viernes, 27 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: ANDREA EN CARNE Y VERSO







Capítulo 6

      Por Navidad, Jules, al igual que Werther a su amada Charlotte, hizo llegar a Andrea una carta donde expresaba de nuevo todo lo que sentía por ella y, haciendo gala de su exacerbado romanticismo, le dedicó unos versos con el fin de impresionar a la joven y hacer que recapacitara y volviera a sus brazos. Los versos, dotados de pasión a la vez que de desesperación, eran los siguientes:

No dejaré a la Navidad que me dispute
La alegría que siento al recordarte,
El placer de verte y emularte
Cuando siempre del amor hacías disfrute.
 
El tiempo correrá tras nuestro vuelo
De blancas azucenas adornado,
De tus labios, por los míos ya besados
Y tu cuerpo que en el mío se hizo anhelo.
 
Dejaré de cubrir tu corazón
Envuelto en sueños de cenizas modelados,
Y alejaré mi presente del pasado
Por no sufrir su falta de atención.
 
Ya eres de mi vida patria y duelo,
Sencilla lluvia, amor embravecido,
Y no puedo abandonarte en el olvido
Y por eso, en mi memoria te retengo.
 
Te fuiste un día de mayo olvidadizo,
Reseco de emociones, aunque azul,
Ausente de silencios, pero tú,
Serás siempre un amorío primerizo.
 
Volveré a mis soledades empeñadas
En sentirse acompañadas del misterio
Que arroja este amor que por ti tengo,
Que ya no sé si grita o si se calla.
 
Te encontraré en un recodo del camino
Bebiendo de aquel río su agua clara,
Y yo sabré apreciar en tu mirada
La sed de amor que siente el peregrino.
 
Más no tenerte es mi cruel fortuna
Que me arrastra a un invierno riguroso,
Y el corazón helado deja un poso
De dulce hiel y pérfida amargura.
 
Que yo mi muerte por tu vida diera,
Sin aspavientos a ella me entregara,
Si tu corazón a mi me perdonara
Y si tu boca, que te quiera me pidiera.
 
 
      El día 27 de diciembre llegaron a sus manos estos versos de Jules. Dos días después descubrieron el cadáver de Andrea en una playa de Barcelona, escupido por un mar bravío alborotado por el viento y la lluvia, arrastrándolo hasta la arena y dejando así a la intemperie una historia de amor tan dulce como trágica, tan hipnotizadora como peligrosa, que el destino había puesto punto y final de una manera extraordinariamente dolorosa. Mientras tanto, ese mismo día, Jules atendía a su madre en el hospital, la cual, permanecía ingresada desde la madrugada, debatiéndose entre la vida y la muerte.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



sábado, 21 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: TE VERÉ EN EL MÁS ALLÁ







