sábado, 14 de noviembre de 2020

MÁS ALLÁ DE PORTUARIA

 




      La ceguera les impedía ver que un mundo de inmensas posibilidades les aguardaba tras la muralla impuesta por el rey, y que cerrarse en sí mismos no era solución, sino la lucha, pero no veían más allá de las colinas de humo que sobresalía de las chimeneas de sus casas. Aquel reino gobernado por Menhiades, el temible dios de la Agonía había sido en otra época lugar de encuentro entre culturas y un próspero país donde sus habitantes vivían felices y sin miedo, no faltándoles de nada, pues su agricultura era una fuente de ingresos notable, y la pesca era rica y abundante. Además poseían en sus dominios la más diversa minería y una incipiente industria relacionada con la misma. Sin embargo, todo aquello cambió con la irrupción de un rey proveniente de lejanos confines con un poderoso ejército que intimidó y se apropió de aquel pequeño, pero feliz territorio. Sus playas, que en otro tiempo eran límpidas y de color esmeralda, se habían teñido del color del luto y se caracterizaban por una extraña frialdad que dejaba entumecidos los músculos de aquellos que tocaban sus aguas y la tierra, había dejado de producir con la misma intensidad de antaño, mientras que la industria quedó casi paralizada.

       Los habitantes de Portuaria llevaban lustros sin ver el arco iris, en realidad, llevaban mucho tiempo sin ver nada, presos en la ceguera que con sus trucos y mañas había extendido entre ellos el rey. Solo Amélie y Saylah, las hermanas que vivían en lo alto de la montaña y que a menudo viajaban subidas en las nubes, podían divisar desde las alturas el otro universo. Y maravilladas, cuando bajaban al pueblo, contaban a los vecinos las excelencias de lo que habían visto: cientos de hermosos países por conocer, millones de seres humanos de distintas etnias y costumbres, el amor en sus más diversas acepciones y un universo donde imperaba la libertad. Nada de lo que contaban parecía hacer mella en aquellas gentes, que, baja la mirada y sumergidas en los abismos de su ceguera, daban la espalda a las hermanas y continuaban apáticamente sus labores cotidianas, mientras de soslayo, las miraban con odio desde la negritud que las atenazaba.

      Menhíades, imbuido en su propia maldad y en su afán de mantener el poder adquirido en base al atropello y al engaño del espíritu de su pueblo, mantenía una dura batalla con Asumpta, una joven campesina que tenía el poder de abrir las montañas y de hacer correr los ríos y también el de hacer que el viento sembrara la tierra de aire puro. El malvado rey quería destruirla a toda costa, pues la joven pretendía derribar los diques que rodeaban la región a la que gobernaba, abrir las compuertas y que el sol acariciara a aquellos hombres y mujeres, helados por la ofuscación. Para ello, envió a dos de sus sirvientes, Hertho y Cristiano al lugar donde vivía Asumpta ordenando quemar su casa y asesinarla. No bien se iban acercando a ésta, notaban a su vez como la tierra se resquebrajaba bajo sus pies abriendo profundas simas. A duras penas pudieron agarrarse a un árbol para no caer en los abismos que se iban conformando a su alrededor y a duras penas Asumpta logró salvarlos de una muerte segura. Los hombres, agradecidos, decidieron no hacer nada contra ella y volver junto a su amo. Pero antes, la muchacha les pidió que hablaran con el rey para intentar que la recibiera en audiencia. Así pasó y tras asesinar sin piedad a sus dos lacayos por haber desobedecido sus órdenes, el sátrapa comunicó a la joven que sería recibida.

      Era un día más de tantos cuando Asumpta cruzó el palacio para llegar a la presencia del rey. Allí estaba, erguido y henchido de soberbia, mirándola desde lo alto de sus sillón, entronizado y rodeado de miradas oscuras y perdidas, que esperaban un simple gesto de aquel loco para actuar.

