viernes, 31 de mayo de 2019

OLGANTHOR Y LOS ALKHEOS









 
   Los seres sin manos ni pies que habitaban el subsuelo en complot con Olganthor, dios de la oscuridad y de la ignorancia y experto en maquiavélicas maldades, extendieron su negro poder por el pueblo desterrando a los alkheos, seres de luz que vivían entre las rocas pacíficamente y que se alimentaban de las hojas de los árboles. Las claridades huían dejando un paisaje desolado y desértico donde campaban a sus anchas estos engendros que adulaban a Olganthor y que aceptaban de su parte órdenes expresas de hacer desaparecer las hojas, fuente de alimento de los alkheos. Eran los mandatos del dios, del que recibían por sus servicios profusas donaciones de seres humanos a los que devoraban vivos. Los musélidos que así eran llamados, cumplían la tarea impuesta por el dios con la diligencia y la certeza de la muerte y lo obedecían de manera precisa, mientras él, sentado en los confines de aquel país perdido, organizaba el juego. Los alkehos, valientes e indómitos no se dejaban amedrentar, y pese a la falta de alimento hacían frente a los musélidos como podían, sobreviviendo a base de escarbar en el suelo y comer las raíces de las flores, que aún quemadas por el viento, también a las órdenes de Olganthor, las conservaban frescas y jugosas en las profundidades de la tierra. Sin embargo, no fue bastante y los alkehos se vieron obligados a guarecerse al suroeste del país, en un territorio apocalíptico donde no tenían apenas agua y donde eran sacrificados poco a poco en honor a Olganthor, dios de cortas entendederas, pero de nauseabunda maldad. Una vez más, la oscuridad se cernía en aquel pueblo, el cual llevaba casi ocho siglos soportando a aquella estúpida alimaña que, de acuerdo con los musélidos, quería acabar con todo aquel que no se sometiera a sus designios.
      El sol, a quien Olganthor robaba su calor y su luz, se sentía impotente y cada vez más bajo, sus débiles tentáculos trataban de aferrarse a las piedras picudas de aquellas altas, inertes y frías montañas que no hacían sino ayudar a apagar su intensidad. Olganthor había triunfado de nuevo y tras dar renovadas órdenes a sus sirvientes y guardianes, se retiró a sus aposentos, donde se embriagó una y otra vez con un vino hecho a base de sangre y plantas cuyo veneno le proporcionaba la fuerza que necesitaba. Una vez completamente borracho, se dormía profundamente exhalando de su repugnante boca un olor fuerte y hediondo que saturaba el aire ya de por sí irrespirable que había en el castillo en el que habitaba. Así, dormía durante varios días.
      Se abatía la noche que parecía eterna en aquel pueblo y la ignominia y la injusticia se extendía envuelta en nubes infenales que arrasaban cualquier atisbo de vida. Los alkheos junto con los malhuis, otro pueblo sometido, pensaron sin más organizarse para acabar con Olganthor y con los seres que se arrastraban por el subsuelo y en aquel rincón del país, comenzaron a maquinar su liberación y la de todos aquellos que se encontraban prisioneros de la maldad y del dominio del dios.
      Informados por Malah, el ave cantora dueña de los cielos, lograron adivinar donde tenía el dios su morada y sin pensarlo, malhuis y alkehos se pusieron en marcha con el fin de acabar con la vida de éste. Eran muchos siglos de opresión y de vida indigna que  Olganthor, rey de los tiranos, extendía por aquel pueblo y por ende, por todo el país, pues su poder, cimentado en amenazas, chantajes y tristes sobornos, se desbocaba como un río de aceite hirviendo que arrasaba todo a su paso. Así, un pequeño grupo de alkheos y malhuis, los más aguerridos, cogieron sus armas consistentes en pequeñas flechas elaboradas con finos y cortantes cristales extraídos de la garganta de la tierra y de una dureza extraordinaria, tal era su consistencia y sus afiladas formas que eran capaces de atravesar y desmenuzar las rocas sin apenas esfuerzo. Por fin llegaron al hogar del Olganthor, situado en todo lo alto del Pico del Lobo Ciego, una elevada montaña desde donde el sátrapa gobernaba a piedra y martillo aquel pueblo y por poco, aquel lejano país. Durante días, los aliados estudiaron la situación y averiguaron que un día si y otro también, el miserable tirano se emborrachaba en el salón de su palacio, construido a base de cráneos y huesos humanos y mientras lo hacía, maquinaba maldades y canallescas aventuras con el fin de perpetuar su negro poder.
      Era una noche tan oscura que solo el brillo de las puntas de sus flechas proporcionaba algo de luz a los alkehos y a los malhuis y así, sigilosamente y tras poner a los guardianes de la fortaleza una droga elaborada a base de matacabras, ricino y adelfa mezclada con el vino, eliminándolos, penetraron por fin en la tenebrosidad del castillo, que pobremente iluminado, esparcía el eco de la voz de Olganthor en su borrachera más atroz por todos los rincones. Lo encontraron panza arriba murmurando algo inconexo, tumbado sobre su camastro de azules sedas y custodiado por dos gaviotas negras, cuyos picos punzantes se abrían una y otra vez emitiendo unos sonidos más terroríficos aún que los ronquidos de su dueño. No les resultó fácil deshacerse de aquellos pajarracos que nada más verlos se lanzaron al ataque, entre los gruñidos y ronquidos de aquel borracho desgraciado. Tras unas escaramuzas con aquellas gaviotas del averno en la que dos malhuis y un alkheo perdieron la vida, los demás pudieron librarse de ellas acosándolas con sus flechas, que las herían y desgarraban hasta que, faltándoles la vida, cayeron por la ventana del inexpugnable castillo, dejando a su amo a merced de los visitantes.
      Olganthor alucinaba bajos los efectos del vino cuando lo sacaron del camastro y lo colgaron de una de las torres del castillo y sin más, alkheos y malhuis desenfundaron sus dardos y lo acribillaron. Las flechas atravesaban su cuerpo sin dificultad, arrancando su carne y provocando escorrentías de una sangre que, como una lluvia ácida, caía sobre la tierra y que se introducía en ella provocando humaredas llegando hasta las entrañas de la misma, donde habitaban los seres sin manos y sin pies, lacayos de Olganthor. Y asimismo, aquellas gotas hirvientes como lava de volcán y afiladas como hirientes cuchillas, finalizaban su recorrido sobre los cuerpos deformes de los musélidos, que perecían agujereados por las chispas lacerantes que provocaba la sangre del tirano. Todo fue tan rápido que los alkheos y los malhuis se apresuraron a dejar aquel lugar y regresar junto a los suyos, proclamando en su camino de vuelta la buena nueva, y es que Olganthor, el dios tirano, había perecido arrastrando consigo toda la negra marea de hostilidad y opresión que había impuesto con sus malas artes durante más de ocho siglos.