Capítulo 5

      La policía había iniciado sus pesquisas tras el reconocimiento del cadáver hallado en la fuente del parque. No llevaba encima identificación alguna, tan solo un reloj y una pluma estilográfica que, destrozada, había manchado el chaquetón y la camisa de aquel hombre desconocido. La autopsia reveló su muerte por un fallo cardíaco provocado por un intento de asfixia y su cuello reflejaba marcas de violencia y moratones. Habían pasado varios días desde el desgraciado suceso y no había ni una sola pista que condujera la investigación hacia el autor del crimen.
      El inspector Rovira era un hombre más bien taciturno, encargado del departamento de homicidios de la policía de Barcelona y sobre el que había recaído el asunto. Caracterizado por una innata sagacidad, era, sin embargo, una persona en cierto modo introvertida y de modales ásperos que andaba enemistado con la mayoría de los compañeros, los cuales lo consideraban poco menos que un pequeño tirano. En realidad, era un hombre hecho a sí mismo, curtido por un trabajo duro que había desarrollado desde los veinticuatro años, cuando ganó la plaza como policía en Figueras. Había investigado y desentrañado con éxito muchos casos de asesinato y estaba acostumbrado al juego esquivo de indagar, zambulléndose para ello sin miedo en las más turbulentas aguas. Desde el mismo día en que sucedió, Rovira no cejó en su empeño de aclarar las circunstancias del triste acontecimiento. Entrevistó a los jardineros del parque, los cuales aseguraban no haber visto nada, pues comenzaban su trabajo sobre las ocho y media y el presunto crimen, según la investigación, sucedió sobre las siete y cuarto de la mañana. Solo uno de ellos, que pasó por allí antes de ir a desayunar a una cafetería cercana declaró que sobre las ocho menos diez había visto a un hombre que atravesaba el parque con cierta precipitación, y otros dos jóvenes estudiantes que se dirigían a la parada de autobús para ir a la universidad. Por lo demás, el parque estaba desierto, o por lo menos, él no había visto a nadie más. Después entrevistó a Carmen, una mujer de unos sesenta años que regentaba el quiosco, situado a unos cientos de metros de la fuente de donde sacaron el cadáver, y tampoco vio nada según dijo, excepto al señor Verdaguer, dueño de la cafetería que había enfrente, que, como cada mañana temprano, se acercaba al establecimiento en busca de los periódicos del día. Con esto, Rovira poco podía hacer. Pero no se desanimó y volviendo al lugar de los hechos, encontró flotando en el agua de la fuente, entre las hojas, un pequeño papel doblado donde había una anotación escrita, pero el contacto con el agua había hecho que ésta fuese casi ilegible. Lo guardó en una pequeña bolsa de plástico y lo llevo al departamento para intentar averiguar qué era lo que ponía en aquellos garabatos emborronados. Después se tomó un café bien cargado y convocó una reunión donde dio las órdenes pertinentes para averiguar la identidad del desconocido de la fuente. Todos se pusieron manos a la obra, mientras Rovira, sentado en el sillón de la oficina, se fumaba un cigarrillo y pensativo, se abstraía con las noticias que lo saturaban desde la pantalla del ordenador.
      Se acercaba la Nochebuena y en estas fechas se acentuaba la angustia vital de Jules llegando a desesperar al joven que se sentía más abandonado que nunca, pero también más furioso. Furioso con su padre, con su madre y con el mundo. Solo se sentía mejor en el trabajo, donde por unas horas se liberaba de la carga psicológica que arrastraba desde que hacía más de dos años, cuando su madre se había convertido en un cuerpo que apenas reaccionaba, que no sentía, pero que padecía y sobre todo, involuntariamente, por supuesto, hacía padecer. Porque para Jules la vida era un sufrimiento, aunque contaba con la ayuda de una vecina a la que contrataba por horas para que la cuidara, la mayor parte del tiempo era él el que se encargaba de sus cuidados: la lavaba con agua y jabón concienzudamente y después, enjuagaba y secaba su cuerpo en un ritual que solo un hijo podría hacer con tanta delicadeza, procurando siempre mantener su piel y la ropa en contacto con ella limpia y seca. Cada cierto tiempo, cambiaba de postura aquel cuerpo inerte, condenado para siempre a no sentir otras emociones que no fueran las del padecimiento, y con el fin de que las úlceras no hicieran su aparición, le aplicaba el consuelo de una crema hidratante. A la hora de comer, Jules enseñaba a su madre como abrir la boca, ponía en la cuchara un poco de dulce de leche que sabía que le agradaba, alternándolo con el puré proteínico que tomaba a diario. Todo con una paciencia extrema, en una relación de amor y frustración que llevaba a Jules a un desasosiego devastador. A veces, necesitaba escapar y se marchaba a Barcelona, perdiéndose en los tugurios más sórdidos y entregándose de lleno al alcohol y al sexo fácil. Casi siempre solo, por Vía Laetania o por algún suburbio de la ciudad, se sentía como un animal enfermo, herido de muerte y a punto de caer en cualquier portal, acechado por la luz insolente de la luna, que blanqueaba todo su cuerpo y traslucía sus emociones, hasta que el sol la desplazaba en un grito de luz que ponía en evidencia su dolor.
      Andrea aceptó tomar un café con Jules y para ello quedaron en Barcelona, cerca del mercado de la Boquería, en un lugar íntimo y cálido que ambos conocían bien porque cuando estaban juntos lo visitaban con frecuencia. Era una cafetería cuyo máximo atractivo era, además de un excelente café, la posibilidad de examinar y de poder adquirir libros de primera o segunda mano que, expuestos en estanterías, contribuían a su decoración. Aquella especie de librería-café era un paraíso terrenal donde quizá surgiera la esperanza de poder reconquistar a la joven, o al menos, eso pensaba Jules, totalmente obsesionado con esa idea, que se reafirmó cuando Andrea dijo que sí a la cita.
      -"Eres mi amor", comenzó diciendo el muchacho, mirándola como si hubiera descubierto por primera vez la dulzura de sus ojos.
      -"Fui tu amor", contestó Andrea, mirándolo con cierta desconfianza y bajando la mirada, aunque sonriendo.
      -"No puedes imaginarte lo que ha sido mi vida sin ti estos años -continuó el joven- , ha sido un descenso al infierno que aún perdura"
La joven lo miraba algo aturdida y veía el nerviosismo de Jules, que no dejaba de jugar con la servilleta de papel, la cual, llevaba impresos unos hermosos versos de Rosalía de Castro:

"No son nube ni flor los que enamoran,
Eres tú corazón, triste o dichoso,
Ya del dolor y del placer el árbitro,
Quién seca el mar y hace habitar el Polo"






      El corazón de Andrea andaba tranquilo. Hacía mucho tiempo que no sabía de revoluciones y la que mantuvo con el de Jules, parecía sofocada desde hacía mucho tiempo. El corazón de Jules, siempre tortuoso, no olvidó nunca al de Andrea, aún a sabiendas que solo provocaría en él escoceduras y llagas.
      -"No pude salvarte, y lo intenté de veras", replicó la joven, "Cuando me fui, lo hice sin dejar de quererte, intentando con todas mis fuerzas no volver la cabeza cuando bajaba las escaleras de nuestro piso, porque si lo hacía, sabía que no podría abandonarte, sin embargo, fui fuerte".
      -"Fuiste fuerte y cruel", respondió en tono dolorido Jules.
      -"¿Cruel?, no, fui justa contigo y conmigo" dijo Andrea a punto de que las lágrimas cubrieran su rostro, mientras sus labios temblaban.
      -"¡Vuelve a mi lado!". La súplica llegó a calar tan hondo que casi toca el corazón de Andrea, pero tuvo suerte y colocó a tiempo un débil parapeto de racionalidad que la salvó. Después, apurando el café con leche, se levantó y se despidió con un beso. Los ojos de Jules la vieron alejarse entre la gente para después, volver a posarse en ella y comprobar que su corazón latía todavía por Andrea, la cual, sería suya de nuevo y volverían a vivir juntos bajo los auspicios del amor, que es el que en realidad, mueve los hilos.
      La investigación seguía su curso intentando ahora resolver el enigma de la nota que el inspector Rovira encontró. Podría arrojar luz al caso del que hasta ahora solo había un cadáver y un desconocido que caminaba a paso firme por entre los árboles del parque y al que estaban tratando de encontrar. Tras los pertinentes análisis, el peritaje caligráfico determinó que la tinta de la nota no era la misma que la esparcida por la estilográfica rota y que manchó la camisa del cadáver. Ahora tocaba intentar descifrar su texto, y fue una tarde, cuando Rovira recibió una llamada del departamento de caligrafía forense, para decirle que, aunque con dudas, analizada y estudiada la nota, la frase que albergaba era la siguiente: "Te veré en el más allá". El inspector apagó el cigarrillo, se levantó del sillón y sin decir palabra salió a la calle.