      -" Tú, que quieres mi destrucción, que anhelas y ansías mi muerte, que desprecias mi reino y aborreces mis doctrinas, ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí?" dijo con gran hostilidad aquel hombre manipulador y despiadado.

      - " Señor - contestó la joven- solo quiero mostrarte el otro lado del río donde los pájaros son libres, las flores mueven sus pétalos al compás del viento y los hombres trabajan y viven en un mundo donde no hay más frontera que la libertad del otro".

      - "Eso no puede ser, eso es vivir en la anarquía y permitir que los de fuera nos dobleguen y se aprovechen de nuestras fértiles tierras y de nuestra riqueza. Mis súbditos son felices así, siguiendo lo que yo les propongo, porque de este modo no les faltará de nada", replicó el rey.

      - "Pero cerrar puertas es cerrar el corazón. Nuestro prójimo es todo aquel que nos necesita. Aquel que cruza nuestros campos sin más bandera que la de la paz y sin más intención que la de trabajar y vivir en armonía. A la gente que yo conozco que aquí vive, les falta la luz en los ojos, les falta fuerza en el espíritu y en su ignorancia, siembran en estos hermosos campos la semilla del odio que usted les proporciona. Eso no es vivir.", concluyó Asumpta.

      El gobernante hizo una señal y los sirvientes se abalanzaron sobre la muchacha y la detuvieron cubriendo su boca con hierbas venenosas que la condujeron a un profundo sueño. Después, la trasladaron a una mazmorra y allí, poco tiempo después, acabó sus días. Pero aún así fue tarde para el rey Menhíades, porque sus palabras habían logrado calar en el espíritu de cuantos la escucharon sembrando de luz aquella ciénaga oscura que era Portuaria. Se desencadenaron distintas rebeliones contra el tirano, atacando el castillo donde moraba y aprisionándolo de por vida en una de las torres. Después, fueron derribando murallas, desplazando montañas, dando rienda suelta a los ríos y permitiendo que la claridad entrara por todos los rincones. Comenzaba una nueva era en Portuaria, donde volvió a ser crisol de culturas y sus habitantes, otrora ciegos y obcecados, volvieron a ver la luz del día.







sábado, 7 de noviembre de 2020

NOVIEMBRE DULCE

 




      El humo de las chimeneas cubría el cielo y en las cocinas, se trajinaba con paciencia en la preparación del dulce. Los membrillos maduros, recogidos con mimo unos días antes, esparcían su fresco y áspero aroma por todas las habitaciones de las casas. Era noviembre y afuera llovía. En las entretelas de los hogares, las mujeres preparaban con esmero las latas donde dejar reposar la carne del membrillo y, poco después, comenzaban su elaboración.

      Mientras iba descarnando los maduros membrillos, en la radio sonaba como una caricia la voz de Conchita Piquer en aquella composición de Quintero, León y Quiroga: "Ojos verdes". Era mediodía cuando había puesto la pulpa a hervir en una perola, añadiendo el azúcar que suplantaría la acidez del amarillo fruto por un dulzor exquisito y popular. Era un noviembre tan dulce como la carne del membrillo y María se dejaba envolver entre música y cacerolas por el espeso y aromático olor de aquel plato, cocinado antes por su madre y antes por la madre de ésta y por todas las generaciones que habían habitado la casa. A medida que las coplas ponían su melodía de nostalgia, la pulpa del membrillo se reblandecía al calor de los fogones, cambiando de textura poco a poco, muy lentamente, pues el tiempo no acuciaba y los sentidos se imbuían en el trabajo y en los recuerdos. En este noviembre y al calor de la lumbre, el otoño era acogedor y mientras se iba cocinando la deliciosa vianda, en la calle se oían las voces de los niños que, alegres y divertidos, jugaban con el agua de la lluvia que caía con suavidad y calma, mojando sus rostros, en un tiempo que parecía no tener fin, hasta que la voz de alguna madre rompía el encantamiento:

-"¡Nenes, meteos en casa, que os vais a poner chorreando!"

