viernes, 27 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: ANDREA EN CARNE Y VERSO







Capítulo 6

      Por Navidad, Jules, al igual que Werther a su amada Charlotte, hizo llegar a Andrea una carta donde expresaba de nuevo todo lo que sentía por ella y, haciendo gala de su exacerbado romanticismo, le dedicó unos versos con el fin de impresionar a la joven y hacer que recapacitara y volviera a sus brazos. Los versos, dotados de pasión a la vez que de desesperación, eran los siguientes:

No dejaré a la Navidad que me dispute
La alegría que siento al recordarte,
El placer de verte y emularte
Cuando siempre del amor hacías disfrute.
 
El tiempo correrá tras nuestro vuelo
De blancas azucenas adornado,
De tus labios, por los míos ya besados
Y tu cuerpo que en el mío se hizo anhelo.
 
Dejaré de cubrir tu corazón
Envuelto en sueños de cenizas modelados,
Y alejaré mi presente del pasado
Por no sufrir su falta de atención.
 
Ya eres de mi vida patria y duelo,
Sencilla lluvia, amor embravecido,
Y no puedo abandonarte en el olvido
Y por eso, en mi memoria te retengo.
 
Te fuiste un día de mayo olvidadizo,
Reseco de emociones, aunque azul,
Ausente de silencios, pero tú,
Serás siempre un amorío primerizo.
 
Volveré a mis soledades empeñadas
En sentirse acompañadas del misterio
Que arroja este amor que por ti tengo,
Que ya no sé si grita o si se calla.
 
Te encontraré en un recodo del camino
Bebiendo de aquel río su agua clara,
Y yo sabré apreciar en tu mirada
La sed de amor que siente el peregrino.
 
Más no tenerte es mi cruel fortuna
Que me arrastra a un invierno riguroso,
Y el corazón helado deja un poso
De dulce hiel y pérfida amargura.
 
Que yo mi muerte por tu vida diera,
Sin aspavientos a ella me entregara,
Si tu corazón a mi me perdonara
Y si tu boca, que te quiera me pidiera.
 
 
      El día 27 de diciembre llegaron a sus manos estos versos de Jules. Dos días después descubrieron el cadáver de Andrea en una playa de Barcelona, escupido por un mar bravío alborotado por el viento y la lluvia, arrastrándolo hasta la arena y dejando así a la intemperie una historia de amor tan dulce como trágica, tan hipnotizadora como peligrosa, que el destino había puesto punto y final de una manera extraordinariamente dolorosa. Mientras tanto, ese mismo día, Jules atendía a su madre en el hospital, la cual, permanecía ingresada desde la madrugada, debatiéndose entre la vida y la muerte.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



sábado, 21 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: TE VERÉ EN EL MÁS ALLÁ







Capítulo 5

      La policía había iniciado sus pesquisas tras el reconocimiento del cadáver hallado en la fuente del parque. No llevaba encima identificación alguna, tan solo un reloj y una pluma estilográfica que, destrozada, había manchado el chaquetón y la camisa de aquel hombre desconocido. La autopsia reveló su muerte por un fallo cardíaco provocado por un intento de asfixia y su cuello reflejaba marcas de violencia y moratones. Habían pasado varios días desde el desgraciado suceso y no había ni una sola pista que condujera la investigación hacia el autor del crimen.
      El inspector Rovira era un hombre más bien taciturno, encargado del departamento de homicidios de la policía de Barcelona y sobre el que había recaído el asunto. Caracterizado por una innata sagacidad, era, sin embargo, una persona en cierto modo introvertida y de modales ásperos que andaba enemistado con la mayoría de los compañeros, los cuales lo consideraban poco menos que un pequeño tirano. En realidad, era un hombre hecho a sí mismo, curtido por un trabajo duro que había desarrollado desde los veinticuatro años, cuando ganó la plaza como policía en Figueras. Había investigado y desentrañado con éxito muchos casos de asesinato y estaba acostumbrado al juego esquivo de indagar, zambulléndose para ello sin miedo en las más turbulentas aguas. Desde el mismo día en que sucedió, Rovira no cejó en su empeño de aclarar las circunstancias del triste acontecimiento. Entrevistó a los jardineros del parque, los cuales aseguraban no haber visto nada, pues comenzaban su trabajo sobre las ocho y media y el presunto crimen, según la investigación, sucedió sobre las siete y cuarto de la mañana. Solo uno de ellos, que pasó por allí antes de ir a desayunar a una cafetería cercana declaró que sobre las ocho menos diez había visto a un hombre que atravesaba el parque con cierta precipitación, y otros dos jóvenes estudiantes que se dirigían a la parada de autobús para ir a la universidad. Por lo demás, el parque estaba desierto, o por lo menos, él no había visto a nadie más. Después entrevistó a Carmen, una mujer de unos sesenta años que regentaba el quiosco, situado a unos cientos de metros de la fuente de donde sacaron el cadáver, y tampoco vio nada según dijo, excepto al señor Verdaguer, dueño de la cafetería que había enfrente, que, como cada mañana temprano, se acercaba al establecimiento en busca de los periódicos del día. Con esto, Rovira poco podía hacer. Pero no se desanimó y volviendo al lugar de los hechos, encontró flotando en el agua de la fuente, entre las hojas, un pequeño papel doblado donde había una anotación escrita, pero el contacto con el agua había hecho que ésta fuese casi ilegible. Lo guardó en una pequeña bolsa de plástico y lo llevo al departamento para intentar averiguar qué era lo que ponía en aquellos garabatos emborronados. Después se tomó un café bien cargado y convocó una reunión donde dio las órdenes pertinentes para averiguar la identidad del desconocido de la fuente. Todos se pusieron manos a la obra, mientras Rovira, sentado en el sillón de la oficina, se fumaba un cigarrillo y pensativo, se abstraía con las noticias que lo saturaban desde la pantalla del ordenador.
      Se acercaba la Nochebuena y en estas fechas se acentuaba la angustia vital de Jules llegando a desesperar al joven que se sentía más abandonado que nunca, pero también más furioso. Furioso con su padre, con su madre y con el mundo. Solo se sentía mejor en el trabajo, donde por unas horas se liberaba de la carga psicológica que arrastraba desde que hacía más de dos años, cuando su madre se había convertido en un cuerpo que apenas reaccionaba, que no sentía, pero que padecía y sobre todo, involuntariamente, por supuesto, hacía padecer. Porque para Jules la vida era un sufrimiento, aunque contaba con la ayuda de una vecina a la que contrataba por horas para que la cuidara, la mayor parte del tiempo era él el que se encargaba de sus cuidados: la lavaba con agua y jabón concienzudamente y después, enjuagaba y secaba su cuerpo en un ritual que solo un hijo podría hacer con tanta delicadeza, procurando siempre mantener su piel y la ropa en contacto con ella limpia y seca. Cada cierto tiempo, cambiaba de postura aquel cuerpo inerte, condenado para siempre a no sentir otras emociones que no fueran las del padecimiento, y con el fin de que las úlceras no hicieran su aparición, le aplicaba el consuelo de una crema hidratante. A la hora de comer, Jules enseñaba a su madre como abrir la boca, ponía en la cuchara un poco de dulce de leche que sabía que le agradaba, alternándolo con el puré proteínico que tomaba a diario. Todo con una paciencia extrema, en una relación de amor y frustración que llevaba a Jules a un desasosiego devastador. A veces, necesitaba escapar y se marchaba a Barcelona, perdiéndose en los tugurios más sórdidos y entregándose de lleno al alcohol y al sexo fácil. Casi siempre solo, por Vía Laetania o por algún suburbio de la ciudad, se sentía como un animal enfermo, herido de muerte y a punto de caer en cualquier portal, acechado por la luz insolente de la luna, que blanqueaba todo su cuerpo y traslucía sus emociones, hasta que el sol la desplazaba en un grito de luz que ponía en evidencia su dolor.
      Andrea aceptó tomar un café con Jules y para ello quedaron en Barcelona, cerca del mercado de la Boquería, en un lugar íntimo y cálido que ambos conocían bien porque cuando estaban juntos lo visitaban con frecuencia. Era una cafetería cuyo máximo atractivo era, además de un excelente café, la posibilidad de examinar y de poder adquirir libros de primera o segunda mano que, expuestos en estanterías, contribuían a su decoración. Aquella especie de librería-café era un paraíso terrenal donde quizá surgiera la esperanza de poder reconquistar a la joven, o al menos, eso pensaba Jules, totalmente obsesionado con esa idea, que se reafirmó cuando Andrea dijo que sí a la cita.
      -"Eres mi amor", comenzó diciendo el muchacho, mirándola como si hubiera descubierto por primera vez la dulzura de sus ojos.
      -"Fui tu amor", contestó Andrea, mirándolo con cierta desconfianza y bajando la mirada, aunque sonriendo.
      -"No puedes imaginarte lo que ha sido mi vida sin ti estos años -continuó el joven- , ha sido un descenso al infierno que aún perdura"
La joven lo miraba algo aturdida y veía el nerviosismo de Jules, que no dejaba de jugar con la servilleta de papel, la cual, llevaba impresos unos hermosos versos de Rosalía de Castro:

