sábado, 27 de julio de 2019

EL FANTASMA DE LA TIENDA DE ZAPATOS









      Decían que en aquella vieja tienda de zapatos y sombreros hacía tiempo que vivía un fantasma. Había quién lo había visto de refilón mientras paseaba por aquella antigua y hermosa calle un atardecer de verano. Había quién decía que había visto su reflejo en los brumosos cristales del viejo escaparate y otros, los más atrevidos, se aventuraban a decir que el fantasma pertenecía al señor Cosme, el zapatero, que murió a mitad del siglo pasado en circunstancias nunca aclaradas. La tienda estaba cerrada desde hacía casi treinta años y su último dueño fue un nieto del zapatero, Fernando Luque, que la mantuvo hasta que pudo. Los tiempos cambiaron tanto que ya casi nadie acudía a la pequeña tienda, pues los grandes almacenes lo invadían todo, ofreciendo toda clase de artículos a precios de ganga, aunque de dudosa calidad, contra los que aquel negocio, como tantos otros, no podía competir. Don Cosme era un zapatero con el pundonor de que hacen gala los grandes artesanos. Sus zapatos, comentaban sus clientes, eran extremadamente cómodos y duraderos y eran famosos por ello en toda la región. La tienda acogía desde los más finos zapatos de paseo para las damas, hasta las más duras abarcas para los trabajadores del campo y  todos estaban hechos de manera concienzuda, de tal modo que en los más de cuarenta años que llevaba Cosme con su zapatería, no había tenido ni una reclamación. Por otra parte, él se encargaba de arreglarlos cuando el uso y el paso del tiempo provocaba daños en ellos, dejándolos siempre a estrenar como él mismo les decía a los clientes que acudían a su negocio en busca de un arreglo para su calzado. Fernando ya no fue zapatero, pero sí siguió con el negocio de su abuelo y estuvo al frente del mismo durante más de veinte años. Con el paso del tiempo y las exigencias que éste trae consigo, el negocio se fue ampliando y además de zapatos y sombreros, se comenzó a vender otros artículos como objetos de cerámica, telas e incluso libros. Todo con el fin de mantener aquel pequeño comercio que llevaba casi un siglo en funcionamiento y que, con sus altibajos había dado de comer a tres generaciones. Sin embargo, poco a poco y pese a los esfuerzos de su propietario, el negocio fue decayendo de manera inexorable. Pasaban los días y Fernando apenas vendía lo suficiente para subsistir él y su pequeña familia, compuesta por su mujer y sus dos hijas. Las deudas lo fueron engullendo y cuando se quiso dar cuenta, la pequeña tienda había pasado a pertenecer a uno de los tres bancos situados en el pueblo. Fernando se tuvo que ir, cerrando con la tienda una etapa de la historia de su familia y llevándose consigo la alegría de los tiempos felices y la amargura de quien abandona forzosamente su hogar.
      Cuentan que unos turistas que paseaban por aquella calle y que pasaron por delante de la pequeña tienda, mientras miraban curiosos a través del escaparate los objetos que permanecían en él desde hacía más de veinte años envueltos en el polvo que imprime el paso de las estaciones, se asustaron cuando creyeron ver en el interior la silueta borrosa de un hombre maduro, de pelo largo y gris, que cruzó la estancia y que se quedó parado unos segundos frente a la puerta de cristales. Cuando se acercaron a la misma y tras chocar sus ojos contra los de aquella espigada y desgarbada figura, tuvieron que frotarse los ojos porque en ese mismo momento desapareció sin dejar rastro, difuminándose al instante. Al mismo tiempo se levantó una leve brisa, tan fría que caló los huesos de los turistas. Era julio y a más de treinta grados, se les heló el corazón.
      Poco tiempo después del cierre de la tienda, hallaron el cadáver de Fernando colgado de una rama de la higuera vieja que solía frecuentar con su abuelo en el tiempo en que las brevas eran dulces y jugosas y en el que escuchaba embelesado la voz grave y serena del mismo, que le contaba historias y cuentos y que, le iba pelando con sus manos de zapatero los frescos frutos que acababan deshaciéndose como el azúcar en su boca. Su padre, mientras tanto, dedicado a las labores del campo, sonreía contemplando la escena. Tenía cuarenta y tres años y la vida se había vuelto insoportable para él. Su mujer y sus hijas se marcharon del pueblo para siempre, llevándose en el corazón una herida profunda de la que nunca sanaron.
