viernes, 29 de noviembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: REENCUENTRO









Capítulo 2: Reencuentro.

      Las miradas parecían clavarse en él casi sin querer y de forma intuitiva trataba de esquivarlas con nerviosos ademanes que no hacían otra cosa que avivar la curiosidad de la gente. Aún llevaba el abrigo mojado y de las mangas todavía escapaba alguna gota de agua que, oculta, chorreaba en sus bolsillos, cálido refugio de sus manos, las cuales, heladas de nuevo, buscaban algún rincón seco del chaquetón de paño que llevaba. Se sintió algo mareado, pero no encontró un sitio vacío en el tren donde sentarse, de modo que continuó de pie, apoyado contra una de las puertas, con la mirada baja, pero observando sin perder detalle el comportamiento de los pasajeros, algunos de los cuales, conocía de verlos cada día en su viaje hacia la capital, donde seguramente tenían su trabajo y sus obligaciones. Él también las tenía, pues trabajaba desde hacía tres años en una imprenta. Hoy seguramente llegaría tarde, pero el jefe ya sabía lo de la enfermedad de su madre y no habría problema alguno, pues era un hombre tranquilo y comprensivo con el que se llevaba razonablemente bien. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta de que había llegado a su destino. Solo el timbre que avisaba de la parada lo volvió a poner en contacto con la realidad, así como una voz de mujer que lo llamó por su nombre: "¡Jules!". Era Andrea, su antigua novia, que apareció ante sus ojos grises con la ingravidez de un fantasma, aunque su cálida sonrisa le hizo pensar que el sol acababa de salir por completo esa mañana, y su cuerpo, aterido de frío, comenzó a tomar calor mientras una vez puestos los pies en el suelo de la estación, la saludaba con un beso. Andrea notó en la mejilla la misma frialdad en sus labios, recordó sus besos de hielo y de golpe, le vino a la mente los motivos por los que lo abandonó. Y sin querer, se puso a temblar como una hoja.


El dibujo que ilustra este capítulo es de José Alcalá, de la serie "Trenes modernos" y está realizado al acrílico.














viernes, 22 de noviembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA








  
       Lo mató ahogándolo en una de las fuentes que, desperdigadas por el parque, lo poblaban de norte a sur. Cuando el anciano quiso reaccionar, tenía la cabeza dentro de la frialdad del agua y la vida perdida en su engañosa claridad. Aquel temprano sol de otoño no hacía sino intentar con su luz llamar la atención de la gente, que comenzaba a pulular por allí, sobre el horrible suceso que acababa de acontecer, mientras las hojas secas, que teñían de rojizos ocres el diáfano verdor del agua, arropaban el cadáver del hombre cuando la policía lo levantó. Hacía menos de una hora de su fallecimiento y en sus abiertos ojos aún se adivinaban destellos de una vida recién apagada.
     Jules, mientras tanto, desayunaba en una cafetería al norte de la ciudad. El humo hirviente del café calentaba sus heladas manos, mientras su amargor le dejaba un regusto a miel en la boca. Eran cerca de las ocho y, presuroso, se dispuso a coger el tren de cercanías.

     
                                                                                                                                     (Continuará...)











