martes, 23 de abril de 2019

HAIKUS EN EL DÍA DEL LIBRO



 



"Llamó tantas veces a su puerta, que por fin, le abrió el corazón"






"Se dejó arrastrar por el río buscando naufragar en el mar"





" Vivía bajo la hojarasca en el bosque de dudas en que se hallaba perdida y no regresó"










viernes, 19 de abril de 2019

VIA CRUCIS









      Se dejaba llevar por aquellas sensaciones que podían hacerle olvidar y que le hacían sentirse mejor. Se abandonaba a unos sueños libres de cadenas entregándose de una manera automática y brutal. Quería salir de allí, donde todo era oscuridad y miedo y donde ya había tocado fondo. Se sentía como un loco imaginario que expresara su demencia a gritos. No podía dormir cuando el sufrimiento lo acorralaba y tomó como acicate para huir de él aquellas pastillas que le proporcionaban cada vez más a menudo la paz y la serenidad de las que tan falto andaba. Se tomó tres, se tomó seis, se tomó hasta llegar a vaciar la pequeña caja, donde por suerte o por desgracia solo quedaban ocho, lo que le permitió dormir con más o menos sosiego y donde, por suerte o por desgracia no llegó a alcanzar el objetivo final de escapar definitivamente.
      Se levantó con un enorme dolor de cabeza y con la boca abotargada y reseca, la lengua hinchada y en sus ojos parecía haberse declarado un incendio. Torpemente y agarrándose de mueble en mueble, tropezando contra alguno de ellos, se dirigió al baño y antes de nada se remojó la boca. Lejos de encontrar alivio, halló un sabor tan amargo que le hizo casi vomitar. Se refrescó un momento y directamente se metió en la ducha. No quería café, no quería aquellas tostadas untadas con aceite de oliva virgen que tanto le gustaban. No quería nada.
      Se vistió derrumbado sobre la cama, paso a paso, de forma lenta y sin ceremonia, sin orden ni concierto, como su vida.
      Aquel caos se cernía sobre él aplastándole los deseos sintiéndose como una barca a merced de la marea  que parecía  querer irse a pique sin remisión. Congestionado, buscó una vez más las pastillas, más no halló en el cajón más que indicios de una soledad que lo apabullaba. Alcanzó la foto que había en el fondo y no pudo reprimir un sollozo. Allí estaba con ella, en su viaje a la isla de Creta, cuando todo era un bálsamo que le proporcionaba el alivio que da el tiempo inabarcable que rodea a los que son felices. Hacía seis meses de eso, hacía seis meses que su cuerpo era fuerte y vigoroso y su mente un prodigio de fortaleza. Bastaron tres meses para devastarlo todo y convertirse en una ruina.
Ella se fue en medio de un silencio sepulcral, sin avisos ni advertencias y con la celeridad y la certeza que da una crueldad calculada.
      Llevaba más de dos semanas sin ir al trabajo, y meses de estricto dolor donde no se permitía la relajación si no era a través de aquellas píldoras mágicas que lo llevaban al paraíso de los que sueñan. Y cuando lo resucitaban, volvían los suplicios, las torturas que se sucedían auspiciadas por la ausencia de Inés, ángel y verdugo.
      Aquella tarde, salió a la calle con sus ya habituales gafas oscuras y comenzó a ver como la gente pululaba en medio de una música de tono inequívocamente religioso. Trompetas y tambores marcaban el paso de quienes acompañaban los tormentos del Señor. Era Viernes Santo. Ni se acordaba. A lo lejos los capirotes morados formaban una larga fila entre velas y solemnidad. Cristo aún estaba en la cruz y agonizaba entre dolores, coronado por las espinas que ensangrentaban su rostro. La procesión continuaba aquella brumosa tarde de abril mientras calladamente apresuró el paso y en dirección contraria, se marchó.
      Era viernes también cuando comenzó el Vía Crucis que lo aniquilaba, un viernes helado del mes de enero que acabó envolviendo en nieve su corazón y que provocó un maremágnum en sus ojos, hoy resquebrajados y faltos de luz. Se sentó en aquel parquecito junto a la iglesia de donde había salido el Crucificado envuelto en un aroma a jazmín, incienso y cera quemada que lo engullía poco a poco y sin contemplaciones, mientras la tarde finalizaba con una languidez desapacible.
      Sucumbió una vez más entre aquellas callejas de aquel pueblo inmenso y se entregó a los suplicios de su Vía Crucis, coronado por la ausencia de quien tanto quiso. Era Viernes Santo y cuando Cristo por fin murió, cesaron los tambores, surgieron el relámpago y el trueno y el cielo adquirió oscuridades y tenebrosos colores. Era su Viernes Santo particular y desesperado comenzó a llorar con la angustia de un niño perdido. Cerró los ojos y cobijado en un recoveco de la calle, por fin descansó. El sufrimiento había pasado dejando cicatrices insondables, cicatrices en el espíritu de Jesús mientras continuaban las procesiones y los cirios ponían luz a la negritud de la noche augurando el Santo Entierro. Se limpió las lágrimas y dando un rodeo, inició el regreso a casa y cuando llegó se abrazó a la almohada y un dulce sueño lo invadió reparando a jirones y en la medida de lo posible, la paz deshecha. Al día siguiente, una límpida mañana de abril lo saludó.