      Cada cierto tiempo, en el pueblo surgían de nuevo los rumores del fantasma de la zapatería y la Plaza Mayor, presidida por sus dos torres irregulares, se convertía en un hervidero de conversaciones a costa del ser de otro mundo que habitaba en aquella tienda cerrada. Y así, evitaban pasar por delante de ella y cuando no les quedaba más remedio que hacerlo, lo hacían tan deprisa y con tanta inquietud que a menudo olvidaban a donde dirigían sus pasos.
      Contaba Pepita, una vecina del inmueble, que había oído ruidos dentro de la tienda, que eran como unos pasos que a veces se trastabillaban y que oía golpes y el ruido de las bisagras oxidadas de las puertas. Tanto era así que se enterraba muerta de miedo entre las sábanas y tapándose la cabeza, permanecía con los ojos abiertos hasta el amanecer, cuando las campanas de las torres comenzaban a sonar avisando a los durmientes de que comenzaba un nuevo día y con él, una nueva jornada de trabajo. Algunos como Pepita, ya estaban despiertos y con tal desasosiego que abrían sus puertas y corrían a la calle, donde en compañía de los vecinos, calmaban su inquietud.
      El misterio iba en aumento, así que las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto y efectuar un exhaustivo registro en la tienda para acabar así con los dimes y diretes y con toda aquella historia del fantasma que consideraban era más cosa de supersticiones que de realidades. El alcalde en persona junto a dos policías municipales se personaron y antes de entrar ya percibieron cierto escalofrío mientras el olor a humedad y a cerrado les abofeteaba con rudeza. Estaban ya dentro cuando a mano izquierda de la pequeña tienda, sobre el mostrador encontraron el esqueleto de un gato y más allá, observaron como las viejas cortinas que daban paso al almacén se movían de un golpe brusco que los puso en guardia. Entraron más adentro no sin cautela, pero allí no había nada, salvo un buen montón de cajas de zapatos y algunos sombreros de paja envueltos en telarañas y polvo. Salieron y atravesaron la estancia para dirigirse a un pequeño patio que había al fondo, cuando a mano derecha, en un hueco que había entre la puerta y un viejo chinero, vieron a alguien de espaldas. Salieron a toda prisa de allí y ya en la calle y con el corazón que se les salía por la boca, no daban crédito a lo que habían visto. Entonces la puerta se cerró y oyeron como desde dentro, echaban la llave.
      La figura que habían visto no respondía a las características del viejo Cosme, de quién se había dicho siempre que podría ser el fantasma. Era mucho más alta, casi tanto que su cabeza pegaba al techo y sus brazos colgaban moribundos, como queriendo rozar las losas que conformaban el suelo. Estaban tan aterrados que decidieron no decir nada o los tomarían por locos. Así se despidieron y dejaron el asunto correr.
      En realidad nunca se había ido, su hogar fue siempre la tienda, ese pequeño espacio que tanto compartió con su abuelo y que después se convirtió en su casa, pues allí vivía con su esposa e hijas, en la segunda planta, a donde ahora mismo se dirigía. Eran ya las seis de la tarde de un caluroso domingo de julio y Fernando, atravesando el espacio y el tiempo, paseaba su incorpórea forma por entre las rendijas que comunicaban unas habitaciones con otras. Subía las escaleras que crujían levemente a su paso y sentía (si es que los fantasmas sienten) el abrigo del hogar con toda su intensidad. Desde el segundo piso podía oír (si es que los fantasmas oyen) las voces infantiles de sus hijas, que corrían y jugaban entre las flores que poblaban el patio de detrás, así como a su mujer, que canturreaba mientras preparaba la comida. Y pegado a su corazón (si es que los fantasmas tienen corazón) estaba el de su abuelo, que después de tanto tiempo, aún latía.














