viernes, 24 de agosto de 2018

FLOR DE NENÚFAR







      El patio estaba situado al norte del palacio y había que cruzarlo hasta llegar a las estancias donde prisionera se encontraba la esclava. Sometida a los caprichos del califa, languidecía entre las sedas y oropeles que la rodeaban y ni el brillo de las abundantes joyas regaladas podía alumbrar su existencia, más bien al contrario, estos mismos destellos la encerraban a veces en una cárcel de tinieblas que acababan por rodearla y aplastar así sus sueños de libertad y de amor verdadero. Se llamaba Aanisa y era tan bella que las estrellas, sabedoras de que jamás podrían eclipsarla, optaron por acompañarla en sus noches de infortunio y soledad, cuando aquel hombre poderoso la abandonaba para acudir a los brazos serenos de su esposa, atravesando aquel patio donde los nenúfares del estanque contemplaban noche tras noche la infelicidad de la muchacha y la altivez y el orgullo del califa, que estaba acostumbrado a tomar sin permiso la miel de la abeja y el aroma tibio de las flores y que, deslumbrado por la belleza de la joven, no dudó en llevarla consigo, arrancándola del humilde hogar que habitaba con sus padres.
      Cada amanecer, cuando el príncipe se marchaba, Aanisa paseaba por aquel hermoso patio y se sentaba llorosa al borde del estanque. Sus lágrimas eran a veces tan abundantes que pareciera que cayeran del cielo, conformando una llovizna de tristeza que hacía aumentar el caudal del estanque. Algunas de ellas caían suavemente sobre los olorosos pétalos de aquellas plantas de agua, que parecían querer compartir la desolación de la joven y compungidas, recogían sus colores y se cerraban acompañándola en su duelo. Sólo cuando las lágrimas cesaban, que era sobre el mediodía, cuando ella se retiraba a sus aposentos rendida por el cansancio, las flores de los nenúfares resurgían, pero emitían un aroma cada vez más melancólico y sus colores iban perdiendo poco a poco su viveza. Los rosas se iban transformando en azules y los azules palidecían. Los alegres amarillos se iban oscureciendo perdiendo su luminosidad llegando a imitar el negro de la noche, y los rojos se exaltaban hasta arder en una orgía de tonos naranjas y violetas que como las llamas cercaban el estanque, como si quisieran quemarlo. De todo esto era testigo la fuerte presencia de un viejo olivo, que de vez en cuando se miraba en el estanque dejando caer sus hojas sobre las aguas y cuyas frondosas ramas resguardaban las frescura de las mismas. Un olivo que además ofrecía abrigo a las desesperadas emociones de la esclava, la cual, encontraba en él el consuelo que podría proporcionarle su añorado padre.
      Abdel Alí, que así se llamaba el califa, era un hombre de modales ciertamente bruscos, poco hablador y cuyo ego era alimentado cada día por sus continuos triunfos, tanto en la guerra como en el amor. Sin embargo, del amor tan sólo conocía el deleite de los placeres físicos y a sus treinta y siete años, jamás se había rendido a él de una manera total y absoluta.
      Cada anochecer, el príncipe atravesaba el patio para dirigirse a los aposentos de su bella amante y las flores de los nenúfares parecían desprenderse de su aroma de una forma más intensa de lo habitual, desplegando un perfume lánguido y denso, llenando de dulces pinceladas el aire, que lo distribuía por todo el palacio y que como un huracán penetraba en los pulmones y en el corazón de Abdel Alí, el cual, poco a poco y sin él notarlo, se iba rindiendo y sus murallas comenzaban a desplomarse sin apenas hacer ruido.
      Aquella noche de primavera, el califa se dirigía a visitar a Aanisa y mientras paseaba por el patio empezó a notar la impaciencia del deseo y la necesidad de las caricias de la bella cautiva, pero además, sintió en su interior como un cataclismo que descerrajaba su corazón y que no lograba comprender. Comenzó a llover y las gotas de lluvia lo acompañaban en una especie de fiesta alegre y bulliciosa en la que parecía que bailaban sobre su piel, internándose después vivas y frescas en las herméticas profundidades de su espíritu. Por primera vez sintió el amor y corrió entonces en busca de su inexcusable amante. La encontró muerta sobre la cama, el largo y suave cabello adornado con las flores de aquellos nenúfares que vivían en el estanque, y en su boca, una flor amarilla, flor de nenúfar, cuyo tallo, mojado previamente en una mezcla de arsénico y belladona había provocado el fallecimiento de la muchacha. Dos lágrimas recorrieron la faz curtida del príncipe y postrado acarició una vez más el rostro de Aanisa, que aunque ausente ya de color, desprendía  en su belleza el aire bendito de  la libertad.