Continuará...
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


lunes, 16 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: BÚSCAME EN TU CORAZÓN







Capítulo 4

      El día que conoció a Andrea sintió que algo nacía dentro de su pecho, el cual, era hasta ahora, como una presa de acero que protegía su corazón del exterior, impermeabilizándolo todo, sin dejar ni una fisura por donde dejar escapar la humedad de las emociones. Pero fueron los ojos de la joven los que comenzaron a socavar esa presa, unos ojos menudos y vivaces que, sin ser especialmente bonitos, se detuvieron pausadamente en los suyos comunicándole que comenzaba un tiempo nuevo en su vida, donde tendría que aprender a abrir las compuertas de ese dique de metal si quería vivir en perfecta armonía con él.
      El primer beso sucedió de forma fortuita y fue Andrea la que se decidió a propiciarlo tras un regalo que inesperadamente Jules le entregó. Se trataba de un libro editado en Barcelona en el año 1945 de la obra "Las penas del joven Werther", de Goethe, una pequeña joya encuadernada en pergamino y con unas bellísimas ilustraciones de D´ivory Joan Vila. Sus labios quedaron grabados en los de Jules a partir de ese momento y ya todo fue una búsqueda de Andrea, de su espíritu y de su cuerpo, entregando cada minuto del día a la veneración de aquella muchacha de risa contagiosa y cabello oscuro que comenzaba a erradicar poco a poco el frío invierno que azotaba el interior de Jules. Pero el joven, al contrario que Werther con su adorada Charlotte, sí pudo conocer los escenarios que dibujan el amor y el deseo, escenificándolos cada vez que podía en un pequeño apartamento alquilado cerca del casco antiguo de Tarrasa. Allí quedaban los dos amantes cada vez que sus horarios se lo permitían y en esos encuentros a salto de mata, Jules bajaba a veces la guardia y dejaba que Andrea fuera descubriendo poco a poco la sinuosidad perpetua que embargaba su espíritu, forjada al calor de la indiferencia, la amargura y las ausencias de un padre, y de una madre ahogada en un matrimonio fracasado desde el mismo momento en que fue depositaria de las derrotas de su marido y cuya dulzura le fue transmitida a plazos, ejecutados con tanta diferencia en el espacio y en el tiempo que a Jules no le quedó apenas referencia de la misma.





      A veces, entre la lava del volcán, Andrea se estremecía notando en su cuerpo como una bocanada de aire frío que la apagaba y la hacía acurrucarse contra la almohada, y otras veces, cuando sus manos acariciaban la espalda de Jules, él daba un respingo y se ponía a temblar durante unos instantes. Después, se levantaba, iba al baño y al volver, su humor había cambiado tanto que no parecía el mismo hombre con el que había hecho el amor hacía unos minutos. Al poco y sin decir palabra, él se marchaba llevando en su mirada una brizna de insatisfacción y violencia latente. Algo no funcionaba bien en aquel tiempo de azúcar en el que vivían sumergidos, tanto es así que a veces dejaba un sabor amargo en los labios de la muchacha.
      Las discusiones con Jules eran cada vez más frecuentes y a veces por los motivos más insignificantes. Su carácter cambiante hacia Andrea, unas veces cariñoso en extremo, otras, frío y casi hostil, iban socavando una relación que la joven hacía todo lo posible por salvar, pues adoraba a Jules, pese a su hermetismo emocional. A veces, el joven desaparecía, no contestaba a sus llamadas y ni tan siquiera podía ir a buscarle a su casa, pues no le dijo nunca donde vivía. Llevaba más de una semana sin noticias de él, cuando averiguó su dirección a través de Mateo, uno de sus compañeros de trabajo, y sin pensárselo dos veces, cogió el autobús y puso rumbo al barrio de la Maurina, concretamente a la calle Orán, en la cual, Jules vivía con su madre en un tercer piso del número 56.