Pero ya era tarde y empapados, los chiquillos, se recogían a regañadientes en sus casas, como pajarillos en busca del calor del nido.

      María adoraba aquella casa donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia, y donde su abuela Isidora la había hecho protagonista de historias y de cuentos que la habían hecho interesarse, y de qué modo, por la literatura. Hoy era escritora y vivía en Madrid, pero regresaba a Andalucía, a la casa del pueblo, cada vez que podía, buscando envolverse en la calidez de sus paredes y, sobre todo, en la vívida ensoñación de sus recuerdos.

      A la salida del pueblo y junto a un pequeño riachuelo, la familia de María tenía un huerto, hoy cultivado por Ignacio, uno de los niños que jugaba junto a ella en tardes instaladas para siempre en su memoria, tardes deliciosas donde la vida transcurría sin brusquedad, de una manera cómoda y sencilla. El huerto lo presidía un viejo membrillero, un árbol resistente y agradecido, que cada otoño, llenaba con sus frutos la cocina de la casa. Y no solo la cocina, pues esta fruta aromática se hallaba también arrebujada en los armarios y en los cajones, entre las sábanas o entre las toallas, impregnándolo todo. No podía contar María las veces que acompañó a su abuela a recoger los membrillos y la de cuentos e historias que ésta le contaba metidas en faena, como la de la tía Paca, que tenía un novio al que fue a buscar a la Argentina, años después de que él tuviera que irse de España debido a sus ideas políticas. Nunca lo encontró, pero jamás perdió la esperanza. O la de su abuelo Tomás, que cuando era pequeño, trabajaba la tierra para los señoritos por un pedazo de pan y un poco de tocino, siempre con una dignidad que desconcertaba a los amos. Y mientras iba desgranando las historias, los membrillos se amontonaban en las cestas, depositados con gran delicadeza, cuidando que no estuvieran dañados, ni se dañaran, algo esencial para elaborar aquella carne de membrillo tan rica y que hoy ella estaba preparando.

      Por la mañana, María había vuelto a realizar el ritual de la abuela, solo que esta vez acudió al huerto con Iris, una de sus nietas, y del mismo modo, mientras recogían los membrillos, le contaba las historias que en su día le contó su abuela y algunas más, embebidas en la tranquilidad que imperaba en aquel lugar y bajo aquel árbol, que, cargado de frutos, fue testigo de tantas vivencias.

      Qué rápido había pasado el tiempo y cómo recordaba María su propia infancia, su risa de niña, tan lejana y tan cercana a la vez, ahora reflejada en la de Iris, su nieta, cuyos ojos eran oscuros y profundos, como los de la abuela Isidora, y cómo se apilaban los recuerdos en la memoria cuando se ha sido tan feliz como lo fue ella. En eso pensaba, cuando de repente, se puso a llover, y de la mano de la nieta, regresaron a la casa por el camino de piedras, que tantas veces había recorrido.

      Había terminado de poner la carne de membrillo dentro de la última lata, cuando sonó el teléfono. Era su editora, que a punto de publicarse su tercer libro, había concertado una cita con la prensa para el martes. María volvió a la realidad a golpe de teléfono, una realidad también amada, pues le encantaba su oficio y entre el tintineo de la voz de Iris y el olor del dulce de membrillo recién cocinado, pudo ver la figura de su abuela, dando a probar aquel manjar a ella y a su madre en la cocina, donde la vida parecía haberse detenido como las manecillas del reloj que había en la salita. Llamó a Iris y juntas probaron el dulce, después, María se acercó a la ventana. Continuaba lloviendo y en aquella vieja casa, se sentía a salvo, segura de que todos sus recuerdos los había vivido intensamente y de que el mundo, se concentraba en aquel reducido espacio, donde se ubicó su infancia y adolescencia y al que acudía siempre que podía a cocinar las recetas de la abuela Isidora.