viernes, 10 de agosto de 2018

VIAJE A SANTA MÓNICA







Siempre me han gustado las estaciones de tren porque en ellas la vida fluye de manera organizada y anárquica al mismo tiempo y las emociones más diversas salen a flote en un marasmo de idas y venidas, de abrazos y de besos, de miradas perdidas y encontradas, de silencios rotos por el llanto o la risa. Así, en este goteo de sentimientos, las estaciones son testigos de la alegría de los reencuentros, de la tristeza de las despedidas, de manos que se estrechan, de labios que acarician la mejilla del otro, de lágrimas que se deslizan por esa misma mejilla, de amores lícitos y de amores prohibidos, de amistades entrañables y de acontecimientos que llegan a quitarte el sueño. El que voy a narrar me sucedió hace muchos años, en el otoño de 1964...
      Me dirigía de Nueva York a Santa Mónica con la intención de realizar un reportaje especial para una estrella cinematográfica muy en boga. Serían como las cuatro y media de la madrugada y mi tren, salía sobre las cinco y cuarto. Hacía frío y en aquella gran estación no había mucha gente y los espacios se abrían entre los viajeros como lagunas iluminadas por aquellos enormes focos que la dotaban de luz y de misterio. Precavido, había llegado con antelación a la terminal y tras encender un cigarrillo, me senté en uno de aquellos larguiruchos bancos desde donde la vi. Estaba de pie al fondo, llevaba un abrigo largo blanco y debajo una blusa gris con tonalidades que vistas desde donde yo me encontraba, azuleaban. Un pañuelo trataba de cubrir la oscuridad de su pelo que, sin embargo, escapaba rebelde a la obligada discreción que trataba de proporcionarle la susodicha prenda. Por último, los elegantes pantalones se adherían a sus piernas dejando entrever la esbeltez de las mismas, las cuales se movían inquietas sobre unos distinguidos tacones, que elevaban a aquella enigmática figura por encima de lo terrenal y que llamó poderosamente  mi atención. A mí, que a mis cincuenta y un años creía estar a vueltas de todo, un atisbo de inquietud y de emoción empezó a brotar en mi interior. Una sensación que no había sentido desde los treinta años, y que suscitaba en mí un interés especial por aquella mujer, que aburrida y quizás algo cansada, se recostaba contra la pared y bostezaba entre la sombra y la luz que habitaban en el rincón donde se hallaba. No pude más, me acerqué y torpemente le ofrecí un cigarrillo con el fin de iniciar una conversación. Me miró y lo rechazó, sustituyéndolo por un chicle que acababa de sacar de su pequeño bolso. No llevaba maquillaje y así mismo, desprendía la luminosidad de las estrellas. Me sonrió y me preguntó a donde me dirigía. "A Santa Mónica", respondí "¿y usted"?, pregunté. "yo también", me contestó. Me contó que se iba unos días a ver a su hermana, la cual vivía allí. "¿Y el equipaje?", pregunté, quizá de forma indiscreta. "Llevo en mí todo cuanto preciso, no necesito más". Y así subimos al tren que acababa de parar unos metros por delante de nosotros y en silencio ocupamos nuestros asientos, uno al lado del otro, y cuando su mano, casi sin querer rozó la mía comencé a temblar.
