miércoles, 29 de enero de 2020

HOJAS EN EL AGUA: RECUERDOS DE HOSPITAL







Capítulo 7

      Mientras su madre agonizaba, Jules, solo en el hospital, sentado en una de aquellas incómodas sillas de plástico de los pasillos esperaba la visita de Marta, su tía y hermana de su madre, que venia desde Barcelona dada la gravedad de Beatriu. Carles, su hermano, con el que no se hablaba desde hacía tiempo, aunque fue avisado también por el muchacho, ni siquiera respondió a su llamada. En tres días, nadie de la familia había acudido y Jules jamás se sintió tan desamparado.
      Bajó de nuevo a la primera planta, donde estaba la UCI, para saber una vez más en qué circunstancias se hallaba su madre. Hubo de esperar más de una hora para que el médico encargado de sus cuidados volviera a repetirle que se había estacionado, pero que no había posibilidad alguna de recuperación. Después, se dirigió a la cafetería del hospital y se pidió un café bien cargado y mientras lo tomaba, saboreando con fruición cada trago, las lágrimas luchaban por escapar de sus ojos, pero su corazón, acostumbrado a la dureza de las adversidades no les dio permiso. Eran más de las cinco de la tarde y, como adormecido, pese al café, a Jules se le arremolinaron en la memoria toda una serie de recuerdos que, sin orden ni concierto, la golpeaban de forma cansina, llegando a causar en la frágil psique del joven diminutas y punzantes heridas, solo sofocadas cuando entre ellos, hallaba alguno que curaba en gran parte las mismas. Esto sucedía por ejemplo cuando sonaba en su cabeza la melodía de la cancioncilla que su madre le cantaba de niño, cuando no quería dormirse o el sonido y el tacto de sus labios en sus mejillas cuando le daba el beso de buenas noches.
      Jules no lo había tenido fácil: su niñez escasa de atención por parte de su padre, que iba y venía de su vida como un viento a veces frío, a veces cálido que hacía un ovillo de los sentimientos de Jules hacia él. Su madre, sumida a veces en depresiones que hacían que durante días no viera el niño en su cara una sonrisa, su tía Marta y su tío Carles, a los que apenas conocía y que resultaban ser unos extraños que solo aparecían cuando había algún asunto de dinero de por medio. Nunca tuvo auténticos amigos, ni siquiera en la adolescencia o en su época de estudiante universitario. Siempre tuvo un mundo interior exacerbado que le hacía introvertido cuando no antipático a los ojos de los demás. Era la literatura su gran pasión y su manera de decirle al mundo que no le gustaba, que él tenía el suyo propio donde se sentía seguro y donde nadie podía penetrar y ultrajarlo. Un universo entero al que controlaba y acunaba con hermosas historias que le narraban los más grandes escritores.
      Terminado el café, regresó al pasillo del hospital y volvió a sentarse en una de aquellas duras sillas de plástico. Eran más de las seis y su tía Marta aún no había aparecido. De nuevo, la memoria trajo a su mente algunos recuerdos, entre ellos, el más doloroso de su vida: tenía diecinueve años cuando sucedió el accidente que dejó a su madre postrada en una cama para siempre y del cual fue testigo de primera fila, presenciando la terrible secuencia que transcurrió  como en una película de esas que tanto gustaban a su padre.
      Era una noche de julio muy calurosa, habían cenado algo tarde entre discusiones de su padre y de su madre. La disputa, originada una vez más a causa de la escasez de dinero y de la sensación de fracaso de Gérard, fue subiendo de tono hasta el punto de que Beatriu se levantó de la mesa con el fin de cerrar la ventana, abierta por el calor, e impedir que todo el vecindario escuchara las voces de su marido, que, fuera de sí, la empujaba con fuerza una y otra vez. Así, en uno de aquellos furibundos empujones, la mujer tropezó con una pequeña arqueta situada bajo la ventana cayendo al vacío desde el tercer piso, donde vivían ,al patio de luces del edificio. Todo sucedió tan rápido que a Jules ni siquiera le dio tiempo a asimilarlo. Se quedó paralizado y cuando fue consciente de lo que había pasado, oyó a su padre que, jadeante y apretando los puños le increpaba: "¿Que haces ahí? ¡Corre y llama a una ambulancia, estúpido!". Jules corrió llamando a los vecinos del bloque, los cuales, alertados por el ruido producido por el choque del cuerpo de Beatriu contra las baldosas del patio, intentaron tranquilizarlo mientras llamaban al 112. El resultado fue que la madre, dañada irremediablemente la espina dorsal, quedó tetrapléjica de por vida, y al cuidado en principio de su marido y de su hijo, porque una mañana, inesperadamente, Gérard desapareció de forma definitiva.
      Mientras por fin las lágrimas corrían por sus mejillas, una mano se posó sobre su hombro y escuchó una voz lejanamente familiar que, saludándolo, le preguntó: "Hola Jules, ¿te encuentras bien?". El muchacho miró a la dueña de aquella mano que lo había tocado y reconoció a Marta, su tía y sin inmutarse respondió:"¿Tú qué crees?" y mirándola con toda la indiferencia de que eran capaces de expresar sus azules ojos, se levantó y salió afuera a fumar un cigarrillo. La mujer, que en un principio hizo el amago de ir tras él, se quedó de pie en medio del pasillo y mientras la gente, los enfermeros y los médicos bullían de acá para allá, la tarde comenzaba a agotarse como se agotaba la vida de Beatriu, poquito a poco, con la suavidad con la que se mueve la niebla.