martes, 14 de enero de 2025

LA FERIA ABANDONADA

 






Como los niños ya no se divertían con ella, la feria fue abandonada. Las atracciones ya no conseguían seducir a la infancia, ahora deslumbrada por videojuegos, tablets, teléfonos móviles y todo tipo de entretenimientos proporcionados por los nuevos tiempos, unos tiempos donde el ruido de las tecnologías iba supliendo, imparable, al sonido de los latidos del corazón. Fue al término de la tarde cuando Kitt, el payaso, tiró su gorro de lentejuelas y pompones al suelo y, desconsolado, se puso a llorar, mientras Katy, la mujer forzuda, tan fuerte por fuera, pero tan  frágil por dentro como una violeta, se sentaba a su lado rodeandolo con uno de sus fuertes brazos, mientras le enjugaba las lágrimas. Hoy, el payaso no había conseguido hacer reír a los niños, los cuales, le habían increpado con dureza: "¡vete de aquí, ridículo!" "¡fuera, fuera!", "¡no eres gracioso, eres patético!" y así, Kitt, el payaso juró que sería su última actuación y que nada le haría volver. Más tarde, en su viejo furgón, se despojaba del maquillaje, del polvo de estrellas y de la sonrisa, que dejó olvidada en algún rincón de su alma, junto a los recuerdos más amargos de su infancia. Después, anocheciendo, cogió el camino del oeste y se marchó, sintiendo a sus 54 años haber perdido al niño que hasta ese mismo momento, le había estado acompañando contra viento y marea en todos y cada uno de los días de su vida, en los que convertido en  Kitt, el payaso, había logrado hacer felices a todos los niños de gran parte del mundo. A lo lejos, aún se veía su blanca y desmañada figura, cuando Juan, el encargado del mantenimiento y de poner en marcha un majestuoso tiovivo plagado de caballitos, que no paraban nunca de girar bajo un paraguas de colores gigante que conformaba su techo, decidió seguir sus pasos, pues en los últimos tiempos, los caballos giraban solos, aburridos de no escuchar las risas y los gritos de los niños y pensó que no merecía la pena engrasar aquel anticuado artilugio, que no tenía cabida en esta nueva era, donde todo funcionaba a base de pantallas. Cuando se alejaba del lugar, miró hacia atrás por última vez y vio a su tiovivo, quieto, emborronado en medio de la neblina del atardecer y a los caballitos, paralizados por la tristeza. Aquella misma tarde, la magia de Rosalía, la maga, no logró asombrar a los pocos chiquillos congregados, que abducidos por los móviles, no prestaban atención ni siquiera ante su truco más complicado, en el que hacía desaparecer a don Pelanas, el perro más grande del mundo. Y tras ejercitar aquel espectacular truco impecablemente, pues Rosalía siempre había sido una maga solvente, elegante y maravillosa, pudo comprobar con estupor y decepción que aquellos pequeños espectadores no aplaudían y no lo hacían porque nada de lo que hizo despertó su interés y porque sabían de antemano que aquello no era más que un truco, porque hacía tiempo que habían ido apagando su ingenuidad y su inocencia de niños con unas gotas de cinismo que recordaba, y de qué modo, al de los adultos. Rosalía recogió sus pocas pertenencias y junto a don Pelanas, partió en busca de la magia perdida, sin saber, que siempre la llevó en su corazón.
Faustino, el encantador de serpientes, disfrazado de califa, con un turbante lleno de colores y de brillos y una barba postiza puntiaguda más negra que el carbón, sentado en un cojín y con una flauta de madera, tocaba algunas melodías de tintes orientales con el fin de que, Tatiana, la cobra, bailara a su son. Y de una manera especial, aquella última tarde, Tatiana demostró sus grandes dotes de bailarina recordando los tiempos en que hipnotizaba a todo el mundo, solo que hoy no logró cautivar a los críos, más ocupados en desprestigiar el número gritando e interrumpiendo constantemente las melodías que surgían de la flauta de Faustino, el cual, humillado y comprendiendo que el tiempo había pasado y que ya nada podía hacer para divertir como en otros tiempos a niños y mayores, decidió abandonar también la feria, no sin antes dejar a Tatiana al cuidado de la mejor protectora de animales que pudo encontrar. Poco después, regresó a su ciudad natal y se dedicó a su antiguo oficio de contable, donde volvió a aburrirse soberanamente, mientras caía una y otra vez en la melancolía recordando su vida de feriante, donde él era el gran califa, capaz de hipnotizar y hacer bailar con su música, a la cobra más peligrosa y feroz de todas: Tatiana.