sábado, 18 de mayo de 2019

BLANCA Y RADIANTE VA LA NOVIA








      Con todo el mimo del que eran capaces de prodigar sus manos, Ceferina iba metiendo una por una las fotografías de su boda en el triturador de papel que había comprado expresamente para tal efecto. Una vez terminó, los jirones de papel que quedaron tras la masacre volvieron de nuevo a aquel artefacto y esos mismos jirones pasaron a ser pedacitos que no superaban ya los cincuenta milímetros. A medida que aquellas fotografías se iban destruyendo, el corazón de Ceferina iba soltando todo el lastre de odio que durante años había ido acumulando y que le pesaba como un costal. Después reflexionó y tras analizar cómo comenzó su matrimonio, no le extrañaba que hubiera acabado como el Titanic.
      Se casó un sábado 29 de mayo en su pueblo, en una calurosa tarde de raras tonalidades grises, propensa a las tormentas y a los chaparrones. Aquel día, compuesta la novia con un vestido blanco de raso y pedrería cuajado de barrocos perifollos y cargada con todas las joyas de que era capaz de soportar su cuerpo, Ceferina se bebía nerviosa su octava taza de tila entre las voces y los gritos de las mujeres de la familia, preocupadas de que todo saliera a pedir de boca. La boda era a las cinco y media y justo cuando iba a salir la novia de su casa, un enorme trueno encogió los corazones de todos los que allí se encontraban. A este trueno siguió otro y otro más y los relámpagos iluminaban el cielo como si se fuera a producir el fin del mundo. Marcelina, la madre de la novia, de mantilla y peineta, había tirado la lámpara del saloncito dos veces en un par de envites ejecutados con la fuerza que dan los nervios y los centímetros de que estaba compuesto el adorno que cubría su cabeza y con el que parecía que fuera echar a volar de un momento a otro. Se asomó al escuchar el enésimo trueno y vio un cielo negro como boca de lobo que, amenazante, cubría el pueblo de punta a punta. El relámpago fue espectacular y Marcelina, dando un grito, entró en la casa.
      Avisada por su madre, Ceferina se asomó por una ventana y vio como sobre ella se cernía aquella negritud que prometía aguarle su lucimiento. Tras la sugerencia  de que se trasladara a la iglesia en coche por si el cielo se desbocaba, ella se negó en rotundo. Nadie, ni humano ni divino iba a estropearle el día más importante de su vida, y por supuesto, no iba a ir a la iglesia arrebujada dentro de un coche. Eso, en el caso de que hubiera espacio suficiente en él para un vestido cuya cola sobrepasaba holgadamente la decena de metros y cuyo velo, más parecía un mosquitero que otra cosa.
      El tintineo se oía por toda la casa cuando la novia, con los nervios de punta iba de un lado para otro. Las tumbagas brillaban tanto como los relámpagos, los collares que cubrían su pecho, botaban sobre él empujados por el brío de los suspiros que exhalaba y que partían de su corazón y las pulseras, de plata y oro y algunas de pura quincalla ponían la banda sonora a la estrepitosa salida de Ceferina.
      No bien hubo puesto un pie en la calle y mientras las damas de honor extendían la cola de la novia, para lo cual tuvieron que retroceder hasta Alaska, los relámpagos coronaron la salida y a toda pastilla, la novia comenzó a caminar del brazo de su padre, al que, con setenta y cuatro años, llevaba a los pies de los caballos. Al doblar la esquina comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, gordas y húmedas como hipopótamos, que se repartían con una violencia inusitada sobre la comitiva que, alarmada, intentaba refugiarse bajo los balcones y soportales de las casas vecinas. Cuando Ceferina se dio cuenta de su error en su empecinamiento de ir andando a la iglesia era ya demasiado tarde. La tromba de agua no se hizo esperar