      Cuando llegó, la puerta estaba abierta y unos enfermeros entraban con rapidez en la casa donde Jules, visiblemente nervioso, los guiaba hasta el dormitorio de su madre, la cual, había sufrido una crisis. No advirtió la presencia de la joven hasta que el médico hizo reaccionar a la madre y mirándola gritó: "¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido donde vivo?", y cogiéndola por los hombros la zarandeó hasta que la joven entre sollozos, acertó a decir: "Quería saber cómo estabas... hace días que no sé de ti..." Jules, la empujó hacia la puerta entre gritos "¡No tenías ningún derecho!" no cesaba de repetir furioso mientras sus ojos se clavaban amenazantes en los de Andrea que, rebosantes de lágrimas, expresaban incrédulos el pánico de la decepción.
      No lo volvería a ver hasta unos días después. Era una tarde grisácea y extraña donde parecía que la lluvia se iba a cerner de un momento a otro sobre la ciudad, pero se contenía y solo se atrevía a lanzar cuatro gotas de agua desperdigadas con la ayuda del viento.
Jules le pedía perdón entre lágrimas buscando el cobijo de sus caricias, pero Andrea presentía ya en lo más hondo de su corazón que debía alejarse de aquel hombre asustado, abrumado por su propia existencia, más se quedó allí de pie, mientras él, de rodillas se abrazaba a su cintura como un niño que acabara de encontrar a su madre después de muchas horas de andar perdido.
      Volvió el tiempo del azúcar y durante una temporada todo fue plácido y apasionante. Andrea disfrutaba muchísimo con la amplia cultura autodidacta de Jules y mantenía con él largas conversaciones y disputas marcadas por el amor de ambos hacia la literatura. Jules, amante de un romanticismo exacerbado frente al moderado racionalismo de Andrea, era una combinación explosiva que los llevaba por lo general al lecho, donde las palabras daban paso a los besos y donde permanecían abrazados hasta el amanecer.
      Sin embargo, el frío siempre acababa volviendo, filtrándose cada día por entre las grietas que conformaban el espíritu de Jules y ni se daba cuenta de que, mientras a él lo ahogaba el calor, a ella el corazón lo cubría por momentos una breve y fina capa de escarcha.
      A veces, ella oía los pasos de Jules de madrugaba y lo escuchaba hablar solo en un diálogo absurdo de preguntas sin respuesta, de frases inconexas en las que a veces parecía escuchar su nombre: "Andrea". Luego, él volvía al dormitorio y se quedaba sentado en el sillón durante largo rato y la miraba en una oscuridad solamente mitigada por la luz escasa que penetraba por la ventana. Ella sentía los ojos acerados de Jules recorriendo su cuerpo y no podía evitar inquietarse. Cuando regresaba a la cama, pegaba sus labios a su cuello y los sentía ajenos, no los reconocía, y entonces le sobrevenía un escalofrío.
      Una noche fue a más, y entre caricias, Andrea notó sobre su cuello una vez más la textura de las manos de Jules, cuya suavidad, interrumpida por las asperezas dejadas por el trabajo que desempeñaba en la imprenta, lo recorría y cercaba de forma pausada, sin prisas, hasta rodearlo. Entonces notó que se asfixiaba y de golpe apartó a Jules fuera de la cama. Se levantó rápidamente y buscó torpemente sus ropas dispersas por el suelo, mientras Jules, alarmado, pedía disculpas una y otra vez rogándole que no se marchara. Andrea se vistió y sin encender la luz, se fue escaleras abajo. Eran las tres de la mañana. No volverían a verse hasta el día de su reencuentro en el tren. Pese a todo, días más tarde recibió una carta de Jules, donde expresaba cuanto la amaba y que sin ella, estaría perdido. Ella la guardó y pensó en él y después de analizar aquellos tres años de extraño amor, buscó en su corazón y desconcertada, comprobó que después de todo lo que había pasado, Jules seguía estando ahí.