      Habíamos salido ya de Nueva York cuando ella volvió a dirigirse a mí. Comenzaba a amanecer y comentó lo hermosa que era la vida, que deberíamos nutrirnos de los colores y sensaciones que nos proporciona antes de que nos llegue la hora de partir. Yo solo contesté tímidamente: "Así es", y volvió el silencio durante unos minutos. Sonrió de una forma acogedora y dulce antes de preguntarme si tenía familia. Le dije que no, que era soltero, y que mis padres habían fallecido hacía unos años. Le pregunté a qué se dedicaba y ella contestó: "Formo parte del universo y del caos, de la oscuridad y de la luz, del todo y de la nada". Cuando miré dentro de la dulzura que emanaba de sus ojos, intenté desentrañar su misterio, más no me fue posible, porque era indescifrable. Sin embargo, mirar a aquella extraña mujer, me producía inquietud y paz al mismo tiempo, y una extrema fascinación. Le conté que era periodista y que había quedado en Santa Mónica con una gran estrella de cine para realizar un reportaje. Ella, sin parar de sonreír, me comentó que en una época había sido tan famosa como una de esas luminarias a las que iba a entrevistar y que su vida hasta alcanzar la luz, se había debatido en un mar de claridades y de sombras de las que fue prisionera durante mucho tiempo, pero que ahora era libre y se sentía tan liviana como la brisa de un atardecer de primavera. Liviana y transparente, y tan extraña como casi irreal, así la percibía yo mientras encendía mi enésimo cigarrillo y repasaba en mi libreta las preguntas que componían la entrevista que a mediodía habría de realizar a Richard Burton, el cual, acababa de finalizar el rodaje de "La noche de la Iguana", de John Huston y que había estrenado hacía unos meses "Becket, donde realizaba una gran interpretación. En esto estaba cuando su voz de miel me interrumpió para decirme que cuando era tan famosa, ella había dejado una entrevista pendiente entre las cuatro paredes que conformaban este mundo y que había vuelto para zanjarla. De pronto, algo en mi interior dio un vuelco y sentí como se me erizaba el vello y los nervios se me desataban sin control. La libreta cayó de mis manos al suelo al mismo tiempo que giré rápidamente la cabeza a mi izquierda, pero ya no había nadie a mi lado. Mientras trataba de hacerme de mí mismo, noté el roce de unos labios que depositaron un beso en mi pálida mejilla y que, lejos de asustarme provocaron en mi cierta calma y seguridad. Recogí la libreta y al mismo tiempo descubrí en el asiento de al lado un pañuelo y una peluca negra mientras que un sutil y apacible aroma a Chanel nº 5 comenzaba a fluir de aquel rincón, a la vez que se alejaba por el pasillo del tren, dejando en mi un sentimiento de satisfacción y a la vez de tristeza. La entrevista de la que aquella subyugante pasajera hablaba era una que yo había concertado para octubre de 1962 con una de las máximas estrellas femeninas del panorama cinematográfico: Marilyn Monroe, una entrevista que nunca pudo realizarse porque en el mes de agosto, el día cinco para ser exactos, aparecía muerta en su casa de Los Ángeles entre las más diversas especulaciones. Conmocionado, guardé la libreta en mi maletín. No necesitaba repasar más la entrevista a Richard Burton porque tenía la seguridad de que todo saldría bien. Me lo decía mi corazón que aún temblaba como una hoja ante el suceso acontecido, pero que se iba tranquilizando a medida que nos íbamos acercando a Santa Mónica. En mi memoria queda este hecho extraordinario, y he querido contarlo tal y como ocurrió. ¿Realidad o ficción? se preguntarán los amables lectores. Solo puedo decir que si fue un sueño, no pudo ser más real y que la realidad a veces llama más a engaño que los sueños, y en ese viaje a Santa Mónica, Marilyn me concedió su última entrevista.
      Me llamo Johnny Miller, soy periodista y siempre me han gustado las estaciones de tren...