   

viernes, 12 de abril de 2019

EL AÑO ENTRANTE







  
   Iván acababa de estrenar su bicicleta con toda la ilusión que le confería su edad: tenía diez años y tantos sueños que no cabían en la pequeña casa que habitaba con su padre. (No hacía más de dos años que su madre había abandonado este mundo dejando una huella de dolor y ausencia en su marido y desamparando la infancia de Iván, que la recordaba cada día). Sonaban las campanas de la torre de la iglesia aquel atardecer  e Iván recorría las calles de su pueblo, rectas y espaciosas, que parecían no tener fin, en aquel juguete que parecía proponerle  los más fantásticos viajes. El niño, ensimismado en sus juegos, se alejó tanto que la noche cayó de improviso y la oscuridad de la misma solo era mitigada por el fulgor de la luna y de los millones de estrellas que la rodeaban. Pero Iván no se amedrentó, seguía y seguía en su bicicleta en aquel camino de azules y de blancos resplandores que le regalaban los astros, sin pensar en que era tan tarde que su padre, preocupado, andaba en su busca. El tiempo parecía no contar para él, sumido en su aventura, pero el cansancio poco a poco se iba haciendo dueño de su pequeño cuerpo y tras subir a duras penas una empinada cuesta, bajó de la bici y se puso a caminar. Acababa de nacer el año e Iván había recibido su regalo de reyes por anticipado culminando así el más ferviente de sus deseos. Siguió adelante y a mano izquierda se sumergió en un camino estrecho pero llano, cubierto por un bosquecillo cuyos árboles cruzaban sus ramajes en un abrazo protector mientras una pequeña brisa los movía levemente en un arrullo que parecía recordarle la voz dulce de su madre que lo llamaba. Volvió la cabeza y lleno de cansancio, el sueño comenzó a picarle y por primera vez en su viaje sintió inquietud. Subió de nuevo en su bici y tras unos minutos llegó hasta la puerta de la Ermita Vieja que parecía darle la bienvenida con sus arcos y su puerta, antigua y fuerte. Tras empujar con fuerza y pese a haber estado cerrada tanto tiempo, la puerta cedió y sin miedo penetró en aquel pequeño templo, que medio derruido, conformaba un mundo de misterios insondables para él. La ermita no tenía techo, salvo el de una pequeña habitación al lado del altar, y las estrellas se asomaban con descaro iluminando aquella estancia que se había convertido en un lejano país para el pequeño Iván. Hacía frío y se refugió en la parte techada de la ermita, donde había un banco de madera todavía de una pieza y muy cansado, se recostó. Pudo más el sueño que el frío y a los pocos minutos el pequeño se había dormido dejando a su libre albedrío la profusa fuerza e imaginación que contenían sus ensoñaciones, pobladas de juegos y de aventuras donde él era el único y exclusivo protagonista. Bueno, él, y su bicicleta.
      Soñó con el mar, que había conocido ese mismo verano y se vio recorriendo su inmensidad montado en la bici, abriéndose paso entre los corales y los líquenes y descorriendo las cortinas que conformaban las algas, tan verdes como los ojos de su madre. No bien hubo salido de las profundidades marinas, cuando se encontró en plena montaña, recorriendo con su bicicleta praderas inmensas cuajadas de hierba fresca humedecida por millones de gotas de rocío. Las flores se arremolinaban siguiendo la dirección que el viento les sugería expandiendo sus colores y olores y acompañando a Iván en su viaje. Paró a beber agua de un arroyuelo y en el espejo de la misma vio reflejada la figura de un viejo oso, único habitante de aquellas alturas, que lo acompañaba calmando su sed en aquellas cristalinas aguas, y que, amablemente le indicó el camino para llegar a alcanzar la sabiduría para enfrentarse a la vida. Después de atravesar el río, llegó a una cabaña abandonada donde aún quedaban resquicios de la vida que había hervido en su interior: unos utensilios de cocina, una mesa y un libro desvencijado colgando de un estante medio derruido. Cogió el viejo libro y tras hojearlo, solo había una página escrita en la que ponía: "Sigue la estela de tus sentimientos". De nuevo subió sobre la bicicleta y pedaleando alcanzó una velocidad inusitada y de repente las piedras del camino se convirtieron en estrellas que aplaudían a su alrededor. Iván ascendía en su pedaleo hasta atravesar las nubes, hasta que no muy lejos pudo divisar la figura grácil de una mujer a la que pronto reconoció. "¡Iván!", escuchó. Y tras sentir un beso que se posaba en sus mejillas y las caricias que hacía ya dos años que no sentía, el niño abrió los ojos.
      El frío puso gotitas de escarcha sobre el cuerpo del pequeño Iván y su abrigo azul marino se convirtió en azul celeste y sus mejillas adquirieron el color de la grana. Se despertó y comprendió que había regresado de su viaje. A lo lejos escuchó la voz de su padre que angustiado lo llamaba y presto, salió de la vieja ermita y se precipitó por aquel camino cuyas piedras cubiertas de escarcha iluminaban la dirección que debía seguir. Corrió hacia su progenitor y rápidamente encontró el cálido abrigo de sus brazos, que lo cubrieron casi por entero. Recogieron la bicicleta y volvieron en el coche a casa y desde entonces Iván comprendió que el camino de la vida lo forjamos nosotros como ponía en aquel viejo libro, con la fuerza que nos proporcionan nuestros sentimientos hacia todo lo que nos rodea: el mar, la montaña, los animales, los hombres o el universo, y que todo ello se mantiene con respeto y amor, el mismo amor que encontró cuando perdido se refugió en los brazos de su padre. "Sigue la estela de tus sentimientos" ponía en la única página escrita del viejo libro, e Iván se entregó al mandato durante toda su vida recordando siempre con cariño aquel fantástico viaje que, montado en su bicicleta, marcó su infancia.











viernes, 5 de abril de 2019

DE REFILÓN













      Después de algunos años viéndose de refilón, aquella tarde se volvió a ver naufragando en las profundidades de sus ojos.