"No son nube ni flor los que enamoran,
Eres tú corazón, triste o dichoso,
Ya del dolor y del placer el árbitro,
Quién seca el mar y hace habitar el Polo"






      El corazón de Andrea andaba tranquilo. Hacía mucho tiempo que no sabía de revoluciones y la que mantuvo con el de Jules, parecía sofocada desde hacía mucho tiempo. El corazón de Jules, siempre tortuoso, no olvidó nunca al de Andrea, aún a sabiendas que solo provocaría en él escoceduras y llagas.
      -"No pude salvarte, y lo intenté de veras", replicó la joven, "Cuando me fui, lo hice sin dejar de quererte, intentando con todas mis fuerzas no volver la cabeza cuando bajaba las escaleras de nuestro piso, porque si lo hacía, sabía que no podría abandonarte, sin embargo, fui fuerte".
      -"Fuiste fuerte y cruel", respondió en tono dolorido Jules.
      -"¿Cruel?, no, fui justa contigo y conmigo" dijo Andrea a punto de que las lágrimas cubrieran su rostro, mientras sus labios temblaban.
      -"¡Vuelve a mi lado!". La súplica llegó a calar tan hondo que casi toca el corazón de Andrea, pero tuvo suerte y colocó a tiempo un débil parapeto de racionalidad que la salvó. Después, apurando el café con leche, se levantó y se despidió con un beso. Los ojos de Jules la vieron alejarse entre la gente para después, volver a posarse en ella y comprobar que su corazón latía todavía por Andrea, la cual, sería suya de nuevo y volverían a vivir juntos bajo los auspicios del amor, que es el que en realidad, mueve los hilos.
      La investigación seguía su curso intentando ahora resolver el enigma de la nota que el inspector Rovira encontró. Podría arrojar luz al caso del que hasta ahora solo había un cadáver y un desconocido que caminaba a paso firme por entre los árboles del parque y al que estaban tratando de encontrar. Tras los pertinentes análisis, el peritaje caligráfico determinó que la tinta de la nota no era la misma que la esparcida por la estilográfica rota y que manchó la camisa del cadáver. Ahora tocaba intentar descifrar su texto, y fue una tarde, cuando Rovira recibió una llamada del departamento de caligrafía forense, para decirle que, aunque con dudas, analizada y estudiada la nota, la frase que albergaba era la siguiente: "Te veré en el más allá". El inspector apagó el cigarrillo, se levantó del sillón y sin decir palabra salió a la calle.






Continuará...
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


lunes, 16 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: BÚSCAME EN TU CORAZÓN







Capítulo 4

      El día que conoció a Andrea sintió que algo nacía dentro de su pecho, el cual, era hasta ahora, como una presa de acero que protegía su corazón del exterior, impermeabilizándolo todo, sin dejar ni una fisura por donde dejar escapar la humedad de las emociones. Pero fueron los ojos de la joven los que comenzaron a socavar esa presa, unos ojos menudos y vivaces que, sin ser especialmente bonitos, se detuvieron pausadamente en los suyos comunicándole que comenzaba un tiempo nuevo en su vida, donde tendría que aprender a abrir las compuertas de ese dique de metal si quería vivir en perfecta armonía con él.
      El primer beso sucedió de forma fortuita y fue Andrea la que se decidió a propiciarlo tras un regalo que inesperadamente Jules le entregó. Se trataba de un libro editado en Barcelona en el año 1945 de la obra "Las penas del joven Werther", de Goethe, una pequeña joya encuadernada en pergamino y con unas bellísimas ilustraciones de D´ivory Joan Vila. Sus labios quedaron grabados en los de Jules a partir de ese momento y ya todo fue una búsqueda de Andrea, de su espíritu y de su cuerpo, entregando cada minuto del día a la veneración de aquella muchacha de risa contagiosa y cabello oscuro que comenzaba a erradicar poco a poco el frío invierno que azotaba el interior de Jules. Pero el joven, al contrario que Werther con su adorada Charlotte, sí pudo conocer los escenarios que dibujan el amor y el deseo, escenificándolos cada vez que podía en un pequeño apartamento alquilado cerca del casco antiguo de Tarrasa. Allí quedaban los dos amantes cada vez que sus horarios se lo permitían y en esos encuentros a salto de mata, Jules bajaba a veces la guardia y dejaba que Andrea fuera descubriendo poco a poco la sinuosidad perpetua que embargaba su espíritu, forjada al calor de la indiferencia, la amargura y las ausencias de un padre, y de una madre ahogada en un matrimonio fracasado desde el mismo momento en que fue depositaria de las derrotas de su marido y cuya dulzura le fue transmitida a plazos, ejecutados con tanta diferencia en el espacio y en el tiempo que a Jules no le quedó apenas referencia de la misma.





