martes, 2 de noviembre de 2021

COMO ALMAS PERDIDAS

 




      La noche era fría y una llovizna tenue salpicaba el empedrado de las calles del barrio más antiguo de la ciudad. Las farolas emitían su luz débilmente y apenas alumbraban el camino de los noctámbulos que iban de un lado a otro buscando unos tragos y un cuerpo cálido en el que acogerse. Uno de los lugares más frecuentados por todas estas aves nocturnas era la calle de la Gaviota, muy cerca del puerto, donde proliferaban bares, tabernas y prostíbulos, un lugar áspero e inhóspito desbordado por la delincuencia, que, para él, era una especie de paraíso terrenal cuando se encontraba entre los brazos de Aline, la prostituta francesa de ojos claros y mirada perdida, cuya blanca piel había sido sometida a la tortura de impíos latigazos propinados por el que un día fuera su marido, Xavier Garmendia, un desalmado terrateniente del norte, cuya fuerza residía en su innata cobardía y en su obsceno poder y cuya riqueza rezumaba a cada momento la sangre de todos aquellos que trabajaban para él. Ella era la única en aquel cuartucho de paredes forradas de ajado terciopelo rojo y decorada con enmarañados tules, y cada noche, emergía para él como una diosa, para después dormir a su lado. Tenía en su cuerpo veintinueve cicatrices que parecían estremecerse cada vez que él las besaba, pero en realidad, era en su corazón donde Aline guardaba las que, aún abiertas las heridas, no dejaban de sangrar. Eran más de las cinco de la madrugada cuando él la abandonó, dejando sobre la mesilla unas monedas que ella solía rechazar, pero que aceptaba a regañadientes ante su insistencia y que nunca eran suficientes para pagar aquellas horas de dulzura que le hacían reencontrarse a sí mismo, como si en su tortuoso camino de desniveles y curvas, encontrara por fin el sendero firme y llano que lo llevara indefectiblemente a su destino. El sol despuntaba, pero él seguía recorriendo aquellas callejas, una vez soltado de la mano de su enamorada, y mientras cerraban los bares, se dirigía a su casa sumido en una descomunal tristeza que le despojaba de todo consuelo y cuando cerraba la puerta y las paredes lo aprisionaban, se sentía como en otro lugar, desalojado de todo aquello que amaba.

      Los días pasaban y a veces, visitaba a sus antiguas amistades, pero casi siempre llegaba borracho, y poco a poco, fueron cerrándole sus puertas quedando en el más absoluto abandono, pero, ¿quién los necesitaba?, él tenía a Aline y siempre podría ir a refugiarse en aquella fantasía donde lo único real era ella.

      Las heladas eran cada vez más intensas y aquellas madrugadas le resultaban cada vez más inhóspitas. Ya ni el calor del alcohol lograba consolarlo, ni sus disputas con otros pendencieros que violentaban la noche con sus actos criminales, ni sus conversaciones con Félix, el dueño del cafetín donde Aline había trabajado como bailarina en tiempos pasados. Solo le reconfortaba su amor por ella, que parecía haber trascendido los avatares del tiempo.

      Se acercaba noviembre cuando Aline desapareció, solo dejó para él una cruz de plata con dos palomas en el centro y colgadas de sus brazos, dos iniciales en mayúscula: una A y una G junto con una nota que decía que no la buscara, pues tarde o temprano volverían a verse. Nadie sabía a donde había podido ir, ni siquiera se había llevado equipaje y sus pocas pertenencias permanecían allí, en aquella habitación rojiza y velada, donde él había encontrado su refugio. Tras una desesperada y exhaustiva búsqueda, registrando cada lugar y cada rincón de la ciudad y no dando con pista alguna que le indicara donde podía estar, sus pasos le guiaron hasta el cementerio viejo, el llamado Cementerio de los Ausentes, cuyas ruinas se vislumbraban al caer la tarde, coloreadas por los tonos rojizos y malvas que les imprimía un cielo arrebolado de nubes grisáceas y blancas que se mezclaban con los débiles rayos del sol, que anunciaban ya el anochecer. Cuando llegó, no había puertas que abrir, pues estaban en el suelo caídas, desvencijadas por el paso del tiempo, y al entrar, el ruido del aleteo del vuelo de un mochuelo agitó su inquieto corazón y puso en alerta todos sus sentidos. A mano izquierda y tras un ruinoso panteón de nobles olvidados y detrás de una tumba de mármol derruida, encontró otra menos suntuosa, que, sin embargo llamó su atención. Su mármol rosado resistía los envites del tiempo y su cruz, se elevaba en una verticalidad absoluta. La lápida estaba cubierta de hojas y no se veía bien quién la ocupaba, sin embargo, cuando miró la cruz que se erigía frente a él, un temblor helado lo recorrió de parte a parte, pues era la misma cruz que Aline le había dejado tras su desaparición, con las dos palomas centrales y las dos iniciales colgando de sus brazos. Rápidamente y con desesperación, barrió las hojas que cubrían la lápida con las manos y pudo leer: "Aquí yace Aline de Garmendia, fallecida el 3 de enero de 1728. Que Dios la tenga en su gloria y atienda las necesidades de su alma", y más arriba, un desgastado retrato dejaba entrever los ojos claros y la mirada perdida de Aline y la dulzura de su gesto. Sorprendido, sintió una gran paz interior en ese mismo momento y, dando un suspiro de alivio pensó: "Por fin has encontrado la paz. Descansa dulce Aline, porque yo velaré tu sueño desde el mío." Después, extrajo la cruz de plata que llevaba guardada en la chaqueta, la besó y la dejó sobre la lápida y poco a poco fue alejándose de allí y mientras la noche se iba cerniendo sobre el cementerio de los Ausentes, dos monjes aparecieron indicándole el camino, y hubo quien aquella noche, vio la sombra de un hombre que atravesaba uno de sus muros yendo a parar al recinto donde se daba sepultura a los condenados y ese alguien pudo comprobar con sus propios ojos como aquella figura desparecía por entre las ruinas y se introducía como si huera humo en una fosa sin nombre. En ese mismo momento, comenzaba a salir la luna, abriendo paso a la noche de las Ánimas. Corría el año 1880, y las almas de Aline y el caballero sin nombre, tras muchos años vagando perdidas, por fin habían hallado el camino de la paz y el eterno reposo.

      Aline Barbier era una joven francesa que fue propuesta en matrimonio a Xavier Garmendia, un rico hacendado español. Tras varios años de torturas infligidas de manera cruel por éste, la muchacha convino con un joven de su servicio, que acabaría por convertirse en su enamorado, acabar con la vida de su marido, como así sucedió. Tras la detención de ambos como principales sospechosos del asesinato, él se declaró único culpable y murió ajusticiado, mientras que ella falleció no mucho tiempo después, atormentada por la pérdida de su amado, tras abandonar la hacienda donde vivía con su marido y sobrevivir ejerciendo la prostitución. Sus almas, perdidas en el espacio y en el tiempo durante casi dos siglos, pudieron por fin reencontrarse y encontrar el descanso y la gloria eterna. Feliz Día de las Ánimas.

      La lámina que ilustra este relato es del genial pintor e ilustrador Gustave Doré, para la obra de Dante "La Divina Comedia" y representa el momento en que un alma en pena regresa a su tumba para alcanzar de una vez por siempre el eterno reposo.