viernes, 15 de noviembre de 2019

LA LIBERACIÓN DE ALICIA








      Aquella niebla espesa que la rodeaba le recordaba que el mundo, al que estaba unida de una manera frágil, se desvanecía ante sus ojos. Se armó de valor y atravesó los muros de aquella vieja mansión, rodeada de las nubes de bruma que a su vez abrazaban los árboles del jardín, a los que devoraba. Su pelo se desparramaba en lacios mechones grisáceos, acariciaba sus hombros y caía en cascada hasta poco antes de llegar a la cintura y sus piernas desnudas, tan delgadas, eran piel sobre huesos y de una longitud inimaginable. Aquello no era el cielo, ni la tierra, ni tan siquiera el infierno. Era un espacio frío y lejano que, sin embargo, para ella parecía ser un refugio. Había cientos de habitaciones en la casa y se distribuían según su tamaño, de la más grande a la más pequeña. Ella buscaba la habitación de la luz. Le habían dicho que se encontraba allí, dentro de aquel caserón cuyas paredes, a punto de derruirse, la invitaban extrañamente a iniciar su búsqueda. Hacía años que no llovía y el viento era de una aridez que quemaba las plantas y éstas no llegaban nunca a cerrar su ciclo vital. Les pasaba un poco como a ella. Y allí seguía, con sus piernas delgadas, su cabello grisáceo y sus manos, de una suavidad casi viscosa que escondían unos huesos ásperos y afilados que la lastimaban con sus hirientes formas, y así, se descolgaban sin ánimo, sin fuerzas y se arrastraban por el suelo con la desgana de quien presiente una desgracia. Como a alguien a quien le han robado el espíritu.
      Se aventuró y abrió la primera puerta y fue a dar a un pabellón inmenso, vacío, oscuro y gélido y se dio cuenta inmediatamente de que aquel no era su lugar, porque dentro de él corrían alientos de vida que se agarraban a su garganta y la obligaban a seguir respirando. Cruzó la estancia rápidamente, dejando la huella de sus uñas impresa sobre el piso, que era de un material de gran dureza y de ocres tonalidades, levantando al arañarlo volutas de fuego que le provocaban a su vez ataques de pánico y ansiedad. Sin ánimo, atravesó la segunda puerta, donde encontró una habitación algo más pequeña con una mesa en el centro y sobre ella, un cuenco con aceite donde las lamparillas brillaban con una fuerza inacabable y donde a pesar de la fuerte corriente de aire que cruzaba la estancia, no se apagaban nunca. A los lados se abrían otras habitaciones hasta conformar un auténtico laberinto. Se dio cuenta de que al salir de allí, aquellas mariposas del aceite por fin se apagaron, y sin mirar atrás, continuó su búsqueda. Estaba en el buen camino. A mano derecha encontró un pasillo tan estrecho que sus hombros huesudos chocaban con las paredes una y otra vez, y sus piernas se arqueaban mientras iba avanzando y observando aquellos cientos de puertas cerradas a cal y canto que parecían decirle: "vuélvete, aquí no está lo que buscas". Quiso volver atrás, pero le resultó imposible y se internó en uno de aquellos habitáculos cuya puerta entreabierta la invitaba a atravesarla. Sus manos seguían arrastrándose por el suelo, dejando una veta de sangre en su recorrido y dejando con sus uñas, duras como el acero, unos cercos tan rectos como el pasillo. Allí no había nada, salvo una ventana cerrada a cal y canto y que ni siquiera intentó abrir. Se dio la vuelta y entonces escuchó un golpe en la ventana y una voz infrahumana que le decía una y otra vez: "¡No vayas! ¡No vayas!". No hizo caso, sabía que estaba cerca de su objetivo y atravesó un nuevo espacio donde anidaban cientos de ratas que al cerrar la puerta comenzaron a chillar y a chillar, saltando de un lado a otro mientras ella, en su vagar, se regocijaba en el olor nauseabundo que despedían aquellos rastreros animales, alimentados con la carne de todo aquel que osaba poner el pie en aquella casa. Un día se llamó Alicia y fue una mujer afable y bondadosa. No era bonita, era más bien resultona y sus cabellos hoy acerados y sin apenas vida habían sido tan rubios como las espigas que maduran en verano, y sus manos, pequeñas y suaves, habían atendido a cientos de enfermos en el hospital donde trabajaba. Fue una buena enfermera y una buena mujer, querida por todo aquel que la conoció.
      Se integró de nuevo en su ruta y ante su mirada cansada aparecieron unas escaleras que descendían hacia una especie de sótano y sin más demora, las bajó en una oscuridad sin precedentes, hacia los abismos que ella presentía que la conducirían a la habitación de la luz. Llevaba días, meses y años bajando aquellas escaleras. Su pelo caía al vacío balanceándose de un lado para otro sin que ella supiera hasta donde llegaba su final. Las uñas se retorcían en sus manos provocándole infinitos dolores y sus mejillas se pegaban a los huesos de la cara mientras sus ojos, acumulaban dolor y una inhumana fatiga vital. Sintiéndose desfallecer, soltó la eterna escalera a la que se aferraba y cayó en aquel agujero negro. Su voz se quebró en un grito hiriente que envolvió el lugar y su cuerpo fue a parar en un viaje sin retorno a un pequeño féretro iluminado por cientos de luciérnagas donde encajó a la perfección y donde por fin pudo cerrar los ojos. Había llegado a la habitación de la luz y la muerte, que, siempre fría y oscura, iluminó a Alicia en su vagabundear hacia otras inmensidades, hacia un lugar donde su existencia sería plácida y donde brillaba la estela de su excarcelación.
      Este ha sido un relato tan absurdo como absurdas fueron las pesadillas que la joven enfermera tuvo intermitentemente durante más de tres años y que desembocaron en la locura. Fue el psiquiátrico su último hogar, encontrando allí por fin la habitación de la luz donde, entre sus blancas paredes Alicia se liberó de la cordura que la ataba al mundo.