      A veces, entre la lava del volcán, Andrea se estremecía notando en su cuerpo como una bocanada de aire frío que la apagaba y la hacía acurrucarse contra la almohada, y otras veces, cuando sus manos acariciaban la espalda de Jules, él daba un respingo y se ponía a temblar durante unos instantes. Después, se levantaba, iba al baño y al volver, su humor había cambiado tanto que no parecía el mismo hombre con el que había hecho el amor hacía unos minutos. Al poco y sin decir palabra, él se marchaba llevando en su mirada una brizna de insatisfacción y violencia latente. Algo no funcionaba bien en aquel tiempo de azúcar en el que vivían sumergidos, tanto es así que a veces dejaba un sabor amargo en los labios de la muchacha.
      Las discusiones con Jules eran cada vez más frecuentes y a veces por los motivos más insignificantes. Su carácter cambiante hacia Andrea, unas veces cariñoso en extremo, otras, frío y casi hostil, iban socavando una relación que la joven hacía todo lo posible por salvar, pues adoraba a Jules, pese a su hermetismo emocional. A veces, el joven desaparecía, no contestaba a sus llamadas y ni tan siquiera podía ir a buscarle a su casa, pues no le dijo nunca donde vivía. Llevaba más de una semana sin noticias de él, cuando averiguó su dirección a través de Mateo, uno de sus compañeros de trabajo, y sin pensárselo dos veces, cogió el autobús y puso rumbo al barrio de la Maurina, concretamente a la calle Orán, en la cual, Jules vivía con su madre en un tercer piso del número 56.






      Cuando llegó, la puerta estaba abierta y unos enfermeros entraban con rapidez en la casa donde Jules, visiblemente nervioso, los guiaba hasta el dormitorio de su madre, la cual, había sufrido una crisis. No advirtió la presencia de la joven hasta que el médico hizo reaccionar a la madre y mirándola gritó: "¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido donde vivo?", y cogiéndola por los hombros la zarandeó hasta que la joven entre sollozos, acertó a decir: "Quería saber cómo estabas... hace días que no sé de ti..." Jules, la empujó hacia la puerta entre gritos "¡No tenías ningún derecho!" no cesaba de repetir furioso mientras sus ojos se clavaban amenazantes en los de Andrea que, rebosantes de lágrimas, expresaban incrédulos el pánico de la decepción.
      No lo volvería a ver hasta unos días después. Era una tarde grisácea y extraña donde parecía que la lluvia se iba a cerner de un momento a otro sobre la ciudad, pero se contenía y solo se atrevía a lanzar cuatro gotas de agua desperdigadas con la ayuda del viento.
Jules le pedía perdón entre lágrimas buscando el cobijo de sus caricias, pero Andrea presentía ya en lo más hondo de su corazón que debía alejarse de aquel hombre asustado, abrumado por su propia existencia, más se quedó allí de pie, mientras él, de rodillas se abrazaba a su cintura como un niño que acabara de encontrar a su madre después de muchas horas de andar perdido.
      Volvió el tiempo del azúcar y durante una temporada todo fue plácido y apasionante. Andrea disfrutaba muchísimo con la amplia cultura autodidacta de Jules y mantenía con él largas conversaciones y disputas marcadas por el amor de ambos hacia la literatura. Jules, amante de un romanticismo exacerbado frente al moderado racionalismo de Andrea, era una combinación explosiva que los llevaba por lo general al lecho, donde las palabras daban paso a los besos y donde permanecían abrazados hasta el amanecer.
      Sin embargo, el frío siempre acababa volviendo, filtrándose cada día por entre las grietas que conformaban el espíritu de Jules y ni se daba cuenta de que, mientras a él lo ahogaba el calor, a ella el corazón lo cubría por momentos una breve y fina capa de escarcha.
      A veces, ella oía los pasos de Jules de madrugaba y lo escuchaba hablar solo en un diálogo absurdo de preguntas sin respuesta, de frases inconexas en las que a veces parecía escuchar su nombre: "Andrea". Luego, él volvía al dormitorio y se quedaba sentado en el sillón durante largo rato y la miraba en una oscuridad solamente mitigada por la luz escasa que penetraba por la ventana. Ella sentía los ojos acerados de Jules recorriendo su cuerpo y no podía evitar inquietarse. Cuando regresaba a la cama, pegaba sus labios a su cuello y los sentía ajenos, no los reconocía, y entonces le sobrevenía un escalofrío.
      Una noche fue a más, y entre caricias, Andrea notó sobre su cuello una vez más la textura de las manos de Jules, cuya suavidad, interrumpida por las asperezas dejadas por el trabajo que desempeñaba en la imprenta, lo recorría y cercaba de forma pausada, sin prisas, hasta rodearlo. Entonces notó que se asfixiaba y de golpe apartó a Jules fuera de la cama. Se levantó rápidamente y buscó torpemente sus ropas dispersas por el suelo, mientras Jules, alarmado, pedía disculpas una y otra vez rogándole que no se marchara. Andrea se vistió y sin encender la luz, se fue escaleras abajo. Eran las tres de la mañana. No volverían a verse hasta el día de su reencuentro en el tren. Pese a todo, días más tarde recibió una carta de Jules, donde expresaba cuanto la amaba y que sin ella, estaría perdido. Ella la guardó y pensó en él y después de analizar aquellos tres años de extraño amor, buscó en su corazón y desconcertada, comprobó que después de todo lo que había pasado, Jules seguía estando ahí.










jueves, 5 de diciembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: ORÍGENES







Capítulo 3

     Su padre era un parisino refinado en modales y escueto en sentimientos, una persona culta y pragmática que no superó nunca el haber fracasado como director de cine. En los años setenta estudió en el IDHEC de París (Institut Des Hautes Études Cinématographiques), el instituto de estudios cinematográficos que desde 1944 daba la oportunidad a quién lo requería de poder estudiar todo lo relacionado con la imagen. Así, Gérard fue un estudiante ambicioso y con una gran fuerza de voluntad, inteligente para muchas cosas, pero irremediablemente mediocre en cualquier faceta relacionada con el arte. Fanático de la "Nouvelle Vague", su director de cine favorito siempre fue François Truffaut, al cual veneraba desde que un día viera en un ciclo de cine de la universidad "Jules y Jim", convirtiéndose dicha película en una obsesión para él. Por eso, cuando se casó con Beatriu, una mujer perteneciente a la alta burguesía catalana, no dudó en poner a su primer hijo uno de los nombres que da título al film, concretamente el primero: Jules. Tras varios proyectos fallidos que llegaron a arruinarlo, Gérard desistió de su sueño de ser "el nuevo Truffaut", para imbuirse en una tristeza absoluta y en una amargura contagiosa que no tardó en transmitir a su joven esposa, embarazada de Jules, con la que vivía en una calle al norte de París, en un humilde apartamento alquilado que pronto no podrían pagar. De este modo, al poco tiempo y antes de nacer el niño, se trasladaron a España y Gérard se puso a trabajar como director en la sucursal de un banco cuyo máximo accionista era el padre de Beatriu. Fijaron su residencia en Tarrasa, una ciudad cercana a Barcelona donde tenía su puesto de trabajo y donde Jules, por fin vio la luz. El nacimiento se produjo a mediados de los años ochenta y éste supuso una especie de bálsamo para el matrimonio, envuelto en las turbulentas acritudes que Gérard llevaba dentro y que provocaban en él momentos de ira desmesurada, de oscuros silencios y de un profundo desprecio hacia sí mismo que trasladaba a los que lo rodeaban. Había pasado de querer fabricar sueños a la rutina gris y sin esperanza que suponía el trabajar en un banco y encima, gracias a su mujer. Era más de lo que podía soportar.
      A sus treinta y tres años, a Jules no le interesaba casi nada de lo que acontecía a su alrededor, eso sí, apasionado de la lectura, su casa era una biblioteca tan inmensa como desordenada. Recibía pocas visitas y vivía de su trabajo en la imprenta y de la pequeña pensión que le quedó a su madre tras el accidente, así como de los restos del naufragio que supuso para la familia de Beatriu la quiebra del banco, que la dejó en una situación económica más que dramática. Era un joven tímido y los pocos amigos que tenía eran sus compañeros de trabajo, aparte de Pedro, su vecino, con el que salía alguna vez a tomar un café y a admirar a las chicas, siempre refugiados tras el cristal de la cafetería. Andrea apareció en su vida hacía más de seis años y fue la primera y la única relación seria que había tenido. Ayer la pudo ver de nuevo después de tres años y renació en él el viejo deseo de acariciar su piel con la suya, de poseer su cuerpo y aprisionar su alma en el laberinto perpetuo que conformaba su corazón, que volvía a latir tras años de parálisis agudizada por el accidente que dejó a su madre postrada en una cama y la marcha de su padre a París, en un denodado esfuerzo por recuperar sus antiguos proyectos y dirigir películas. Desde que se marchó, no tuvieron noticias de él y Jules se entregó en cuerpo y alma al cuidado de su madre que, inmersa además en un voraz alzheimer prematuro, ya ni siquiera lo conocía.