viernes, 3 de agosto de 2018

DETRÁS DE LA ALAMBRADA







      Dejó su corazón al otro lado de la alambrada interpuesta por unos celos desmesurados y paranoicos que la ponían al límite una y otra vez. Lo abandonó aquella medianoche de enero, cuando en complicidad con las estrellas, decidió huir lejos. Llevaba en el cuerpo las señales de sus dedos, de aquellos dedos que con tanta suavidad y sabiduría lo acariciaban y que a la vez, podían despedazarlo si se lo proponían. Dolorida y perdida entre la fría niebla que se iba transformando en escarcha, la mirada de sus ojos oscuros no tenía destino mientras vagaba por las callejas más lúgubres de la ciudad. Se desmayó y cayó al suelo, despertándose entre un mar de cables y escuchando las voces inarmónicas de las enfermeras, que no paraban de hablar mientras le prodigaban cuidados. Asustada, gritó cuando un médico intentaba auscultarla, y temblorosa se refugió entre los brazos de una de aquellas mujeres que emocionada, no sabía dónde poner sus manos para abrazarla y consolarla, pues su cuerpo era una llanura devastada, un anochecer en el desierto cuyos colores violáceos rayaban la negrura y que representaban el dolor más absoluto. Dolor de cuerpo, pero sobre todo, dolor de un espíritu desbaratado a golpes.
      Pasó la noche entre pesadillas acalladas por alguna cuidadora que entraba a cambiar el suero o a poner en sus venas el alivio de un calmante, y por la mañana, sus ojos amoratados por fin vieron la luz.
      No había denunciado nunca a Francesco, un hombre educado y correctísimo de la alta sociedad milanesa, aunque ya desde el principio sufrió las consecuencias de unos celos coléricos que iban minándola certeramente, lo mismo que una broca penetra en el hormigón de una pared, solo que sus paredes no estaban hechas de cemento, sino de cristal.
      Lo quería mucho y poco a poco dejó de lado todo lo que conocía. Su universo se quedó a la intemperie, abandonado a los avatares del olvido y se enfrascó con él en una aventura sin retorno a pesar de los avisos que, como un tam-tam enloquecido, a veces le daba su corazón.
      La primera bofetada fue en un viaje que hicieron a Praga, en el mismo avión que los transportaba. El motivo: una sonrisa. El efecto: la cara hinchada y la dignidad perdida. Después vendrían más bofetadas. Pero entremedias, había noches apasionadas y ratos donde Francesco, con ladina maestría, sabía extraer de sí mismo un toque fascinante y vulnerable que a Giovanna le hacía perder la cabeza y a veces, la noción de sí misma. Poco a poco, la telaraña se fue cerniendo sobre ella, hasta que las palizas se fueron haciendo cotidianas, y los caminos que conducían hasta la libertad fueron ahogados irremisiblemente.
      Francesco llegó sobre las siete de la tarde al hospital. Su cara descompuesta por la preocupación no logró convencer del todo al médico y a las enfermeras que atendían a su mujer. Y no sin ciertos reparos, permitieron a aquel hombre elegante y de buen aspecto acceder a la habitación donde ésta se encontraba. Cuando la vio tendida en la cama, con la cara deformada por la hinchazón y los brazos morados en desolador reposo, de forma automática corrió a su lado y de rodillas junto a la cama, llorando y alborotando el descanso de otros enfermos, le decía a su esposa cuanto la quería, que era su vida y que sin ella no podría continuar su existencia en este mundo. A gritos pedía perdón e imploraba que no lo abandonara, mientras un caudal de lágrimas brotaban de sus ojos, que solo lloraban cada vez que presentían que no volverían a ver a Giovanna. Ésta, se debatía entre un sueño donde añoraba la vida de antes al lado de su familia y el infierno de los cuatro años vividos después de casada. Abrió los ojos y observó a Francesco, que estaba de rodillas al lado de su cama en actitud de ruego, pero sin un ápice de empatía verdadera y empezó a hacer recuento de cuántas veces había escuchado las mismas palabras y de cuántas veces lo había perdonado. Demasiadas, a todas luces. Lo miró a los ojos y no vio nada en ellos en los que reconocerse, miró su rostro compungido y bañado por las lágrimas y lo único que vio fue a un hombre inseguro y neurótico, que cínicamente justificaba sus  actos en pos del amor y que hábilmente había urdido una sórdida historia en torno a este sentimiento en la que ella era coprotagonista. Los celos eran la vía a través de la cual canalizaba su violencia innata, su desprecio hacia el género femenino y sus propias frustraciones, disfrazando el amor de cinismo y embarrizándolo con palabras falsas y mezquinas. Aquel ser humano que había compartido más de cuatro años de su vida con ella, no valía nada.
      Le dijo que se fuera mientras dos lágrimas recorrían su rostro. No quería volverlo a ver. Francesco la miró y vio en aquellos ojos dolientes algo que no había visto otras veces: valor y determinación. Y comprendió que todo había terminado. Volvió a mirarla, pero ahora con odio, un odio que le acompañaba en todos sus actos de  manera latente y que a veces surgía como una fuente de agresiones y de destrucción. Eran más de las ocho cuando Francesco salió de aquella habitación: "Debí haberla matado" farfulló. Y con un andar que denotaba la ira contenida que sentía, dio media vuelta y se marchó.
     Cuando se recuperó, Giovanna volvió a su trabajo de diseñadora de interiores y se dejó llevar por la autenticidad de una vida programada por ella misma y comprendió que por amor uno no puede nunca perder su identidad, que el amor nunca deja sobre la piel huellas moradas, sino huellas imperecederas a base de caricias, que el amor es libertad profunda y sinceridad en la entrega y que con el amor, el espíritu se renueva cada día como agua de arroyo. El amor es tanto que el que tenga la suerte de saborearlo, no tendrá tiempo para otra cosa que no sea el ser feliz.