domingo, 14 de febrero de 2021
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS
sábado, 6 de febrero de 2021
EL DESTINO DE AMARO
De noche, las casas de aquel aborrecible pueblo se inclinaban a su paso como si la dura materia de sus cimientos se estuviera deshaciendo, formando una textura elástica que las volcaba a un lado y al otro, convirtiendo sus sombras en enormes figuras que, como monstruos indefinidos, lo perseguían sin tregua. Él caminaba por las calles deprisa, más no podía evitar mirar aquel juego fantasmal que las cortaba a veces y que envolvía al pueblo en un humo que, a ras de suelo, se iba elevando poco a poco hasta fundirse con las nubes y que cegaba sus ojos y atenazaba su garganta. Cuando el cielo se despejaba y le veía la cara a la luna, el corazón le volvía a latir a su ritmo y paulatinamente, el aire regresaba a sus pulmones. De día, la opresión era diferente, las casas permanecían en su verticalidad, alargándose, eso sí, y engañando al sol, dejando de proyectar su sombra. Había casas que se estiraban tanto que alcanzaban la altura del Pico del Desfiladero, una montaña siniestra que presidía el pueblo desde el norte y que, según se decía, en ella descansaban los cuerpos de cientos de doncellas torturadas y asesinadas en tiempos pasados, cuando el Tribunal de la Santa Inquisición gobernaba los destinos de todos aquellos que vivían en aquellos confines.
Los días pasaban sin tregua y sin color, en un marasmo de desesperación que lo asfixiaba. Nunca debió regresar a aquella fortaleza siniestra, nunca debió ceder a los golpes de los fracasos, que lo llevaron a encerrarse en ella pensando quizá, erróneamente, en olvidarlos. Tenía su casa, pero no siempre era acogedora. A veces, sus estancias se rebelaban como frías celdas y su cuarto, aquel donde de niño se sentía seguro, lo acorralaba, sin poder siquiera refugiarse en el recuerdo de su infancia. Todo era tan angustioso que a veces, cuando lograba dormir, no se acordaba de despertar y permanecía días sobre aquel colchón manchado de tristeza, pero que suponía un consuelo que lo transportaba a un mundo donde los sueños, en ocasiones acudían en su auxilio aliviándolo por momentos en su desesperación.
Amaro era un hombre solitario, que había aprendido a sobrevivir siguiendo el camino que le indicaba su instinto, y eso hacía, sobrevivía, aunque en ocasiones oía voces que lo llamaban, voces extrañas, que como fúnebres tañidos de campanas, lo hacían temblar de miedo, a la vez que, incomprensiblemente, lo atraían: "¡ven con nosotros!", escuchaba cuando, asustado, ocultaba la cabeza bajo la almohada, o cuando sentado frente al ordenador pasaba el tiempo sumergido en las redes. No podía escapar a aquellas voces, que a veces gritaban en la penumbra de la sala de estar, o gemían a punto de romper a llorar cuando pasaba cerca de la cocina. Entonces salía a la calle y corría por entre callejuelas dormidas, recorría plazoletas y jardines, y mientras las casas bailaban a su alrededor, él trataba de recuperar el aliento perdido sentándose en un banco que había cerca de la iglesia, cuyo campanario era terriblemente alargado, tenebroso y sombrío. Ahí, inevitablemente, volvió a escuchar las voces: "ven, te esperamos, no tardes...", escuchó esta vez de una voz parecida a la suya, tan parecida, que lo sumió en la congoja. Después, aterrado, comenzó a caminar sintiéndose fuera de su piel, sintiendo que nada le ataba a la vida. Tenía cuarenta y cinco años y, aunque aún era joven, su alma estaba gastada, arrasada por la desolación y las decepciones, y ahora, aprisionada entre los muros que él mismo le impuso cuando regresó, que lo hacían zozobrar en la agonía. Salió del pueblo esquivando las casas, que amenazaban con aplastarlo y fue a caer al lado del río, bajo un nogal gigante, sin hojas, pues se había secado, como tantas cosas en aquel lugar. Sus ramas crujían en su aridez y tras la oscuridad, llegó el humo que lo envolvía todo, y camufladas con el viento, las voces volvieron: "ven, no tengas miedo a tu destino, adormécete en el agua del río y llena tu corazón de sus sonidos". Amaro se cubrió la cabeza con la chaqueta y con sus manos, tapando sus oídos hasta hacerse daño, esforzándose en no escuchar aquella voz sobrecogedora. La noche, sin embargo, se volvió tranquila en su oscuridad, el frío había desaparecido y él ya no tenía miedo. Se giró hacia el lugar de donde surgían las voces, se desnudó, y finalmente, se hundió en las negras aguas para no regresar.