jueves, 5 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: ORÍGENES







Capítulo 3

     Su padre era un parisino refinado en modales y escueto en sentimientos, una persona culta y pragmática que no superó nunca el haber fracasado como director de cine. En los años setenta estudió en el IDHEC de París (Institut Des Hautes Études Cinématographiques), el instituto de estudios cinematográficos que desde 1944 daba la oportunidad a quién lo requería de poder estudiar todo lo relacionado con la imagen. Así, Gérard fue un estudiante ambicioso y con una gran fuerza de voluntad, inteligente para muchas cosas, pero irremediablemente mediocre en cualquier faceta relacionada con el arte. Fanático de la "Nouvelle Vague", su director de cine favorito siempre fue François Truffaut, al cual veneraba desde que un día viera en un ciclo de cine de la universidad "Jules y Jim", convirtiéndose dicha película en una obsesión para él. Por eso, cuando se casó con Beatriu, una mujer perteneciente a la alta burguesía catalana, no dudó en poner a su primer hijo uno de los nombres que da título al film, concretamente el primero: Jules. Tras varios proyectos fallidos que llegaron a arruinarlo, Gérard desistió de su sueño de ser "el nuevo Truffaut", para imbuirse en una tristeza absoluta y en una amargura contagiosa que no tardó en transmitir a su joven esposa, embarazada de Jules, con la que vivía en una calle al norte de París, en un humilde apartamento alquilado que pronto no podrían pagar. De este modo, al poco tiempo y antes de nacer el niño, se trasladaron a España y Gérard se puso a trabajar como director en la sucursal de un banco cuyo máximo accionista era el padre de Beatriu. Fijaron su residencia en Tarrasa, una ciudad cercana a Barcelona donde tenía su puesto de trabajo y donde Jules, por fin vio la luz. El nacimiento se produjo a mediados de los años ochenta y éste supuso una especie de bálsamo para el matrimonio, envuelto en las turbulentas acritudes que Gérard llevaba dentro y que provocaban en él momentos de ira desmesurada, de oscuros silencios y de un profundo desprecio hacia sí mismo que trasladaba a los que lo rodeaban. Había pasado de querer fabricar sueños a la rutina gris y sin esperanza que suponía el trabajar en un banco y encima, gracias a su mujer. Era más de lo que podía soportar.
      A sus treinta y tres años, a Jules no le interesaba casi nada de lo que acontecía a su alrededor, eso sí, apasionado de la lectura, su casa era una biblioteca tan inmensa como desordenada. Recibía pocas visitas y vivía de su trabajo en la imprenta y de la pequeña pensión que le quedó a su madre tras el accidente, así como de los restos del naufragio que supuso para la familia de Beatriu la quiebra del banco, que la dejó en una situación económica más que dramática. Era un joven tímido y los pocos amigos que tenía eran sus compañeros de trabajo, aparte de Pedro, su vecino, con el que salía alguna vez a tomar un café y a admirar a las chicas, siempre refugiados tras el cristal de la cafetería. Andrea apareció en su vida hacía más de seis años y fue la primera y la única relación seria que había tenido. Ayer la pudo ver de nuevo después de tres años y renació en él el viejo deseo de acariciar su piel con la suya, de poseer su cuerpo y aprisionar su alma en el laberinto perpetuo que conformaba su corazón, que volvía a latir tras años de parálisis agudizada por el accidente que dejó a su madre postrada en una cama y la marcha de su padre a París, en un denodado esfuerzo por recuperar sus antiguos proyectos y dirigir películas. Desde que se marchó, no tuvieron noticias de él y Jules se entregó en cuerpo y alma al cuidado de su madre que, inmersa además en un voraz alzheimer prematuro, ya ni siquiera lo conocía.