La noche se cernía sobre la ciudad desapaciblemente invernal. La lluvia no cesaba en su empeño formando riachuelos en los bordes de las aceras y aturdiendo las calles con un tintineo persistente que se agudizaba bajo el paraguas. A Ángela le gustaba la lluvia y, enfundada en su gabardina, recorría la Quinta Avenida inmersa en la ilusión de sus aspiraciones. Quería ser actriz de teatro y abarrotar los escenarios de gente y conmoverlos con su arte. Para eso había venido a Nueva York. Aquella noche se sentía libre bajo aquel paraguas negro manchado de rojo, aunque eran muchas las noches en las que se sentía a la deriva, como una estrella de mar zarandeada por sus aguas. Aunque lo pareciera, ella no era de roca, era de arena y, a veces, se sentía diluir entre las esquinas de aquella ciudad enorme y bulliciosa. De día, trabajaba en una biblioteca, Shakespeare y Tennesse Williams eran sus autores de cabecera. Tan distintos y tan emocionantes. Sus noches pertenecían al teatro. Caminaba despacio, sin importarle lo desapacible de la noche, mientras las luces de la ciudad la acompañaban en un baile teatral de múltiples colores.
Lo había dejado tendido en la cama, después de dispararle tres veces en el pecho. No era nadie, solo un hombre que se equivocó de habitación y se encontró con la maléfica dulzura de Ángela, solo un amante infortunado que quiso probar el amargor nacarado de su cuerpo, pero que descendió a los infiernos, envuelto entre las sábanas de seda de Ángela, que ya había encontrado inspiración para su próximo personaje, una mujer ambiciosa, una dama vestida de negro que conocía el color de la sangre y la emoción enajenante de matar. Sería su primer gran éxito.