y se abatió como una negra maldición sobre todos los que en un acto de fe acompañaban a la simpar novia, la cual, aguantaba estoicamente el chaparrón. Poco o nada se pudo hacer, pues en menos de cinco minutos la calle se convirtió en un torbellino de aguas rojizas que la inundaba de una acera a la otra. Ceferina, empapada hasta los huesos, se aferraba con fuerza al brazo de su padre mientras trataba de no caerse en aquel río de aguas despendoladas que anegaban su camino. Lejos de aplacarse, la tormenta seguía descargando hasta tal punto que la novia hubo de parar bajo un misericordioso balcón entre los gruñidos de su padre y las lágrimas que empezaban a resbalar por su rostro, unas lágrimas más cercanas ya a la desesperación que a la emoción. Parecía que las aguas volvían a su cauce y las negras nubes comenzaban a abrirse, cuando la novia volvió a cogerse del brazo de su padre para continuar la odisea que la llevaría al altar. No pudo. La cola de más de diez metros de longitud había cogido tal cantidad de agua y barro que su peso se quintuplicó y por mucho que quería tirar de ella, le fue imposible. Las damas de honor corrieron en su auxilio y arremangadas, se dispusieron a aliviar el peso de la cola retorciéndola por donde podían y tratando inútilmente de extraer de ella los cientos de litros de agua que acumulaba. Los invitados mientras tanto, como una cuadrilla de gatos mojados maullaban exasperados ante el desastre que estaban viviendo y, Marcelina, la abnegada madre, en un acto de rabia y dignidad, se arrancó la peineta que llevaba más torcida que la Torre de Pisa y se dispuso a ayudar a su hija, que entre gritos y llantos se revolvía como una pantera. Cuando llegó a su destino, Ceferina era un amasijo de blondas destrozadas, velos arrugados hechos jirones, flores ultrajadas por las aguas pero además, pudo comprobar desolada como la pulsea de oro que su futuro marido le había regalado el día que se comprometieron oficialmente, dejaba una sospechosa capa de verdina sobre su muñeca. A esto, su cara era todo un poema enmarcado por los churretes que dejaban entrever a todas luces un exceso de maquillaje y sus ojos apenas se adivinaban manchados por el rímel, que se deshacía y provocaba escorrentías en su rostro. Ya dentro de la iglesia, llevaron a la novia a la sacristía con el fin de recomponer un poco y en la medida de lo posible aquel cuadro de bochorno y dolor que era Ceferina. Por fin y a duras penas, la novia llegó al altar entre la conmoción de los asistentes y el agudizado llanto de Marcelina que no ayudaba a controlar aquel naufragio. Amando, el que iba a ser su marido durante siete largos e interminables años dejó escapar una tenue sonrisa maliciosa aguantando la carcajada y cuando el párroco le preguntó si quería por esposa a Ceferina, anduvo unos minutos pensativo, sin decir palabra. Hasta tres veces el cura le preguntó, hasta que con tono resignado y mirando a aquella atribulada novia entonó un "sí" débil y de poca convicción. Ceferina tampoco fue muy allá y su "sí" sonó acongojado mientras miraba a los ojos a su marido que parecían anunciarle desde ese mismo momento que aquella historia que se iniciaba no iba a ser fácil y que se compondría de rayos, truenos y centellas, como aquel 29 de mayo.
      La tarde se apagaba mientras Ceferina terminaba de destruir las fotografías que daban crédito a un matrimonio fallido desde mucho antes de que ella se viera envuelta en aquella marejada de aguas turbulentas, un matrimonio que quizás fracasó desde el mismo momento en que sus ojos se encontraron por primera vez bajo los focos de aquella discoteca. Una vez finalizada su labor, Ceferina descorrió los visillos de la ventana y mientras veía caer la lluvia, sus ojos acristalados se desbordaban por las lágrimas.