                                                                                








viernes, 29 de noviembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA: REENCUENTRO









Capítulo 2: Reencuentro.

      Las miradas parecían clavarse en él casi sin querer y de forma intuitiva trataba de esquivarlas con nerviosos ademanes que no hacían otra cosa que avivar la curiosidad de la gente. Aún llevaba el abrigo mojado y de las mangas todavía escapaba alguna gota de agua que, oculta, chorreaba en sus bolsillos, cálido refugio de sus manos, las cuales, heladas de nuevo, buscaban algún rincón seco del chaquetón de paño que llevaba. Se sintió algo mareado, pero no encontró un sitio vacío en el tren donde sentarse, de modo que continuó de pie, apoyado contra una de las puertas, con la mirada baja, pero observando sin perder detalle el comportamiento de los pasajeros, algunos de los cuales, conocía de verlos cada día en su viaje hacia la capital, donde seguramente tenían su trabajo y sus obligaciones. Él también las tenía, pues trabajaba desde hacía tres años en una imprenta. Hoy seguramente llegaría tarde, pero el jefe ya sabía lo de la enfermedad de su madre y no habría problema alguno, pues era un hombre tranquilo y comprensivo con el que se llevaba razonablemente bien. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta de que había llegado a su destino. Solo el timbre que avisaba de la parada lo volvió a poner en contacto con la realidad, así como una voz de mujer que lo llamó por su nombre: "¡Jules!". Era Andrea, su antigua novia, que apareció ante sus ojos grises con la ingravidez de un fantasma, aunque su cálida sonrisa le hizo pensar que el sol acababa de salir por completo esa mañana, y su cuerpo, aterido de frío, comenzó a tomar calor mientras una vez puestos los pies en el suelo de la estación, la saludaba con un beso. Andrea notó en la mejilla la misma frialdad en sus labios, recordó sus besos de hielo y de golpe, le vino a la mente los motivos por los que lo abandonó. Y sin querer, se puso a temblar como una hoja.


El dibujo que ilustra este capítulo es de José Alcalá, de la serie "Trenes modernos" y está realizado al acrílico.














viernes, 22 de noviembre de 2019

HOJAS EN EL AGUA








  
       Lo mató ahogándolo en una de las fuentes que, desperdigadas por el parque, lo poblaban de norte a sur. Cuando el anciano quiso reaccionar, tenía la cabeza dentro de la frialdad del agua y la vida perdida en su engañosa claridad. Aquel temprano sol de otoño no hacía sino intentar con su luz llamar la atención de la gente, que comenzaba a pulular por allí, sobre el horrible suceso que acababa de acontecer, mientras las hojas secas, que teñían de rojizos ocres el diáfano verdor del agua, arropaban el cadáver del hombre cuando la policía lo levantó. Hacía menos de una hora de su fallecimiento y en sus abiertos ojos aún se adivinaban destellos de una vida recién apagada.
     Jules, mientras tanto, desayunaba en una cafetería al norte de la ciudad. El humo hirviente del café calentaba sus heladas manos, mientras su amargor le dejaba un regusto a miel en la boca. Eran cerca de las ocho y, presuroso, se dispuso a coger el tren de cercanías.

     
                                                                                                                                     (Continuará...)











