lunes, 14 de noviembre de 2022

FLORES DEL BESO




 

      Vivía en su castillo recluida en un mundo donde la imaginación y la fantasía formaban parte de lo cotidiano. Sin embargo, los libros, que se contaban por millares, la sumían en aventuras desconocidas, en universos de los que nunca quería salir y en emociones inauditas que disfrutaba con la vehemencia de la juventud, pues Mariska tenía 16 años y vivía entre las paredes llenas de magnificencia de aquel maravilloso palacio. Sus padres, la habían encerrado, pues se habían enamorado de Charles, el humilde cuidador de "Vencedor", su caballo favorito. Pero ella no desesperaba y leía y leía, mientras el tiempo pasaba de una forma lenta y extraña. A veces, cuando se miraba en el espejo, se veía mayor, como si tuviera más de ochenta años y el rumor del agua del mar que rodeaba aquella cárcel donde pasaba sus días, traía a su mente canciones desconocidas, unas alegres y otras tan tristes, que no podía dejar de llorar. Otras veces, por el contrario, se veía hermosa, llena de vida y con Charles a su lado, paseando o bailando por los acantilados que bordeaban el castillo. Un día, no había terminado uno de sus libros favoritos, cuando sintió la necesidad de escapar de allí, de hacer realidad los viajes que durante tanto tiempo había leído, así como las aventuras de las que se sintió protagonista junto a su amado. Pero sabía que esto era imposible. Su madre, una mujer de ojos acerados e implacables, solo se ocupaba de proporcionarle la comida y los libros que pedía, su padre, se ocupó de que Charles no regresara al castillo, ni al pueblo y así, el joven desapareció y jamás se supo de él. Ante la ausencia de oportunidades de cumplir sus sueños y al conocer el destino de su amado, Mariska pidió a su madre un alfiler de oro con rubíes engarzados y le pidió que le cortara unas flores del jardín, unas flores llamativas y bonitas que su bisabuelo había traído del Putumayo colombiano y que, por su forma, eran llamadas "labios de novia" o "flores del beso". Sin más, extrajo como pudo su savia e impregnó el alfiler desde la punta hasta el remache de rubíes, después, se lo clavó muy cerca del corazón, apenas rozándolo, pero poniendo en él el veneno suficiente como para que dejara de latir. Cuando entró su madre a llevarle la comida la halló muerta con un libro de botánica entre las manos, donde descubrió que aquellas preciosas flores del beso, serían las que le concederían la llave eterna de la libertad.







martes, 1 de noviembre de 2022

POR EL DÍA DE DIFUNTOS

 



      

      Por el Día de Difuntos, el cementerio se cubría de flores que, recién puestas, comenzaban a secarse y los vivos colores de que hacían gala se iban tornando en pálidos amarillos y oscuros ocres. Los pétalos se desprendían poco a poco, heridos por una brisa tenue pero venenosa que recorría el recinto hasta el último rincón, buscando recovecos por donde introducirse en las tumbas o en los nichos más antiguos, removiendo con su gelidez  la frialdad aún más grande de los restos de aquellos que hacía mucho tiempo habían dejado este mundo para disfrutar del sueño eterno. Al atardecer, una neblina cubría el pueblo de parte a parte y la gente se refugiaba en su casa, una vez habían rendido culto a sus difuntos, mientras en el cementerio, en ocasiones se oían voces y lamentos en la oscuridad de sus noches y pasos que iban y venían entre las tumbas en una peregrinación sin rumbo y al día siguiente, se veían huellas de pies desnudos, dibujando en el suelo figuras extrañas que abrían caminos que apuntaban a extramuros, donde vivía la gente, cada vez más asustada por lo que cada año parecía suceder en el cementerio. Nunca hubo encargado en este camposanto tenebroso, pues los que llegaban no tardaban en irse, en cuanto comprendían que la vida y la muerte estaban separadas por la fibra de una telaraña, y que siempre hay gente que se deja cuentas pendientes en este mundo antes de abrazar la eternidad. Ese era el caso de Faustina, la mujer más rica del pueblo que, por avaricia, dejó morir a su padre y a su marido cuando la enfermedad hizo presa en ellos y que, a lo largo de su vida, no pudo disfrutar plenamente de los bienes que le legaron porque aún le quedaba una mínima parte de conciencia que nunca pudo acallar. Cada noche, Faustina recorría el cementerio y se dirigía hasta las tumbas de su padre y de su esposo y lloraba sin consuelo, derramando lágrimas que penetraban en la tierra de la que salían crisantemos negros que se desvanecían cuando, al amanecer, el sol comenzaba a calentar con sus incipientes rayos  aquel sitio inhóspito y desolador. Lucas, el último enterrador que tuvo el cementerio, huyó cuando al atardecer se encontró con un hombre con un traje de finales de siglo XIX, que le preguntó dónde estaba situado el mausoleo de la señora de López Iturbi. En una mano llevaba un bastón y en la otra un pequeño ramillete de azaleas moradas, un color poco habitual en esas flores. Tras indicarle el camino, el enterrador cayó al suelo presa de una parálisis provocada por el miedo y un sudor frío recorrió su cuerpo cuando vio como, tras depositar el ramillete en la tumba de la señora, aquella figura desapareció, transformándose en una especie de niebla que fue a introducirse en el panteón de los Solorzano, una familia de la nobleza, cuyo hijo había sido el amante de la señora de López Iturbi. De todo esto fue informado Lucas antes de que tomara la decisión de dejar su cargo e irse del pueblo para no volver. No hubo más encargados del cementerio, y los vecinos que iban a trabajar y no tenían más remedio que pasar por delante de él, no paraban de contar lo que sentían al andar cerca de sus muros, incluso hubo quien dijo haber visto a una mujer vestida de blanco levitar por encima del recinto, persignándose con sus dedos largos y huesudos, y rasgándose la túnica que la cubría con sus largas uñas. Por eso, cuando se acercaba el Día de Difuntos, y cuando las gentes rendían tributo a sus muertos, el pueblo era una algarabía de miedo y de leyendas, de historias acunadas bajo supersticiones peregrinas que se fueron cultivando año tras año, pero que nadie se atrevía a poner en duda, porque ya se sabe que entre la vida y la muerte, entre lo natural y lo sobrenatural, hay una tenue separación, una separación tan frágil como la fibra de una tela de araña.