sábado, 9 de noviembre de 2019

FUGACIDAD








 
 
"El tiempo, que fugaz pasa,
deja heridos los otoños
bajo el tintineo del agua.
Las hojas al compás bailan
de música imaginada
y nos dicen lo que somos:
Todo hoy, mañana nada."
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


viernes, 1 de noviembre de 2019

POR EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS








      Las viejas puertas del pequeño cementerio se abrían de par en par cada uno de noviembre y el aire del camposanto se llenaba de un perfume especial, constituido por la mezcla de las esencias de todas las flores que los que se sentían tristes añorando a quien un día perdieron, portaban y colocaban con mimo delante de la inscripción con el nombre de ese ser que significó tanto para ellos. Las rosas se erguían y bailaban movidas por la leve brisa de aquel día otoñal, aunque cálido. Los claveles y los jacintos se alborotaban dejando a veces escapar una lágrima que era recibida por la tierra que cobijaba a aquellos cuerpos que un día hubieron de desprenderse del alma que los habitaba. A su vez, los gladiolos y las calas se dormían cuando escuchaban la canción que el tiempo les susurraba en un arrullo de nana eterna que los hacía suspirar. Y los cipreses, como veletas vigilantes, querían alcanzar el cielo a modo de homenaje, saludando a Dios, que desde las alturas, observaba aquella procesión de idas y venidas, de recuerdos vivos y mudos, de sentimientos de intimidad desbordada de aquellos que paseaban por las calles estrechas del cementerio llevando en el corazón y en el pensamiento a sus seres queridos. Un año más, se celebraba el Día de Todos los Santos.
      Ángel perdió a su madre cuando tenía ocho años, hoy tenía diez y todavía no podía comprenderlo. Echaba tanto de menos su piel que la suya había perdido el color, y la humedad de sus ojos, profundamente oscuros, había desaparecido, dejando en sus pupilas un deslustrado color negro, como de luto antiguo. Ya no podía ni llorar, solo en su rostro se adivinaba la melancolía de la ausencia que socavaba su ánimo día a día, mientras los recuerdos de su progenitora se hacían más vivos cada vez, como también era más fuerte su indignación con el Altísimo, que implacable, le había arrebatado a quien le había dado la vida.
      El día treinta y uno por la mañana, después de visitar el cementerio con su tía y de colocar sobre la lápida de su madre un gran ramo de rosas blancas, Ángel decidió por la tarde volver allí. Necesitaba saber de su progenitora. No podía ser que ella, tan libre, tan alegre y tan vivaz estuviera allí en aquel túmulo, entre aquellas cuatro paredes aprisionada y que sus brazos, tan llenos de dulzura y de vida no volvieran a rodearlo, y que sus besos no volvieran a invadir su rostro a golpes de amor. Aún tenía en el corazón sus últimas palabras antes de emprender su viaje: " Tú eres mi ángel, tú me haces vivir, yo seré tu luz mientras me recuerdes..." Y él, desde entonces, todos los días se embebía en un sentimiento de felicidad y a la vez de nostalgia y tristeza que lo hacían imaginar el regreso de su madre, la cual, en sus sueños, lo llamaba dulcemente tras la puerta de cristales del salón de su casa. "¡Ángel!", se oía, pero cuando miraba hacia el lugar donde escuchaba el sonido de aquella afectuosa voz, solo encontraba el vacío y el dolor del abandono.
      Se sentó sobre la lápida y apartó el frondoso ramo de rosas colocado por la mañana y leyó: "Lucía Ledesma Martínez" y dos fechas, la de su nacimiento y la del día en que se fue para siempre. La tumba estaba situada en un rincón, al pie de una hermosa buganvilla que, enredada en la blanca pared del viejo cementerio, trepaba hasta casi salir por encima de las tejas que la cubrían. Pasaba el tiempo sin espera y Ángel, adormecido entre recuerdos, no se dio cuenta de que había llegado la hora de marchar, pues eran casi las siete y ya había oscurecido. Así, el encargado del camposanto, que no percibió la presencia del niño, cerró las puertas y dando un suspiro se marchó, quedando el recinto iluminado por los cirios y algunos faroles desperdigados entre las tumbas y los nichos, dejando encerrado al chiquillo que al poco, se percató de que las puertas se habían cerrado y de que se había quedado dentro del camposanto.