viernes, 15 de noviembre de 2019

LA LIBERACIÓN DE ALICIA








      Aquella niebla espesa que la rodeaba le recordaba que el mundo, al que estaba unida de una manera frágil, se desvanecía ante sus ojos. Se armó de valor y atravesó los muros de aquella vieja mansión, rodeada de las nubes de bruma que a su vez abrazaban los árboles del jardín, a los que devoraba. Su pelo se desparramaba en lacios mechones grisáceos, acariciaba sus hombros y caía en cascada hasta poco antes de llegar a la cintura y sus piernas desnudas, tan delgadas, eran piel sobre huesos y de una longitud inimaginable. Aquello no era el cielo, ni la tierra, ni tan siquiera el infierno. Era un espacio frío y lejano que, sin embargo, para ella parecía ser un refugio. Había cientos de habitaciones en la casa y se distribuían según su tamaño, de la más grande a la más pequeña. Ella buscaba la habitación de la luz. Le habían dicho que se encontraba allí, dentro de aquel caserón cuyas paredes, a punto de derruirse, la invitaban extrañamente a iniciar su búsqueda. Hacía años que no llovía y el viento era de una aridez que quemaba las plantas y éstas no llegaban nunca a cerrar su ciclo vital. Les pasaba un poco como a ella. Y allí seguía, con sus piernas delgadas, su cabello grisáceo y sus manos, de una suavidad casi viscosa que escondían unos huesos ásperos y afilados que la lastimaban con sus hirientes formas, y así, se descolgaban sin ánimo, sin fuerzas y se arrastraban por el suelo con la desgana de quien presiente una desgracia. Como a alguien a quien le han robado el espíritu.
      Se aventuró y abrió la primera puerta y fue a dar a un pabellón inmenso, vacío, oscuro y gélido y se dio cuenta inmediatamente de que aquel no era su lugar, porque dentro de él corrían alientos de vida que se agarraban a su garganta y la obligaban a seguir respirando. Cruzó la estancia rápidamente, dejando la huella de sus uñas impresa sobre el piso, que era de un material de gran dureza y de ocres tonalidades, levantando al arañarlo volutas de fuego que le provocaban a su vez ataques de pánico y ansiedad. Sin ánimo, atravesó la segunda puerta, donde encontró una habitación algo más pequeña con una mesa en el centro y sobre ella, un cuenco con aceite donde las lamparillas brillaban con una fuerza inacabable y donde a pesar de la fuerte corriente de aire que cruzaba la estancia, no se apagaban nunca. A los lados se abrían otras habitaciones hasta conformar un auténtico laberinto. Se dio cuenta de que al salir de allí, aquellas mariposas del aceite por fin se apagaron, y sin mirar atrás, continuó su búsqueda. Estaba en el buen camino. A mano derecha encontró un pasillo tan estrecho que sus hombros huesudos chocaban con las paredes una y otra vez, y sus piernas se arqueaban mientras iba avanzando y observando aquellos cientos de puertas cerradas a cal y canto que parecían decirle: "vuélvete, aquí no está lo que buscas". Quiso volver atrás, pero le resultó imposible y se internó en uno de aquellos habitáculos cuya puerta entreabierta la invitaba a atravesarla. Sus manos seguían arrastrándose por el suelo, dejando una veta de sangre en su recorrido y dejando con sus uñas, duras como el acero, unos cercos tan rectos como el pasillo. Allí no había nada, salvo una ventana cerrada a cal y canto y que ni siquiera intentó abrir. Se dio la vuelta y entonces escuchó un golpe en la ventana y una voz infrahumana que le decía una y otra vez: "¡No vayas! ¡No vayas!". No hizo caso, sabía que estaba cerca de su objetivo y atravesó un nuevo espacio donde anidaban cientos de ratas que al cerrar la puerta comenzaron a chillar y a chillar, saltando de un lado a otro mientras ella, en su vagar, se regocijaba en el olor nauseabundo que despedían aquellos rastreros animales, alimentados con la carne de todo aquel que osaba poner el pie en aquella casa. Un día se llamó Alicia y fue una mujer afable y bondadosa. No era bonita, era más bien resultona y sus cabellos hoy acerados y sin apenas vida habían sido tan rubios como las espigas que maduran en verano, y sus manos, pequeñas y suaves, habían atendido a cientos de enfermos en el hospital donde trabajaba. Fue una buena enfermera y una buena mujer, querida por todo aquel que la conoció.
      Se integró de nuevo en su ruta y ante su mirada cansada aparecieron unas escaleras que descendían hacia una especie de sótano y sin más demora, las bajó en una oscuridad sin precedentes, hacia los abismos que ella presentía que la conducirían a la habitación de la luz. Llevaba días, meses y años bajando aquellas escaleras. Su pelo caía al vacío balanceándose de un lado para otro sin que ella supiera hasta donde llegaba su final. Las uñas se retorcían en sus manos provocándole infinitos dolores y sus mejillas se pegaban a los huesos de la cara mientras sus ojos, acumulaban dolor y una inhumana fatiga vital. Sintiéndose desfallecer, soltó la eterna escalera a la que se aferraba y cayó en aquel agujero negro. Su voz se quebró en un grito hiriente que envolvió el lugar y su cuerpo fue a parar en un viaje sin retorno a un pequeño féretro iluminado por cientos de luciérnagas donde encajó a la perfección y donde por fin pudo cerrar los ojos. Había llegado a la habitación de la luz y la muerte, que, siempre fría y oscura, iluminó a Alicia en su vagabundear hacia otras inmensidades, hacia un lugar donde su existencia sería plácida y donde brillaba la estela de su excarcelación.
      Este ha sido un relato tan absurdo como absurdas fueron las pesadillas que la joven enfermera tuvo intermitentemente durante más de tres años y que desembocaron en la locura. Fue el psiquiátrico su último hogar, encontrando allí por fin la habitación de la luz donde, entre sus blancas paredes Alicia se liberó de la cordura que la ataba al mundo.












sábado, 9 de noviembre de 2019

FUGACIDAD








 
 
"El tiempo, que fugaz pasa,
deja heridos los otoños
bajo el tintineo del agua.
Las hojas al compás bailan
de música imaginada
y nos dicen lo que somos:
Todo hoy, mañana nada."
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


