jueves, 23 de diciembre de 2021

NAVIDADES NEGRAS

 




      Su ser no estaba preparado para celebrar las cercanas Navidades, su cuerpo solo desprendía odio, rencor y rechazo a la familia de su marido, que, año tras año, se sentaban en su casa, se atiborraban, y dejaban para ella una cocina hasta los topes tras la batalla campal que suponía la cena. Eran ya muchos años de sufrir en sus carnes los exabruptos navideños de esa gente y este año, y tras casi dos de pandemia, no estaba dispuesta a tolerarlo, bueno, este año, sí, pero sería el último si sus planes triunfaban. Todos los años ocurría lo mismo, las navidades significaban para ella una tortura que la llevaba al paroxismo psíquico que la arrastraba a las simas más profundas de la aversión. El único momento grato para ella durante la cena era el momento de trinchar el pavo, que siempre lo hacía con una devoción extrema, mientras contemplaba con un brillo oscuro en sus ojos la figura oronda de su suegro, un hombre de sesenta y tantos años, ex militar, que, inflado como un globo, presumía abiertamente de tocar la melodía del villancico "Noche de paz" a golpe de eructos o de sonoras flatulencias. Cada año amenazaba con hacerlo y vive Dios, que lo cumplía, sin que ninguna causa, ni siquiera el ictus que sufrió su mujer en la navidad del año 2009, por el que tuvo que ser hospitalizada, fuera capaz de suspender el recital. Cada año también, Saray se preguntaba cómo atacaría, temiendo que, como en la última Nochebuena, se sintiera inspirado y lo tocara con una mezcla de ambas, organizando la mundial. Su suegra, una cotorra con cara y hechos de serpiente, una vez ejecutado el concierto, siempre decía entre risas: "Será una guarrería, pero descarga la caballería", como disculpando el grosero y escatológico comportamiento de su marido, para después, siempre solícita, limpiar con una servilleta la grasa que chorreaba de su papada y que provocaba más destellos que el árbol de Navidad. También acudían sus cuñados, Luis Manuel y Claudia, una mujer prodigio de fertilidad y "mater amatísima", que en siete años de matrimonio y tres de noviazgo, había logrado parir nueve vástagos, más dos extraoficiales, a los que llevaban consigo una navidad tras otra. Las voces, gritos, peleas, llantos y atentados contra los objetos decorativos de la casa, no se detenían durante las interminables horas que duraba la Nochebuena, ni siquiera cuando la madre, en un acto glorioso, sacaba uno de sus pechos, como una calabaza gigante y les daba de mamar, del más pequeño al más grande. Una vez exprimido, sacaba el otro. Luis Manuel a estas horas, ya estaba tirado por el suelo, ahogado entre botella y botella, confundiendo a su esposa con un enorme dirigible que se inflaba y se desinflaba y queriendo en un acto que exponía claramente su complejo de Edipo, chupar también de la teta. También venía a pasar la Nochebuena y el día de Navidad, Panchita, la media hermana de su marido con sus dos novios, y Consuelo, hermana de Claudia, que colgó los hábitos para dedicarse al descorche y que hoy tiene más de cien mil seguidores en su página web "Consuélate", donde enseña movimientos de barra con un tanga diminuto, siendo capaz de comerse un plátano con los pies, proeza que tuvo a bien demostrar una ya legendaria Nochebuena, cuando los niños, eso sí, ya se habían ido a dormir. Por todo esto y mucho más, Saray odiaba la Navidad y a primeros de diciembre, puso en marcha su plan para librarse por siempre de aquella angustiosa y hostil celebración.