      La angustia hizo presa en él y casi llorando se dirigió a las puertas sorteando mausoleos en la semioscuridad que proporcionaba la poca luz de las farolas. Golpeó con fuerza y gritó con la esperanza de que hubiera alguien al otro lado que lo escuchara y ayudara. Pero todo fue inútil y asustado volvió a recorrer el camino que lo llevaba hasta el rincón donde estaba enterrada su madre. Muy cerca del lugar, tropezó, yendo a caer sobre unos matorrales de brezos que, salvajes, habían crecido entre dos tumbas. Se levantó rápidamente y al alzar los ojos, observó como el cementerio se iluminaba por entero, hasta tal punto que el cielo, inmerso en la oscuridad de la noche, se tornó azul y las nubes, de un tenebroso color gris oscuro, cambiaron su tonalidad por un blanco celestial y como si fueran de algodón, volaban sobre su cabeza. Las flores, testigos silenciosos de lo que allí sucedía, avivaban sus colores y con más fuerza que nunca expandían su aroma por todo el cementerio. Había salido el sol y Ángel se encontraba como en el mismo cielo. Habían transcurrido unos minutos cuando cerca de él, sentada en un banco de piedra situado al lado de la tumba de su madre, divisó una figura de mujer con unas flores azules en la mano que lo miraba con profunda ternura.
Impresionado, el niño se acercó con cautela y llegando a ella, reconoció inmediatamente a la que un día le diera la vida. "¡Mamá!", dijo para sí y volvió a proferir aquel nombre que hacía más de dos años que no pronunciaba: "¡mamá, estás viva, estás aquí!". La mujer, de la que emanaba un halo de extraña luminosidad, extendió sus brazos y lo llamó: "¡Mi Ángel!", y el pequeño volvió a sentir la suavidad del pecho de su madre cuando se refugió contra él y la ternura de las caricias de aquellas manos sobre su pelo, ausente hacía mucho tiempo de ellas así como sus besos, que lo cubrían de nuevo como una vivificante lluvia que empapara la aridez de la tierra y qué hacía brotar la vida de forma instantánea. "¿Por qué no estás conmigo?, ¿te vas a quedar?", no cesaba de preguntar el niño entre lágrimas mientras la madre lo acunaba y le decía cuánto lo quería.
      Permaneció abrazado unos minutos a aquella figura que tanta paz y tanto amor le daba. Ella le explicó que una vez, emprendió un viaje fuera de este mundo, un camino que le llevó a habitar entre las estrellas, siendo una más de aquel conjunto de brillantes astros. "Sólo tienes que mirar al cielo para verme, o tocar con fuerza tu corazón, porque yo estoy ahí, entre los astros que iluminan la tierra y la fuerza y la bondad que hay en ti...". El niño sonrió, se secó las lágrimas y se acurrucó en el regazo de su madre y al poco tiempo, dulcemente se durmió.
      Eran más de las dos de la madrugada del Día de Todos los Santos, cuando una mano tocó su hombro y una voz familiar lo llamó por su nombre. Al volverse, sobresaltado vio la cara de su padre, que había estado buscándolo, en un gesto acogedor y lleno de ternura. Se había quedado dormido sobre la lápida. Se abrazaron y despacio, salieron del cementerio junto con los vecinos que habían colaborado en su búsqueda, no sin antes recoger un ramillete de flores azules que sobre la tumba había y que Ángel guardó durante toda su vida en el lugar más cálido de su corazón, porque como le había dicho su madre, ella siempre permanecería ahí, en todo momento, cuidando de su niño.