viernes, 1 de noviembre de 2019

POR EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS








      Las viejas puertas del pequeño cementerio se abrían de par en par cada uno de noviembre y el aire del camposanto se llenaba de un perfume especial, constituido por la mezcla de las esencias de todas las flores que los que se sentían tristes añorando a quien un día perdieron, portaban y colocaban con mimo delante de la inscripción con el nombre de ese ser que significó tanto para ellos. Las rosas se erguían y bailaban movidas por la leve brisa de aquel día otoñal, aunque cálido. Los claveles y los jacintos se alborotaban dejando a veces escapar una lágrima que era recibida por la tierra que cobijaba a aquellos cuerpos que un día hubieron de desprenderse del alma que los habitaba. A su vez, los gladiolos y las calas se dormían cuando escuchaban la canción que el tiempo les susurraba en un arrullo de nana eterna que los hacía suspirar. Y los cipreses, como veletas vigilantes, querían alcanzar el cielo a modo de homenaje, saludando a Dios, que desde las alturas, observaba aquella procesión de idas y venidas, de recuerdos vivos y mudos, de sentimientos de intimidad desbordada de aquellos que paseaban por las calles estrechas del cementerio llevando en el corazón y en el pensamiento a sus seres queridos. Un año más, se celebraba el Día de Todos los Santos.
      Ángel perdió a su madre cuando tenía ocho años, hoy tenía diez y todavía no podía comprenderlo. Echaba tanto de menos su piel que la suya había perdido el color, y la humedad de sus ojos, profundamente oscuros, había desaparecido, dejando en sus pupilas un deslustrado color negro, como de luto antiguo. Ya no podía ni llorar, solo en su rostro se adivinaba la melancolía de la ausencia que socavaba su ánimo día a día, mientras los recuerdos de su progenitora se hacían más vivos cada vez, como también era más fuerte su indignación con el Altísimo, que implacable, le había arrebatado a quien le había dado la vida.
      El día treinta y uno por la mañana, después de visitar el cementerio con su tía y de colocar sobre la lápida de su madre un gran ramo de rosas blancas, Ángel decidió por la tarde volver allí. Necesitaba saber de su progenitora. No podía ser que ella, tan libre, tan alegre y tan vivaz estuviera allí en aquel túmulo, entre aquellas cuatro paredes aprisionada y que sus brazos, tan llenos de dulzura y de vida no volvieran a rodearlo, y que sus besos no volvieran a invadir su rostro a golpes de amor. Aún tenía en el corazón sus últimas palabras antes de emprender su viaje: " Tú eres mi ángel, tú me haces vivir, yo seré tu luz mientras me recuerdes..." Y él, desde entonces, todos los días se embebía en un sentimiento de felicidad y a la vez de nostalgia y tristeza que lo hacían imaginar el regreso de su madre, la cual, en sus sueños, lo llamaba dulcemente tras la puerta de cristales del salón de su casa. "¡Ángel!", se oía, pero cuando miraba hacia el lugar donde escuchaba el sonido de aquella afectuosa voz, solo encontraba el vacío y el dolor del abandono.
      Se sentó sobre la lápida y apartó el frondoso ramo de rosas colocado por la mañana y leyó: "Lucía Ledesma Martínez" y dos fechas, la de su nacimiento y la del día en que se fue para siempre. La tumba estaba situada en un rincón, al pie de una hermosa buganvilla que, enredada en la blanca pared del viejo cementerio, trepaba hasta casi salir por encima de las tejas que la cubrían. Pasaba el tiempo sin espera y Ángel, adormecido entre recuerdos, no se dio cuenta de que había llegado la hora de marchar, pues eran casi las siete y ya había oscurecido. Así, el encargado del camposanto, que no percibió la presencia del niño, cerró las puertas y dando un suspiro se marchó, quedando el recinto iluminado por los cirios y algunos faroles desperdigados entre las tumbas y los nichos, dejando encerrado al chiquillo que al poco, se percató de que las puertas se habían cerrado y de que se había quedado dentro del camposanto.
      La angustia hizo presa en él y casi llorando se dirigió a las puertas sorteando mausoleos en la semioscuridad que proporcionaba la poca luz de las farolas. Golpeó con fuerza y gritó con la esperanza de que hubiera alguien al otro lado que lo escuchara y ayudara. Pero todo fue inútil y asustado volvió a recorrer el camino que lo llevaba hasta el rincón donde estaba enterrada su madre. Muy cerca del lugar, tropezó, yendo a caer sobre unos matorrales de brezos que, salvajes, habían crecido entre dos tumbas. Se levantó rápidamente y al alzar los ojos, observó como el cementerio se iluminaba por entero, hasta tal punto que el cielo, inmerso en la oscuridad de la noche, se tornó azul y las nubes, de un tenebroso color gris oscuro, cambiaron su tonalidad por un blanco celestial y como si fueran de algodón, volaban sobre su cabeza. Las flores, testigos silenciosos de lo que allí sucedía, avivaban sus colores y con más fuerza que nunca expandían su aroma por todo el cementerio. Había salido el sol y Ángel se encontraba como en el mismo cielo. Habían transcurrido unos minutos cuando cerca de él, sentada en un banco de piedra situado al lado de la tumba de su madre, divisó una figura de mujer con unas flores azules en la mano que lo miraba con profunda ternura.
Impresionado, el niño se acercó con cautela y llegando a ella, reconoció inmediatamente a la que un día le diera la vida. "¡Mamá!", dijo para sí y volvió a proferir aquel nombre que hacía más de dos años que no pronunciaba: "¡mamá, estás viva, estás aquí!". La mujer, de la que emanaba un halo de extraña luminosidad, extendió sus brazos y lo llamó: "¡Mi Ángel!", y el pequeño volvió a sentir la suavidad del pecho de su madre cuando se refugió contra él y la ternura de las caricias de aquellas manos sobre su pelo, ausente hacía mucho tiempo de ellas así como sus besos, que lo cubrían de nuevo como una vivificante lluvia que empapara la aridez de la tierra y qué hacía brotar la vida de forma instantánea. "¿Por qué no estás conmigo?, ¿te vas a quedar?", no cesaba de preguntar el niño entre lágrimas mientras la madre lo acunaba y le decía cuánto lo quería.
      Permaneció abrazado unos minutos a aquella figura que tanta paz y tanto amor le daba. Ella le explicó que una vez, emprendió un viaje fuera de este mundo, un camino que le llevó a habitar entre las estrellas, siendo una más de aquel conjunto de brillantes astros. "Sólo tienes que mirar al cielo para verme, o tocar con fuerza tu corazón, porque yo estoy ahí, entre los astros que iluminan la tierra y la fuerza y la bondad que hay en ti...". El niño sonrió, se secó las lágrimas y se acurrucó en el regazo de su madre y al poco tiempo, dulcemente se durmió.
      Eran más de las dos de la madrugada del Día de Todos los Santos, cuando una mano tocó su hombro y una voz familiar lo llamó por su nombre. Al volverse, sobresaltado vio la cara de su padre, que había estado buscándolo, en un gesto acogedor y lleno de ternura. Se había quedado dormido sobre la lápida. Se abrazaron y despacio, salieron del cementerio junto con los vecinos que habían colaborado en su búsqueda, no sin antes recoger un ramillete de flores azules que sobre la tumba había y que Ángel guardó durante toda su vida en el lugar más cálido de su corazón, porque como le había dicho su madre, ella siempre permanecería ahí, en todo momento, cuidando de su niño.










sábado, 26 de octubre de 2019

LAS ESTATUAS




 
 
 
 
A veces perseguimos la quimera
De lejanas percepciones y misterios,
Sin conocer que muchas veces, sin saberlo,
A nuestro lado está la primavera.
 
Buscamos junto al mar la luz serena
Que nos guíe en la aventura del olvido,
Más se conduele el alma sin sentido
Y el corazón se duerme con la espera.
 
Pasará ya el tiempo de las horas locas
En pos de los recuerdos tan queridos,
Mientras el sol se apaga malherido
Frente al ardor oscuro de tu boca.
 
Y seguirá la conciencia apalabrada
Doblegando sin razón al sentimiento,
Mientras vamos dotando al pensamiento
De viejas ilusiones mal labradas.
 
Se queda sin embargo en mi memoria
El cálido contacto de tus manos,
La luz de tus ojos soberanos
Y el tierno verdor de nuestra historia.
 
Las estatuas que erguidas nos miraran
Desde su pedestal conformado por los siglos
Hoy tiemblan como hojas de ceñiglos
Mientras los días impasibles las abrazan.
 
Porque el tiempo que enmudece, más no calla
Arrastra con su paso los momentos,
Las vanidades y los juramentos
E invencible, siempre gana la batalla.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

domingo, 13 de octubre de 2019

AMIGA MÍA








Amiga mía,
te recordaré
mientras duren los otoños
y las hojas mecidas
a merced de la estación.
Te recordaré
siempre con tu sonrisa
y con la alegría de tu espíritu,
tan vivo como tú.
Te recordaré
imaginando tus ojos,
siempre inmersos
en la bondad de tu gesto.
Ahora te recuerdo
y sin querer, sonrío
y me sumerjo someramente
en la profundidad de tu corazón,
mientras este otoño sin agua
aprisiona el mío.
 
 
 
 
 
 
 
 
 


viernes, 11 de octubre de 2019

LA DIVINA GRETA








       La luz de sus ojos escondía el misterio de lo desconocido, de lo insondable, pues su corazón, que ardía en silencio de deseo, despedía a veces en sus latidos el frío viento que tan a menudo recorría su país: la lejana Suecia. A Greta Garbo le bastaba levantar la mirada para llenar de electricidad la sala oscura que albergaba alguna de sus películas. Ella, la divina esfinge, de finos labios y de escondida sonrisa, se erguía inviolable en aquellos viejos escenarios plasmando en el celuloide lo que la cámara le suplicaba a orden de claqueta. Así, sabiéndose reina, se mostraba condescendiente con ella y muchas veces, generosamente jugaba con su cabello y lo movía de manera etérea, esparciendo su perfume con la elegancia y la clase de los elegidos. Ella era divina y lo sabía, pero no por ello quería renunciar a su vida como mortal, estableciéndose a veces una lucha titánica entre estas dos partes de su ser, que unas veces se inclinaba hacia un lado o hacia otro, hacia el universo interestelar de los dioses o hacia la conformidad rutinaria de la felicidad que los humanos consiguen siguiendo los dictados de su corazón. Un día Greta Garbo desapareció y sus ojos no volvieron a iluminar las salas oscuras y estrelladas de los cines. Y "La Divina", como ya la llamaban, se difuminó en el humo de uno de aquellos cigarrillos que, perdidamente enamorados, prendían de sus  labios. Por fin, había decidido ser humana y vivir en compañía de los pobres mortales que un día la adoraron como la estrella más alta, excitante e inalcanzable. Por fin, nacía Greta Lovisa Gustafson, la muchacha sueca que decidió cambiar su destino y vivir su vida, aunque para ello tuviera que sacrificar la de Greta Garbo, la diosa Divina.








