Don Herminio, el párroco, no daba crédito a cuanto había contado Albert, ni siquiera se lo daba a la tan escuchada historia del abad y por supuesto, no creía en absoluto que su fantasma siguiera viviendo entre las piedras del viejo edificio. Por eso, un domingo, tras la celebración de la misa, decidió acercarse a aquel paraje situado a las afueras, a unos dos kilómetros del pueblo. Era una tarde fría de diciembre, más triste de lo habitual, en la que la neblina cubría los páramos y las nube se ocultaban tras su espesa cortina, los árboles se movían temerosos, y la temperatura descendía a una velocidad de vértigo. Cerca del lugar, el cura hizo una parada y se sentó en un viejo tronco medio calcinado desde el que se podía divisar la torre. Caminando por aquel camino embarrizado, con la sotana mojada y el agua calando en sus botas, un relámpago cruzó el atardecer hiriendo un cielo cada vez más oscuro. Subía ya la escalinata cuando escuchó voces al final de la misma y sintió cómo los escalones temblaban bajo sus pies llenando su alma de terror. El sacerdote intentó retroceder, pero todo fue en vano, pues cerca de él se hallaba la figura fantasmal de un fraile sin rostro, envuelto en un vestido de rafia y encapuchado. El cura gritó pidiendo auxilio más ya era tarde para él. Nuevamente se volvió a oír en aquel invernal diciembre como si un pesado fardo cayera rodando por las escaleras y las piedras, chirriaban una vez más como si rieran de forma siniestra, anunciando la noche.
A la mañana siguiente, hallaron el cadáver del párroco al pie de las escaleras, mientras el sol comenzaba a calentar tímidamente, a ráfagas, abriéndose paso entre los restos de la niebla que lo poblaba todo.