viernes, 19 de octubre de 2018

LA IRA DE JUSTO







      Sus continuos fracasos lo habían llevado a un sótano oscuro de ira y de odio contra el mundo. Cada vez más encerrado en sí mismo, lo único que lo relajaba era irse al campo y disparar con la vieja escopeta que un día le dejó su padre. Un cuchillo de destripar ciervos fue su otro legado. El ruido de los cartuchos al explotar era para él curativo, pues muchas veces se sentía como uno de ellos: repleto de la pólvora que lleva en sí misma la rabia contenida y preparado para estallar. Tenía pocos estudios, pero un talento especial para la artesanía y quizás para el arte si en su momento lo hubiera desarrollado. Nunca se sintió querido en su casa y nunca tuvo el amor de una mujer, y sus experiencias en ese sentido fueron tan hirientes como amargas inoculando en su corazón pequeñas gotas formadas por los cristales punzantes del odio y que lo transformaron en un hombre solitario. Ahora tenía cuarenta años, muchas frustraciones y la huella de la correa de su padre dibujada a lo largo y ancho de su cuerpo.
      Disparaba a las piedras, a los árboles y a los animales y probablemente a cualquiera que en ese momento se hubiera cruzado ante sus ojos. Disparaba y disparaba, sintiendo que la sangre le fluía a borbotones a medida que la cólera lo poseía y lo arrastraba cada vez más a la idea salvaje de aniquilar. Había matado conejos, perdices, venados y jabalíes y algún perro despistado. Ahora comenzaba a rondar en él la idea de subir un peldaño más en la cacería. Era viernes cuando agarrando la escopeta y el cuchillo de despiece, se echó de nuevo al monte.
      Le disparó en la cabeza cuando se bajó del coche para arreglar un pinchazo. La sangre saltó dejando un vigoroso cuadro a base de manchas provocadas por las gotas de sangre que se estamparon en el lateral del coche llegando hasta el cristal de la ventanilla. El hombre que acababa de asesinar era Pedro, la persona que hacía unos años le había estafado en su intento de convertirse en comerciante. Subió el cadáver al coche y lo despeñó. A medida que el coche estallaba, la ira de Justo se iba aplacando y después de andar unos minutos, se paró bajo una centenaria encina y tomando una pequeña botella de agua que portaba, bebió y enjugó su boca, tan seca como el esparto, mientras su retorcido corazón se refrescaba con el consuelo frío de la venganza.
      No bien hubo comenzado a caminar  cuando a lo lejos divisó a una mujer y a unos niños que caminaban cerca del río. Sus pasos partían de un viejo cortijo que estaban rehabilitando y donde el padre de Justo estuvo trabajando en todas las tareas que el campo pudiera proporcionar. Era una muchacha joven, debía de ser por tanto la hija de los dueños de aquella casa que con sus hijos paseaba en la tranquilidad del campo. Se ocultó tras un pequeño repecho y cargó de nuevo la escopeta. Un cartucho impactó en el corazón de la mujer y otro en la cabeza de uno de los niños. El otro niño se dispuso a correr llorando y gritando, pero Justo lo alcanzó antes de llegar al río. Ahogó los llantos de la criatura en sus aguas donde dejó su pequeño cuerpo al capricho del vaivén de la corriente, que acabó por arrastrarlo ocultándolo entre unos juncos.
      A media tarde entró en el pueblo y se dirigió hacia el bar de Manuela, una muchacha muy trabajadora que un día lo rechazó de plano y rompiendo los cristales de la puerta y antes de que nadie pudiera impedirlo disparó a bocajarro a la mujer, que en esos momentos estaba de espaldas preparando un café para uno de los clientes. Se desplomó al instante y algunos de los que había allí, aterrados, comenzaron a pedir auxilio, mientras dos de ellos se abalanzaron sobre Justo arrebatándole el arma y sujetándolo fuerte. Cuando llegó la guardia civil, cuatro hombres sujetaban al homicida, cuyo rostro descompuesto y desencajado reflejaba el resentimiento reprimido durante muchos años. Quizá demasiados. Fue condenado a veinte años de presidio, pero solo cumplió unos meses, porque a principio del tercer mes, apareció ahorcado en su celda y con las venas descerrajadas. Poco tiempo después descubrieron el cadáver de su padre, que había desaparecido hacía unos meses. La autopsia reveló que había sido asesinado de un tiro en el estómago y convenientemente destripado con el cuchillo que él mismo legó a su hijo. Fueron días de furia y dolor, de sangre y de tristeza, de violencia brutal y de terror, donde la ira sobrehumana de Justo hizo temblar los cimientos de su pequeño pueblo, un pueblo que ya nunca recuperó su cotidiano sosiego y que se fue despoblando quedando a merced de la soledad y de la desolación, un pueblo maldito donde aún parecen oírse los disparos de la vieja escopeta del enajenado vecino y los lamentos de sus humildes pobladores, que se fueron marchando y nunca más volvieron a sus hogares.








6 comentarios:

  1. Tremendo, desgarrador...se estremece el alma.
    Un cúmulo de sentimientos reprimidos y no gestionados adecuadamente pueden llevar a una persona a convertirse en un monstruo.
    Muy bueno el relato!

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    1. Carmen, muchas gracias por tu comentario y no sabes cuanto me alegro de que te haya gustado. Efectivamente, lo has descrito a la perfección, en algunos casos las contrariedades de la vida y el maltrato que a veces da a algunas personas hace que éstas reaccionen de manera tan violenta y malvada como Justo. La mente humana es a veces de un cristal tan frágil que cuando se rompe, los pequeños y afilados pedazos que desprende pueden alcanzar hiriendo mortalmente a quien tiene la mala suerte de toparse en su camino con alguien como Justo, cuyo enfermizo resentimiento solo tenía el desahogo de la muerte. Gracias de nuevo y un abrazo.

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  2. Muy bueno,siempre merece la pena esperar,sigue sorprendiendome cómo tratas los temas que nos hacen sentir miedo,saludos.

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    1. Muchas gracias por tu comentario y por tu fidelidad, Luis. Me alegro de que te sigan gustando mis relatos. Saludos.

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  3. Juan de nuevo nos entregas otro retrato psicológico de una transformación y lo haces con esa fidelidad del observador, la ira que debería disolverse como tantos otros aspectos negativos de nuestra personalidad, deviene en una suerte de fatales resultados donde siempre pierde el que muere. Al acabar de leer tus relatos permanece esa reflexión en la que terminas lamentando como el mal tiene hondas raíces y sin embargo no se sabe cómo extirparlo, decimos que no somos dueños de nuestros actos pero sí que lo somos, puesto que el destino ha ido fraguando nuestra vida y no hemos aprendido a esquivarlo, siempre el mismo problema, ¿por qué no pedir ayuda? Vuelvo a decirte que me enganchan estos relatos, no por lo macabro, perfectamente narrado, si no por esa moraleja que dejas en el aire. Un abrazo.

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    1. Poco que añadir a un comentario tan certero como este. A veces la sensación de fracaso en la vida hace que haya personas que pierdan la razón dominadas por el resentimiento y por la ira. Estas personas no son lo suficientemente valientes como para pedir ayuda y poco a poco van interiorizando todo lo negativo que ha llenado su existencia: desde los malos tratos y el desprecio por parte de su padre al protagonista de esta historia, a los continuos fracasos que ya de adulto ha ido recibiendo tanto sentimentales como económicos. Quizá el de Justo sea un caso extremo, pero que podría darse perfectamente en la realidad. Muchas gracias de nuevo por este brillante comentario que complementa al relato y nos ayuda también a reflexionar. Un abrazo.

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