domingo, 5 de mayo de 2019

AMOR DE MADRE








      Pasaron tantas lluvias sin mojar su corazón que ya no sentía. Se volvió áspera y solitaria como un eremita ajeno a la palabra de Dios. Su aspecto era el de  una encina protectora, robusta y fuerte, pero la protección que un día prodigara se volvió desamparo y rencor. La desafección era lo único que la unía al mundo junto con el odio. Se dejaba arrastrar además por un victimismo que la desequilibraba aún más, sintiéndose ultrajada por todos, hasta por sus hijos, a quienes tanto quería.
      Aquella tarde, la ira hizo presa en ella, una ira descomunal, terrorífica, que la llevó a abrirse las carnes con un cuchillo de grandes dimensiones que encontró en el garaje y que ella misma había escondido allí, cuando la cabeza aún le decía que podía controlarse a sí misma si no había nada a su alcance con el que poder hacerse o hacer daño. Cuando la encontraron sus hijos de doce y catorce años respectivamente, estaba bocarriba en la cama y en sus brazos heridos se dibujaban surcos de los que manaba la sangre como pequeños riachuelos y que empapaban la sábana y el colchón, en un revoltijo rojiblanco que hilvanaba ruidosos estertores. Sus ojos mientras tanto, cada vez más cerrados, indicaban que comenzaba a encontrar el sosiego. Los niños, asustados, gritaron con tal fuerza que alertaron a los vecinos que trataban inútilmente de abrir la puerta, cerrada a cal y canto. Por fin, Javier, el vecino del segundo, de una patada la derribó y entre los llantos de los niños se dirigió al dormitorio y allí la encontró, envuelta en sábanas y hemorragias. Rápidamente llamó a  los de urgencias y en media hora se presentaron. Mientras tanto, Javier trataba con todo el valor que despliegan los corazones buenos, controlar en la medida de lo posible aquel desastre.
      Marga murió en el hospital con la yugular seccionada en dos tajos y todo lo hizo por amor a sus hijos, porque a veces, a solas con ellos, no le había faltado el deseo disparatado de matarlos, de hacerlos desaparecer de la faz de la tierra, tal era la fuerza y el descontrol de sus emociones, cada vez más oscuras y exacerbadas. Cuanto más pensaba en ello, más le atraía la idea de eliminar a sus vástagos y no dejar en la tierra ninguna huella de sus vestigios.
      Cuando sucedió todo era el Día de la Madre y tras recibir los regalos de los hijos, decidió hacerles asimismo el mejor de los regalos y se dispuso por segunda vez a darles la vida. Y apurando el último bombón de la caja roja que le había regalado Fernando, el menor de los niños, comenzó el ritual, el aquelarre con el que puso fin a sus días y con el que a la vez, prolongó los de sus hijos. A eso se le llama amor de madre, un amor eterno e incondicional labrado a sangre con el filo de un cuchillo.