sábado, 13 de julio de 2019

LA CÁMARA DE FOTOS







      A veces, cuando el alma comenzaba a agotarse, salía de casa y buscaba con qué reanimarla. Una cámara de fotos era más que suficiente y una mirada a su alrededor hacía que comenzara el proceso. A su vez, viajaba con la imaginación a lugares excepcionales donde abrazar a un amigo o donde volver a recordar las aventuras de su infancia y mientras paseaba, captaba con sus ojos la belleza que encerraban las cosas y el objetivo de la cámara, imparable, aprehendía todo aquello que provocaba en él la paz y el ánimo que parecía perder cuando la esperanza parecía diluirse entre la hojarasca de un otoño que había llegado casi de improviso.
      El campo era infinito y un universo conocido y a la vez desconocido se abría cada tarde ante su inquieta mirada cuando se alejaba del pueblo entre olivos y riachuelos, los cuales, corrían avezados rompiendo el silencio con sus aguas traviesas, que se deslizaban por entre las piedras en un juego diáfano de música que arrastraba las hojas de algunos árboles que, llegado el otoño, se desvestían sin prisa, como el cuerpo y el espíritu de un amante entregado.
      Así, cada tarde, salía a buscar la felicidad de saber que a veces la soledad deseada es un alivio y que su mundo giraba en torno de todo aquello que le proporcionara el ímpetu que necesitaba para aligerar sus pasos. Algunas veces, se detenía ante alguna cascada que brincaba rebosante de vida desde unos metros de altitud y que se despeñaba regalando sus  frías y puras aguas a todo aquel peregrino que quisiera beber de ellas. Después de descansar un rato y tras fotografiar los instantes de libre caída de las aguas y de grabar en su recuerdo el hermoso sonido que provocaban, se alejaba buscando otros lugares. Entonces solía recalar en alguno donde podía escuchar su voz de niño y la de sus amigos, que, alborozados, inventaban mil juegos entre las ruinas de alguna casa o en los alrededores de la misma, a campo abierto. Y era entonces cuando utilizaba su otra cámara: la de la memoria, captando con absoluta nitidez aquellas escenas que coprotagonizaba con sus compañeros de juegos, ordenándolas con mimo en los archivos de su corazón.
      El objetivo de su cámara parecía acariciar los motivos que fotografiaba a su paso: las nubes, que en las tardes otoñales de lluvia se vestían de gris y se separaban unas de otras para luego volver a plegarse debajo de un cielo intensamente azul que trataba de abrirse camino entre ellas, muchas veces, sin éxito. La vieja noria, cuyos cangilones dormían bajo el agua soñando con que alguien supiera las palabras mágicas para despertarlos. Los caminos, labrados a base de historias, de pasos entregados al trabajo, de madrugadas y de madrugones, de voces vivas de gentes sencillas, de barro y piedra, de soles y azulados anocheceres. Y los olivos, que lo envuelven todo en un verde intenso que se vuelve de plata con la distancia. Todo eso quedaba aprisionado cada vez que apretaba el botón en cada fotografía y todo eso era almacenado cuidadosamente en el disco duro de su máquina en los momentos en los que echaba a andar sin rumbo definido por aquellos campos que lo rodeaban.
      A veces se le hacia tarde, tanto que la luna comenzaba a asomar tímidamente sobre las colinas de olivos y las estrellas comenzaban a despuntar temblorosas y blancas cubriendo el cielo, que poco a poco iba adquiriendo las tonalidades azules, naranjas y violetas que nos anuncian la noche, la cual, oscura y misteriosa, le hacía volver sobre sus pasos. Había pasado un día más.
      Atravesaba el pueblo hasta llegar a su casa y entonces, revisaba su botín de imágenes. Y de entre las cientos de fotos que realizaba, seleccionaba aquellas en las que había logrado transmitir sus emociones y también aquellas que le confirmaban la belleza de las pequeñas cosas que lo rodeaban. Después, frente al ordenador, volvía a respirar el olor a tierra mojada, volvía a sentir el crujir de las hojas secas de los árboles bajo sus pies y volvía a ver los colores de alguna flor tardía. Y allí mismo, volvía a respirar profundamente, con la sensación de que muerto el día, él volvía a renacer.












sábado, 6 de julio de 2019

MI PUEBLO








Mi pueblo, de limpios
atardeceres,
De nubes vigilantes,
De tardes sencillas,
De recordadas ausencias,
De luz encallada en sus
calles tranquilas,
De sueños perdidos en
sus calladas piedras.
A veces se duerme
cuando se despierta,
con los rayos tibios
del sol que se aleja.
Y tras los olivos,
guardianes en vela,
resiste en silencio
bajo las estrellas.