    
 

viernes, 4 de octubre de 2019

KOTÓPOULO PSITÓ (POLLO ASADO)







 
De tubérculos cubierto como prenda,
Arremolinados en su esencia pura,
En el plato nacarado apenas dura,
Sin reparo y  sin ninguna componenda.
 
Cayó sutil la verdura del pimiento
Arropando a la carne deliciosa
y la abuela, por ser la más golosa,
la piel se come sin conocimiento
 
Del pollo que debajo, yace inerte,
Ataviado con jugosos parabienes,
Entregando el sabor de los laureles
En el clímax sabroso del banquete.
 
Dirimir si muslo o si pechuga,
O tal vez las alas aliñadas,
Se transforma en el placer de la cuñada,
Cuando el gañote, con alevosía disfruta.
 
Y los huesos de amores descarnados
A base de caricias de cuchillo,
Mientras atolondrado va el sobrino
Y moja pan en la tibieza del asado.
 
Mientras tanto, presuroso va el cuñado
En busca de Baco, tan certero
Y las uvas se pone por sombrero
Y bebe de los besos de morapio.
 
Y así, entre los dedos va quedando
El roce de la piel lúbrica y pura
Y mientras la suegra cocina con premura,
A Adefaghia nos vamos entregando.
 
Y ya con la luna departiendo
Dejando el agasajo coronado
Con un rico pastel de miel untado,
Con nostalgia nos vamos despidiendo.
 
 Mas como ya es la hora de los sueños,
Una vez calmada la carpanta
Y bien humedecida la garganta,
Nos dormimos en los brazos de Morfeo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


domingo, 29 de septiembre de 2019

POR SAN MIGUEL







En pos del arcángel van
las fiestas que hoy se celebran,
bajo el solsticio otoñal
el pueblo abre sus puertas
a la alegría y al reencuentro,
a los amigos que llegan,
vecinos de otros lugares
como la Torre o la Puebla,
como Cózar o Almedina,
como de Jaén, la Venta.
En el campo de Montiel
es celebración señera
y el viejo Villamanrique
acoge a los que se acercan.
La plaza ya está ataviada
con flores y con banderas,
pues comienzan los encierros
que de emociones la llenan.
Las vacas corren las calles,
los jóvenes las torean,
mientras San Miguel Arcángel
desde el cielo a todos vela.
Y por la noche sin falta
la música en la verbena
pone color encendido
mientras bailan las estrellas.
Se pone la luna blanca
de sus galas las mejores
Y San Miguel la recibe
con oferentes honores.
Mientras que los que celebran
van apurando la noche,
el pueblo se va durmiendo
y acallándose las voces.
Mañana emerge otro día
de fiestas por San Miguel,
Mañana Villamanrique
el anfitrión vuelve a ser
de convivencia y de paz
y de esperanza también.
Desde este humilde poema
también quiero recordar
a un poeta villoreño
de calidad excepcional.
Por nombre llamado Antonio,
por la gente muy querido,
y está en el cielo escribiendo
con el corazón henchido
de cariño hacia su pueblo
y de afecto a sus amigos.
Y con estos breves versos,
con alegría me despido
y ya me voy preparando
para celebrar lo dicho.
Espero que bien lo pasen
que disfruten los festejos
y que San Miguel nos guarde
con sus alas desde el cielo.
 
 
 
 
 
 
 
      
 

lunes, 23 de septiembre de 2019

INMENSO OTOÑO







 
El campo huele a otoño,
A húmeda tierra levantada,
A trigo fecundo en los barbechos,
A hojas de mil formas dibujadas.
 
Quien busca en el otoño la tristeza,
Impregna en agua clara su alegría,
Pues la estación estalla por sorpresa
Cantándonos su hermosa letanía.
 
Comienzan los otoños nuevamente,
Y sin espera el alma nos rubrican,
Y en el camino nos dejan a su paso
Caudales de presagios y poesía
 
Tu mirada otoñal que me sublima
Me deja el sabor de la derrota,
Mientras tus labios, ausentes de mi vida,
Aún presienten el aliento de mi boca.
 
Deja el otoño el alma desarmada
Y de pesares deprisa la despoja,
Y liviana esparce su sosiego
Como aroma esparcido de la rosa.
 
Se ve en el horizonte de los pájaros
Que acarician los árboles dormidos,
Y tocan con sus alas empapadas
Mi corazón dulcemente malherido.
 
Llega el otoño y el tiempo se deshace
Con el caudal que emana de los ríos,
Mientras nosotros vamos retomando
Las noches y los días no vividos.
 
El otoño deja música de zambra
Liberando la esperanza prisionera,
Y sin más se aleja en la distancia
Y esperando, soñamos con su vuelta.
 
De nuestro árbol las hojas se desprenden
Y el tiempo, taimado, nos vigila,
Y nosotros, danzantes peregrinos,
Bailamos su variable melodía.
 
En este inmenso otoño, sin quererlo,
tu recuerdo me persigue todavía.
 
 
 
 
 
 
 
 
 


