A Dolores le escocían los ojos de tanto llorar y de apenas dormir. Los tenía oscuros y profundos como lagos y con un brillo de donde emergía una confianza sin paliativos, pero ahora, estaban resquebrajados, cubiertos de pequeños e hirientes cristales, empañados por el dolor. Tenía dos hijas pequeñas, Clara y Almudena y la única razón de que las tres siguieran con vida era que el soldado encargado de ejecutarlas era Julito, un joven falangista, hijo de Nicolás, el quesero, cuyo negocio estaba al lado de la panadería que regentaba Francisco, su marido, y que era familia retirada de éste. A Dolores ya no le quedaban lágrimas, pero poseía una dignidad que se levantaba como una torre frente a aquella adversidad provocada por los mismos que asesinaron a su marido, a su padre y a su hermano Rafael, todos ellos vinculados a la República, y cuyos cuerpos no aparecieron ni aparecerían jamás. El imperio del luto llegó con las posguerra y eran muchas las mujeres que, como Dolores, debían enfrentarse a aquel apocalipsis sin sus seres queridos. Pero lo que más dolía era ver a los niños vagando perdidos por las calles deslavazadas, saltando entre muros derribados, poniendo en su vagar toda la tristeza del abandono. Una bomba destruyó la panadería de la cual vivía la familia y la casa, semiderruida, aguantaba con la misma fortaleza que la dueña, con sus dos habitaciones y su pequeña cocina. Era todo lo que ahora poseía, pero Dolores, no se arredraba, pues tenía dos hijas pequeñas y había recogido a Rosalía, la hija de unos vecinos desaparecidos en un bombardeo, y de ellas tomaba fuerza. Todo era desolación en aquel tiempo, todo era una lucha gigante por la supervivencia, todo estaba invadido por la aflicción. A ello había que añadir la voracidad del hambre y de la desnutrición y con ellas, los piojos y enfermedades como el paludismo o la pelagra, que abatían a la población en una ciudad donde las penurias se repartían entre sotanas y militares, que paseaban sus fantasmagóricas figuras por entre los escombros de la misma y los de los maltrechos vecinos que la habitaban. El corazón helado de Madrid no dejaba de sangrar y parecía no tener cura, tal era su desgarro, hasta que un atardecer de aquella primavera, Dolores comprendió que no todo estaba perdido, al escuchar las risas de sus hijas y las de Rosalía, que habían conseguido liberar sus juegos de la tristeza y que, como si nada hubiera sucedido, cantaban sentadas entre las ruinas frente a un decorado diseñado a puñaladas por los balazos de los combatientes. La mujer, desde el quicio de la puerta contemplaba la escena y por primera vez en mucho tiempo, sus labios dibujaron una sonrisa que la liberó por unos segundos del dolor. Y ya después, en el interior de aquella casa en ruinas y absorta entre sus quehaceres, pensó que no bastaba una guerra para eliminar la ternura y la alegría y que son estas, las que nos salvan de la crueldad y de la injusticia. Los niños, poco a poco comenzarían a reconstruir la ciudad con sus juegos y con sus risas, pues siempre serán ellos los encargados de restituir la vida que muchos se empeñan en ignorar. Los niños y una sonrisa: la de aquellas madres que velan por ellos y les ofrecen confianza, seguridad y un amor que puede con todo.
Me gusta y me emociona. Me recuerda tanto a ésa abuela y sus relatos de lo que sufrió y luchó por ésa época. Viuda con 26 años y con 7 hijos. Cuántas penurias pasaron.... Gracias una vez más Juamba. Por cierto me han entrado ganas de leer algo de esa gran escritora, tengo que confesar que nunca he leído nada de ella.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, la verdad es que fue una época durísima donde la gente tuvo que sobrevivir como pudo, pasando muchas penurias, como tú bien dices. Por otra parte, te recomiendo que leas algo de Almudena Grandes, te va a sorprender y a gustar mucho. Un abrazo!!
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