nunca se le había pasado por la cabeza dar el paso. Tenía todavía una vida por delante, una profesión y buenos amigos. Pero su presencia aquí había llegado a su fin. Todavía no lo sabía, pero Ella le acompañaba ya en su vagar por los recovecos de sus días. Se acabó todo cuando aquella noche, durante uno de sus paseos por los alrededores de su casa de campo, se topó con Ella frente a frente. Notó la caricia gélida de quién sabe del frío, la aspereza de quién camina por la rudeza del mundo y el aliento fétido de quién día a día busca la vida de la cual nutrirse. Sin embargo, esa noche, cuando todas esas sensaciones embriagaban su cuerpo, se vio entregando sus manos a las de Ella, y con su cara pegada a la suya, pronunció el que sería su último pensamiento: "Estoy en paz y soy libre".



LA ESPERA INTERIOR





     
 Ella se reclina delicadamente sobre el espaldar de algún sillón donde cientos de veces, estuvo sentado su amado. Mira al retratista, con una mirada invadida por la nostalgia y la fe. Quiere y espera secretamente en su interior que aquel que partió en busca de fortuna y aventuras, regrese en pos de un amor interrumpido por el ímpetu y la pasión de la juventud. "¿Volverá?", se pregunta cuando una fina lluvia tintinea sobre los cristales de la ventana. Pero solo el silencio responde a su pregunta. Y las gotas de lluvia afuera, siguen empapando las madreselvas y los jazmines, cuyos olores, sin embargo, hacen presagiar el regreso del amor de su vida. Este morirá en los albores del amanecer, cuando los brazos de su enamorada lo aprisionen entre la dulzura y la pasión. El amor exige ese sacrificio.








