Había silos donde el grano rebosaba, acumulándose el alimento de aquellos hombres, cuya función era la de dominar y vigilar el valle desde lo alto del cerro. No había más que hacer, salvo recorrer las callejas de aquel pueblo misterioso que controlaba la ruta que se extendía entre el Valle del Guadalquivir y la Meseta Sur y defender aquella fortaleza de los ataques de los pueblos vecinos.
La tierra, arcillosa, otorgaba dureza al tapial y daba seguridad a los habitantes del cerro. Su economía se basaba esencialmente en la agricultura y algo menos en la ganadería y en el comercio y tenían como protectores a un triunvirato de dioses sin nombre a los que adoraban bajo las estrellas en aquel lugar misterioso. Un día se llamó Edeba, y era una ciudad poderosa. El río Jabalón la saludaba cada día, abajo del todo y dividía al valle y concedía con sus aguas la riqueza suficiente para la supervivencia.Las casas, unas ovales, otras rectangulares, crecían en un principio anárquicas en la ladera, pero con el tiempo, las calles fueron tomando forma y el poblado se fue estructurando de una forma más concreta.
Había un centro especial para la cerámica (la casa del alfarero), con un horno de barro y piedra y un torno de donde salían las más bellas piezas de los alrededores, una cerámica práctica en su belleza que los iberos apreciaban y hacían uso de ella en sus casas y que además, exportaban. Eran cerámicas grises, pintadas, incisas, romanas o decoradas con técnica de estampillado y que conformaron todo un universo artístico propio que formó parte de la cotidianeidad de aquellas gentes.
Dentro de las casas, no podía faltar el fuego, en chimeneas centrales o laterales que daba calor a las familias en aquellos inviernos tan fríos.
Edeba se erguía próspera como un lugar rodeado de torres y
bastiones cuyos cimientos, construidos con las rocas más duras daban firmeza a la construcción, mientras el adobe elevaba sus paredes varios metros y hacía inexpugnable la ciudad.
Por entre las casas, aparte de las calles, había algún sistema de canalización de las aguas que bajaban ladera abajo desde la cima cuando llovía y después de tantos siglos, hoy al visitante no le resulta difícil escuchar el sonido cristalino de esas aguas que se deslizaban empujadas por la pendiente del cerro, porque la imaginación se desborda al amparo de la magnificencia del lugar.
En el siglo III a. C., Edeba es abandonada. Todavía no se ha resuelto de forma fehaciente el misterio, mientras tanto, se cree que los culpables fueron los romanos y los cartagineses, que, enzarzados en la Segunda Guerra Púnica, arrasaron la ciudad, obligando a sus habitantes a huir precipitadamente. De ellos nos queda todo un legado histórico-artístico que, sin duda, nos ayuda a conocer un poco mejor nuestro pasado.
Yo estuve allí y pude ver como los silos se llenaban de grano, pude comprobar el bullicio de la gente entre las calles, como el maestro alfarero realizaba con mimo su tarea, conformando exquisitas cerámicas de elegantes y originales diseños, pude ver como los soldados vigilaban desde las torres el valle dividido por el río, vigilante y testigo de todo cuanto allí acontecía. Y también vi la noche en aquella ciudad, iluminada bajo un cielo pletórico de estrellas gobernadas por la luna. Y la emoción se me empezaba a desbordar cuando el guía anunciaba que la visita había terminado. Ya en el coche, prometí volver a Edeba, porque entre sus calles derruidas, me encontré un poco más a mí mismo.
La ciudad ibérica de Edeba está situada al sur de la provincia de Ciudad Real, en el cerro de las Cabezas, a unos ocho kilómetros de la actual ciudad de Valdepeñas y es tan interesante como hermosa. Quedan pendientes más visitas.