viernes, 30 de agosto de 2019

ME QUIERO IR CONTIGO









      No estoy loco, aunque después de lo que voy a narrar muchos de vosotros lo penséis. Al menos no estoy loco de atar. Tengo, eso si, la poca cordura que puede tener cualquier persona que viva en este siglo XXI, una época demoledora para cualquier tipo de estabilidad, incluida la emocional. Pero estoy en mis cabales, aunque seguramente no daréis la credibilidad suficiente a esta afirmación cuando empiece a contar lo que me sucedió no hace mucho tiempo, el pasado otoño, sin ir más lejos.
      Salí de casa a eso de las ocho y media de la mañana y puse rumbo a un mercadillo de antigüedades que se celebra cada dos domingos en mi ciudad. Adoro los objetos con historia y quería además comprar algo especial para el aniversario de boda de unos amigos. La mañana se abría con algún nublado y con un vientecillo frío que denotaba la caída de las hojas, algunas de las cuales, revoloteaban a mi paso mientras me dirigía a mi destino. Estaba algo lejos de casa, pero decidí ir andando. Antes de llegar, me tomé un café bien caliente y cargado en un bar cercano a la plaza para después sumergirme en una de aquellas calles que conformaban el mercadillo. Era la calle más larga y ancha, pero al llegar a la mitad, torcí a mano izquierda y di una vuelta por la calle de los libros, algo inevitable en mí, ya que en esa calle había conseguido ejemplares únicos que conservaba como oro en paño en mi biblioteca. Ni me di cuenta de que ella me miraba cuando pregunté al vendedor el precio de una edición de un libro de Dickens que, aunque no era muy antigua, era original y extraña, con unos dibujos que llamaron mi atención. Imbuido como estaba en el libro, seguía sin apreciar que alguien me estudiaba, me observaba desde una posición de privilegio, frente a mí, encima de una silla de enea. Alcé la vista y por fin, mis ojos chocaron con los suyos. Era una vieja pintura que representaba a una joven, casi una niña, de pelo castaño y ojos acerados, vestida con un humilde vestido de tonalidades grises como sus ojos. La pintura estaba mal conservada, sin embargo, era lo de menos. Lo cierto es que llamó poderosamente mi atención, tanto por su buena factura como por la chica retratada, tanto es así, que pregunté por el precio del cuadro. El dependiente me dijo que me lo dejaba en veinticuatro euros. Mientras charlaba con aquel hombre, del cual, me daba la impresión de que quería venderlo a toda costa puesto que incluso llegó a insinuar alguna posible rebaja, oí que alguien me decía: "Cómprame". En esos momentos alcé la vista y la volví a ver, y volví a escuchar su voz: "Cómprame". Entonces mis manos comenzaron a temblar junto con todo mi cuerpo y sin pensar más, me alejé de allí en un estado de turbación que nunca había sentido, en busca del regalo que iba a hacer a mis amigos.
      Tras más de dos horas de búsqueda y no encontrar nada que mereciera la pena, regresé a la calle de los libros, pues no se me iba de la cabeza aquel cuadro, que ejercía sobre mi una cierta fascinación a la vez que inquietud. Cuando me encontraba a unos pasos de él volví a escuchar aquella voz: "¡Cómprame!" y de nuevo mis ojos volvieron a posarse sobre los de la muchacha representada en el cuadro, faltando muy poco para que huyera de allí, pero lejos de hacerlo, volví a preguntar al vendedor el precio del cuadro y sin más dilación, lo pagué y envuelto en una bolsa de papel, me lo llevé a casa.
      De camino al hogar, a ratos me arrepentía de haberlo comprado, pues aparte de su mal estado de conservación, sentía dentro de mí algo inexplicable, como una especie de nerviosismo que me erizaba el vello y que me hacía tiritar sin que por ello mis deseos no fueran otros que quedármelo. Ella me lo había pedido desde aquella silla de enea, ella quería venir conmigo y yo estaba dispuesto a darle cobijo en alguna habitación de la casa donde vivía. Así las cosas, llegué a casa bastante tarde y después de comer, estuve examinando el cuadro, cuya técnica era excelente. Era un retrato que impactaba desde el mismo momento que aquel rostro parecía que desde el destrozado lienzo quisiera hacerte una exhaustiva radiografía emocional, mientras tú te hundías sin más en la tristeza enfermiza que proyectaban sus ojos. Eso me acojonaba, junto con las preguntas que me hacía sobre aquella muchacha. Quién pudo ser o cómo vivió y dónde, cómo murió... en fin, toda una serie de inquietudes que no hicieron sino acrecentar en mí el desasosiego.
      Toda la tarde estuve intranquilo y ni siquiera salí a tomar café, como solía hacer casi todos los días. Empezaba a obsesionarme con el cuadro y con aquella chica que representaba. Lo cogí de nuevo y sentí como un escalofrío, pues me pareció ver en su mirada fija un hálito de vida. Asustado, lo coloqué sobre un escritorio desde el cual, ella controlaba toda la habitación donde me encontraba, incluido a mí mismo. No pude más y le di la vuelta y aquellos ojos que tantos misterios encerraban, quedaron contra la pared.
      La noche no tardó en llegar y tras una cena frugal compuesta de un vaso de leche y algo de fruta, me fui definitivamente a la cama con el espíritu alterado en cierta medida, algo casi imposible en mí, pues soy una persona pragmática y realista, capaz de afrontar cualquier problema por grave que sea sin perder la tranquilidad. Sin embargo, me costaba dormir y sobre las doce y media me levanté y me tomé una infusión a base de hierbaluisa y de valeriana con el fin de relajarme y poder abrazar el sueño. Pasé por delante del escritorio y me pareció ver que el cuadro no estaba tal y como lo dejé sino que parecía estar algo más inclinado. No hice caso y volví a la cama, arrebujándome entre las sábanas cuando al poco tiempo de haber cerrado los ojos, escuché un ruido extraño, como si algo o alguien se arrastrara por el suelo. Reaccioné con mi pragmatismo habitual y traté de no sacar las cosas de quicio, de hecho, volví a apoyar la cabeza sobre la almohada e intenté conciliar el sueño, pero no fue posible, porque en ese momento, noté que alguien me tocaba y como un leve peso caía sobre mi cuerpo cubierto por la sábana. Automáticamente encendí la luz, pero allí no había nadie, solo yo y el miedo que me atenazó hasta casi hacerme gritar y que inundó por completo mi habitación.
      Dormí mal, pues el sueño no llegó hasta pasadas las cinco de la madrugada y cuando desperté, la luz del día había puesto color a la negrura de la noche y desmadejado y lleno de cansancio, me dirigí a la cocina dispuesto a tomar un café bien cargado. Me apalanqué en la silla y comencé a saborearlo pensando en lo que me había sucedido y si había sido más sueño que realidad. Mi cabeza me decía que no podía ser otra cosa que un mal sueño, pero mi corazón, que esa mañana latía más rápido de lo normal, me transmitía a borbotones que lo ocurrido había sido tan real como el humeante café que me acababa de tomar. Me levanté y me dirigí de nuevo al escritorio donde se encontraba el cuadro y pude comprobar que el retrato ya no estaba de cara a la pared como lo dejé, y vi de nuevo a la muchacha y ella me vio a mí, y temblando, cogí el cuadro y lo guardé dentro de la bolsa de papel donde lo había traído, con el fin de deshacerme de él, sin embargo, lo más que pude hacer fue bajarlo al sótano y dejarlo allí entre baúles y trastos viejos, pero desde entonces sé que allí hay alguien cuyo deseo fue siempre estar conmigo y que, tras años de búsqueda, había encontrado en mi casa, por fin, su lugar en el mundo.


     
 Este relato lo quiero dedicar con todo mi respeto y admiración  a Antonio Iniesta, el autor del cuadro que lo ilustra, un pintor extraordinario que no tuvo la relevancia que merecía. Se podría definir como un pintor de culto, que llegó a realizar más de cinco mil obras que hoy permanecen desperdigadas por el mundo. Era manchego, de Manzanares, concretamente, y en su obra plasmó con extrema sensibilidad los colores de su tierra y en sus retratos, la capacidad de no dejar indiferente al que los ve, de removernos dentro de nuestra piel haciéndonos partícipes de su juego, que no era otro que mostrarnos su enorme talento, sin querer ir más allá de la gloria que le provocaban su satisfacción personal y su fidelidad a sí mismo.