viernes, 13 de julio de 2018

LA MUERTE ESTÁ LLAMANDO







      Temblando, metida en aquella vieja nevera de madera, sus ojos, exageradamente abiertos por el pánico, no se acostumbraban a la oscuridad extrema en la que se hallaba. Con la barbilla en las rodillas, los brazos rodeando sus piernas y la espalda inclinada hacia adelante, la muchacha recogía su cuerpo encogida por el miedo. A duras penas podía respirar y cuando lo hacía, sus jadeos, cada vez más apagados, recordaban los de un perro que, moribundo, tratara de aferrarse a la vida. A su alrededor, entre el silencio de aquella habitación subterránea surgían de cuando en cuando unos extraños sonidos, parecidos a los que provoca la sirena de un viejo barco a punto de naufragar. De cómo había llegado a esta situación, ni lo recordaba. En su mente solo habitaba el terror y la primera imagen que obtenía si lo intentaba, era la mano de un viejo llamador, cuyo sonido le abrió la puerta a un submundo de pesadilla en el que se había visto sumida en una tarde de agobios y de calor intenso.
      Alda había llegado junto a su novio a aquel caserón deshabitado tras caminar durante horas, después de haberse perdido en las profundidades del bosque que formaba parte de aquella montaña. Cansados, pero sin perder el ánimo, se situaron frente a la puerta. El aspecto de terrible abandono de aquella mansión, no les amedrentó y a sabiendas de que en la casa no había nadie, comenzaron a llamar con fuerza empuñando la mano representada en el aldabón. La puerta se abrió con un leve empujón y entre risas y alguna broma, entraron. Nada más recalar en el vestíbulo, recibieron una bofetada de aire fresco que les alivió un poco del calor, pero con el frescor también les llegó un fuerte olor a putrefacción, como a carne corrompida, que inmediatamente les impuso unas terribles ganas de vomitar. Cuando se dieron la vuelta para salir a respirar aire puro, la puerta por la que habían entrado estaba cerrada a cal y canto y por mucho que Axel forcejeó con ella, fue imposible volver a ver los azulados colores que dominaban aquella calurosa tarde. Sobresaltados, comenzaron a buscar algún punto por el cual intentar abandonar aquel lugar que comenzaba a asustarlos.
     Construida a principios del siglo XX, la casa tenía una insólita estructura. Era como un bunker de laberínticas formas, cuyas desordenadas habitaciones se distribuían a un lado y a otro de un estrechísimo pasillo. No había puertas, pues parecía que habían sido arrancadas, salvo una pequeña y extraña en el suelo, en un rincón de lo que parecía haber sido un dormitorio. Recorrieron todas las estancias buscando algún agujero por el que poder escapar de aquella vieja casa, sin encontrar nada que pudiera facilitarles la salida. Los enrejados ventanales estaban tan encajados que era imposible su apertura, el aire se volvía cada vez más denso, y la desesperación comenzó a habitar en ellos. Inquietos y angustiados, se sentaron en uno de aquellos cuartos invadidos por el abandono y la carcoma y cuyos muebles, tan podridos como el alma de Belcebú, conformaban un ballet que parecía que iba a adquirir movimiento de un momento a otro en un baile esperpéntico y siniestro. La frescura del lugar se iba poco a poco convirtiendo en frío y sus organismos no se acostumbraban al fuerte olor a podredumbre que desprendía la casa, que como una nebulosa los cercaba. De repente, llamaron a la puerta, y fue en estos momentos cuando el pánico acabó por gobernar el espíritu de Alda, la cual, gritando se echó en los brazos de su novio, que intentó nerviosamente tranquilizarla. Axel, dejando a un lado a la muchacha, se armó de valor y salió al ajustado pasillo. Volvieron a golpear la puerta y en ese mismo instante, la casa se llenó de unos horribles sonidos que como inverosímiles bramidos de animales heridos llenaron el viejo caserón. Axel comprobó entonces espantado como el pasadizo donde se encontraba se movía de un lado para otro con tal violencia que lo zarandeaba y lo golpeaba contra las paredes como si fuera un monigote de trapo. Comenzó a gritar llamando a su novia cuando aquellos sonidos de otro mundo se acentuaron y como un ciclón, aquella fuerza infernal que lo estremecía lo condujo a empellones hacia el vestíbulo, estampándolo contra una de sus paredes con tan mala fortuna, que el gancho afilado de una percha le atravesó el cuello muriendo casi en el acto. Su cuerpo se balanceaba todavía cuando se oyeron de nuevo los golpes en la puerta, unos golpes que sin duda, llamaban a muerte. Después, el silencio.
      Alda buscaba a Axel de habitación en habitación, lo llamaba con una voz que no era suya, una voz que pertenecía ya al dolor que provoca la incertidumbre y el horror, así como al terrible presentimiento de haber perdido a alguien muy querido. Al no encontrarlo, se dirigió hacia la puerta y atravesó el vestíbulo y cuando halló al desgraciado muchacho no pudo ni gritar y mientras huía, aquellas voces y ruidos se enredaban en su cabeza como una red de pescar, aprisionando la poca cordura que le quedaba y arrastrando a la joven casi hasta la demencia. Corrió por toda la casa y en su huida tropezó y cayó, yendo a parar cerca de la pequeña puerta que había en el rincón de aquel dormitorio. Sin dudarlo la abrió y descendió por unas escaleras de madera entre oscuridad y telarañas. Las voces se alzaban como silbatos a  su alrededor y en su afán de librarse de ellas, se introdujo en una vieja nevera de madera. Y allí permaneció sin más compaña que los cadáveres viscosos y en descomposición de algunos incautos, que como ella y Axel, habían osado llamar a aquella puerta. Todo temblaba al compás de su cuerpo, cuando de repente, las voces y los ruidos se apagaron y empezó a oír pasos que iban de acá para allá, y voces inteligibles que iban en busca de algo. Oyó como alguien levantaba la trampilla que la condujo a aquel sótano infecto y como bajaba las escaleras. El corazón le estallaba cuando de repente, se hizo la luz. Levantó la mirada y frotándose los ojos, acertó a ver a un policía que la llamaba por su nombre y que le tendía la mano. No podía hablar ni reaccionar, tal era su estado, de manera que... hubo de ser sacada de aquel zulo de muerte entre dos policías, que la condujeron casi en volandas hasta la ambulancia que la trasladaría al hospital. Volvieron a sonar las sirenas y Alda, aferrada con todas sus fuerzas a una enfermera, empezó a musitar palabras inconexas y sin sentido que la llevaron irremisiblemente a la enajenación. Nunca volvió a ser la misma y fue internada en un psiquiátrico hasta que falleció a los 39 años.

EPÍLOGO
      En 1920, la primera familia que habitó la casa falleció por la ingesta de setas venenosas recogidas en el bosque cercano.
      En 1952, un matrimonio que adquirió la casa murió a causa de un accidente, cuando regresaban del pueblo de visitar a unos parientes.
      En 1965, los nuevos propietarios perecieron ahogados en el lago próximo a la vivienda. Fallecieron  cinco personas.
      En 1990, unos excursionistas fueron asesinados por un perturbado cuando se refugiaban de una tormenta en la vieja mansión, ya abandonada, y sus cadáveres acabaron dentro de una vieja nevera de madera.
      En 1991, un joven de nombre Axel apareció muerto colgado del gancho de una percha en el vestíbulo de la casa y Alda, su pareja, perdió la razón y nunca más la recobró.
      En 2018, la casa sigue abandonada y no ha vuelto a tener inquilinos, aunque los vecinos del pueblo cuentan que de vez en  cuando, se deja ver una figura fantasmal que pasea de un ventanal a otro  en actitud vigilante. Y es que en realidad, la verdadera dueña de la casa es la Muerte, que supervisa cada cierto tiempo, que nadie profane sus dominios.