Por su parte, Félix, el domador de caballos, había tenido una tarde espectacular, donde sus adorados animales, perfectamente enjaezados, habían saltado y bailado al son de la música, logrando una increíble fusión con la orquesta, que, más intuitiva y sabia que nunca, sonaba alegre y chispeante, mientras los hermosos caballos se movían de forma elegante y con una gracia especial. Después, "Corsario", un caballo negro azabache, cuyas largas crines habían sido cuidadas hasta el mimo por Esperanza, la esposa del domador, saltó vigorosamente a través de un enorme aro adornado con banderas de miles de colores, haciendo gala de su nobleza y elegancia. Nada parecía sorprender ya a los pequeños, que, abstraídos, expresaban a sus padres el deseo de volver a casa, donde les esperaba la compañía de "Apple", el rey de la manzana. Aunque se resistían a irse, Félix y Esperanza se marcharon de la feria a primera hora de la mañana, pero se llevaron sus caballos y regresaron a su pequeña granja, donde volverían a soñar con los serpenteantes caminos y carreteras que los llevaban a los pueblos y a las ciudades más lejanas. Por  último, y habiéndose quedado solo en aquel paraje donde carromatos, furgones, "roulottes", tiovivos y otras atracciones fueron quedando poco a poco abandonados, don Fulgencio, el máximo responsable de la feria, como el capitán de un barco que se hunde, resistió todo el invierno en su carromato, un invierno duro y frío donde tuvo tiempo de repasar su larga vida. Tenía 76 años y todos los había pasado viviendo y trabajando en la feria. Había conocido a cientos de niños en todo el país haciéndolos felices, a ellos y a sus padres con sus espectáculos y atracciones y con sus asombrosos compañeros, los cuales todos fueron capaces con su talento de hacer soñar al mundo. Pero había llegado la hora del adiós y aquella helada noche de febrero, don Fulgencio replegó las velas, y dentro de su viejo carromato, al calor de una cama en la que había nacido, cerró sus ojos y vio las estrellas. Al mismo tiempo, la feria se puso a funcionar y el viejo tiovivo, roto y oxidado, se puso a girar como en un sueño, dentro del cual, miles de niños lo rodeaban, pudiendo escuchar sus risas y sus gritos. Mediado febrero, nada parecía presagiar la primavera, pero una flor de hermosos pétalos brotó de su pecho e inundó de perfume la feria abandonada.







6 comentarios:

  1. Emotiva historia. Gracias

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  2. Una excelente y poética historia que nos hace reflexionar sobre los avances tecnológicos en el mundo en qué vivimos, que, siendo necesarios, muchas veces superan al ser humano, teniendo que adaptarse este a los mismos como si de un nuevo habitat se tratase.La evocación del pasado tiñe de melancolía un relato que nos traslada a una feria que tiene mucho que ver con la vida, pues el paso del tiempo es inexorable y al final, por muy doloroso que sea, se trata de renovarse o morir.

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    1. Muchas gracias por tan acertado comentario con el que estoy muy de acuerdo, pero es una pena que esa renovación implique el olvido de otras y que el camino de la tecnología tenga tan poco en cuenta las emociones y la empatía. Saludos.

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  3. Gracias Juan por este nuevo relato donde demuestras tu soltura y sensibilidad. Un abrazo

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    1. Muchas gracias a ti, Rosa, por leerlo y por comentar, un abrazo grande.

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