sábado, 19 de diciembre de 2020

EL FANTASMA DEL ABAD DESTERRADO






      Las escaleras que conducían a la pequeña y vieja torre, a veces, se movían en un temblor que revolvía los cimientos de la misma. No había hora del día para que este extraño y común episodio sucediera: por la tarde, al oscurecer o muy de mañana, siempre había alguien que contaba como aquellas piedras se desplazaban de un lado a otro oscilando y reproduciendo chasquidos hirientes, que penetraban en el alma de todo aquel que tenía la mala suerte de presenciar el fenómeno y escuchar sus apabullantes lamentos. Otras veces, y esto era aún más inquietante, se dejaban oír unos ruidos extraños, como si desde lo alto de la torre alguien lanzara escaleras abajo un costal o un pesado saco de arena, o quizás los restos de algún animal muerto. No era aún de noche cuando Albert, el joven pastor, regresaba a su cabaña tras una jornada de trabajo agotadora. Para llegar a su hogar, tenía que pasar obligatoriamente por delante de la torre, calificada por muchos como fantasmagórica. Se levantaba una brisa gélida del viento del norte cuando el muchacho pudo escuchar los sonidos que esta vez, le parecieron unos angustiosos gritos femeninos, acallados por una voz grave y autoritaria. Después se oyeron los ruidos, y pudo ver con toda claridad, como un cuerpo de mujer rodaba escaleras abajo hasta chocar contra un árbol seco, cuyas ramas huesudas parecían brazos y manos que se movían y crujían a la más leve brisa. Huyó despavorido y al día siguiente, en el pueblo todo el mundo hablaba de lo que le había sucedido a Albert y siempre surgía alguien que recordaba la terrible historia del abad desterrado, ocurrida hacía más de dos siglos en el pueblo y cuya morada había sido la torre de donde provenían tan extraordinarios sucesos. Expulsado de la Iglesia y de Italia por continuos delitos en la administración de la abadía de la que había sido jefe supremo y acusado de seducir y dar muerte a dos jóvenes muchachas del lugar, aquel hombre maduro recaló en aquel pueblo, viviendo del botín conseguido mientras fue un hombre poderoso a la par que un brutal e impío delincuente. También se recordó la muerte al caer por las escaleras de Malvina, su esposa y madre de sus hijos, con la que había contraído matrimonio recién llegado al pueblo y que pertenecía a la familia más adinerada del mismo. Se decía que la habían desheredado tras su matrimonio con aquel hombre desconocido y que, un día, preso por la ira al no ver colmadas sus ambiciones de dinero y poder, empujó a su mujer por las escaleras y la mató. Desde entonces, nunca habían cesado los testimonios de aquellos ruidos y aquel movimiento fantasmal de los viejos escalones que conducían al interior de la torre. Albert, sin embargo, había ido más lejos y además había visto como la figura de la mujer se despeñaba escaleras abajo en un grito desgarrador, que tanto aterrorizó al joven, que nunca más volvió a pasar por delante de la torre, pues prefería dar un rodeo a través de un bosquecillo próximo para llevar a pastar al ganado.

      Don Herminio, el párroco, no daba crédito a cuanto había contado Albert, ni siquiera se lo daba a la tan escuchada historia del abad y por supuesto, no creía en absoluto que su fantasma siguiera viviendo entre las piedras del viejo edificio. Por eso, un domingo, tras la celebración de la misa, decidió acercarse a aquel paraje situado a las afueras, a unos dos kilómetros del pueblo. Era una tarde fría de diciembre, más triste de lo habitual, en la que la neblina cubría los páramos y las nube se ocultaban tras su espesa cortina, los árboles se movían temerosos, y la temperatura descendía a una velocidad de vértigo. Cerca del lugar, el cura hizo una parada y se sentó en un viejo tronco medio calcinado desde el que se podía divisar la torre. Caminando por aquel camino embarrizado, con la sotana mojada y el agua calando en sus botas, un relámpago cruzó el atardecer hiriendo un cielo cada vez más oscuro. Subía ya la escalinata cuando escuchó voces al final de la misma y sintió cómo los escalones temblaban bajo sus pies llenando su alma de terror. El sacerdote intentó retroceder, pero todo fue en vano, pues cerca de él se hallaba la figura fantasmal de un fraile sin rostro, envuelto en un vestido de rafia y encapuchado. El cura gritó pidiendo auxilio más ya era tarde para él. Nuevamente se volvió a oír en aquel invernal diciembre como si un pesado fardo cayera rodando por las escaleras y las piedras, chirriaban una vez más como si rieran de forma siniestra, anunciando la noche.

      A la mañana siguiente, hallaron el cadáver del párroco al pie de las escaleras, mientras el sol comenzaba a calentar tímidamente, a ráfagas, abriéndose paso entre los restos de la niebla que lo poblaba todo.