viernes, 6 de julio de 2018

MAURICIO







      Desde niño, siempre había estado familiarizado con la muerte. Vio morir a su madre, decapitada en un accidente de coche y su padre, tras el desgraciado suceso, se ahorcó  en una encina milenaria de la finca. Uno de sus primos se rompió el cuello a los diez años a consecuencia de una grave caída desde el tejado de un pequeño almacén, utilizado por los niños como lugar de juegos, y Ángela, su amiga más querida, había fallecido a los diecinueve años de una extraña enfermedad. Ahora, a los cuarenta y tres años, Mauricio era un hombre introvertido, de salud frágil, cuyo estado mental hacía equilibrios entre las telarañas que separan la cordura de la locura.
      Los terribles sucesos vividos lo atenazaban y a lo largo del tiempo, su convivencia con la parca derivó en obsesión. Apenas dormía y sus ojos, ventanales azules, tenían un aspecto vidrioso y enrojecido y nunca habían conocido las terapéuticas humedades de las lágrimas, por eso se resquebrajaban secos, como la tierra ante la negativa del cielo a concederle el agua y algunas veces, hasta los sentía crujir al mismo compás de los gritos que en forma de latidos daba su corazón.
      Muy bien escondido tras aquella enorme escultura del ángel guardián de los muertos que se erigía en la parte más antigua del cementerio, Mauricio veía desfilar la negrura de los entierros y la tenebrosa y hermética horizontalidad de los féretros, cuyas selladas paredes de madera, separaban frágilmente la vida de la muerte. De repente, en uno de aquellos actos funerarios le pareció percibir la figura sin cabeza de su madre, que paseaba entre los dolientes, en una imagen que a él le llenó de sosiego y que le invitó a sumergirse de una vez por todas en el mundo sinuoso y laberíntico de las tinieblas que conforman la locura.
      Aunque la maldad no estaba instaurada en su alma maltrecha, algo supremo le impulsaba a saborear la muerte de cerca. Hasta ahora, le había bastado con regocijarse entre las lápidas del cementerio ante el sepelio de algún vecino, pero ahora necesitaba sentir cerca de su rostro los estertores y la intermitente respiración de quién está abandonando la vida. Sus manos se tensaron y levantándose, dio un portazo y se marchó de la cafetería donde acababa de tomarse algunas copas de coñac.
      Deambuló esa misma noche por toda la ciudad. No era muy tarde, cuando se fijó en una estudiante que atribulada se dirigía a casa, acuciada por el frío (empezaban a caer los primeros copos de nieve) y la inquietud. La gente, mientras tanto, transitaba deprisa en busca de la protección que le reportaban sus hogares y en poco tiempo, la calle estaba vacía.
      La muchacha, con el fin de llegar cuanto antes a su casa, se desvió por un callejón estrecho y lúgubre. Al mismo tiempo y aligerando el paso, Mauricio atravesó la calle principal y por otra bocacalle se introdujo en el mismo callejón, parándose y ocultándose bajo el toldo medio derrumbado de una tienda de golosinas. Solo los gatos bullían alrededor de los cubos de basura y de las sombras que proyectaban la chica y la figura medio oculta del hombre. Conforme la estudiante se aproximaba a él, sus manos nerviosas jugaban con el hiriente alambre, tensándolo de tal modo que sus dedos comenzaban a sangrar.
      No pudo ni tan siquiera gritar cuando la mirada de Mauricio se cruzó con la suya. Aterrorizada y temblando de frío y de miedo, dio unos pasos hacia atrás sin poder desclavar sus ojos de los de aquel perturbado, los cuales, gélidos y afilados, expresaban la codicia del ladrón que está a punto de robar lo más deseado. Rodeó su cuello con el acero cortante y sujetándola con fuerza apretó tan fuerte que tras unos minutos de inútil forcejeo, de respiraciones agitadas y de oscura violencia, la sangre de la chica comenzó a brotar de su garganta, deslizándose como pequeños arroyos a través de sus ropas y cayendo finalmente sobre la ligera capa de nieve que se estaba dibujando ya en el suelo. Por fin, Mauricio había sentido la muerte en toda su dimensión, experimentando un inagotable placer y una calma inusitada. Dejó caer a la chica y limpiando la sangre de sus manos con la fría nieve, se marchó.
      No fue su única víctima, pues Mauricio, en la oscuridad de su noche siguió alimentándose de muerte, dando así sentido a una vida desgraciada y expandiendo por toda la ciudad como una red intangible, la desesperación y el miedo que da la locura.