      El primer paso de este plan consistía en romper las normas impuestas en relación con el covid en los próximos días, cuando debía salir a realizar las inefables compras navideñas. Fuera mascarilla, fuera gel, fuera distancia de seguridad. Así se coló en un autobús atestado de gente, que la miraban cuando de vez en cuando se bajaba la mascarilla y se acercaba peligrosamente a unos y a otros pasajeros, que trataban de escabullirse como podían, sobre todo, cuando a Saray le daba una tosecilla causada por el caramelo de menta extrafuerte que degustaba. Después, paseaba el "super" sin mascarilla, buscando siempre las zonas más pobladas. Tras ello, paraba en la cafetería de más éxito de la ciudad, y no se conformaba con sentarse en la terraza, sino que entraba dentro y se acercaba tanto a la gente, que alguna vez tuvo que aguantar algún codazo, más no le importó, todo por la causa. Tras este baño de masas en plena pandemia, que se repitió en días siguientes, consideró que ya estaba preparada para romper con aquella deleznable tradición que la obligaba cada año a soportar a sus familiares políticos. A los pocos días, compró una PCR en una farmacia, se hizo la prueba y...¡bingo!, dio positivo.

      Saray, que solía atender a sus invitados con la amabilidad de un gato salvaje, aquella Nochebuena estaba desconocida, tremendamente servicial y cariñosa con todos. A Claudia le achuchaba con fuerza mientras le preguntaba por su nuevo embarazo, a Luis Manuel, ella misma le servía las copas y se las pasaba acercándose tanto a él, que podía adivinar a través de su aliento, que de pequeño había sido alimentado con potitos de pescado, a Consuelo le contó sus penurias económicas mientras compartían a dentelladas un pedazo de turrón y a su suegra, la escurridiza serpiente, la acompañó varias veces al lavabo sosteniéndola por los hombros y contándole por lo bajini, lo buen marido que era su hijo, mientras que a Panchita y a sus tres novios, los invitaba a abrazarla en un acto de familiaridad y de buenos deseos. Pero lo más extraño fue su actitud para con su suegro, el militar orondo con más gases en su interior que el Cumbre Vieja, sustituyendo a su suegra en el acto de limpiarle la grasa que recorría su doble barbilla con mimo y eficiencia y sacudiéndole las migas de pan que quedaban enganchadas a su barriga como montañeros escalando el Pan de Azúcar. Después, terminaba la tarea depositando un ósculo en cada uno de sus sonrosados carrillos. Todo ello sorprendió a todos los allí presentes, pues todos sabían cuánto aborrecía Saray al padre de su marido. En cuanto a los niños, no hizo sino dejarlos ir y venir  su antojo, aunque tiraran al suelo, destrozándolo, el plasma de cincuenta pulgadas que acababan de comprar.

      Todo salió a pedir de boca y así, Saray, ingresada en el hospital, se iba enterando por su marido del fallecimiento de su suegro, tras varios días de ahogos que le provocaron una parada cardiorrespiratoria, el ingreso en la UCI de su suegra, a la que daban pocas esperanzas, los dolores y la paralización de las piernas de Consuelo, de la que no sabían si podría volver a caminar y mucho menos a comerse un plátano con los pies, el fallecimiento y entierro de Panchita, al cual no pudieron acudir sus cuatro novios, tres de ellos, enfermos. Y Luis Manuel, que no se había contagiado, según él, porque el alcohol le había servido de protector, mientras que Claudia, estuvo ingresada quince días hasta que dio a luz a los gemelos, aunque perdió la voz casi en su totalidad y no sabía si la volvería a recuperar, ello, al fin y al cabo tenía la ventaja de que así no tendría que volver a escuchar nunca más a su marido, Luis Manuel, diciéndole aquello tan machista de: "Calladita estás más guapa". Y así, cuando un día vio pasar a su marido en una camilla a la vez que a ella la iban a trasladar a la UCI, sonrió satisfecha, con la seguridad de que se había salido con la suya y que nunca se volverían a celebrar aquellas espantosas navidades en su casa. Sin embargo, unos días más tarde, mientras expiraba, inexplicablemente volvió a sonar en su cabeza, repitiéndose como un mantra, el villancico "Noche de Paz", en la gutural e inconmensurable versión de su suegro y comprendió que algo había fallado en su plan y que ni a la hora de su muerte se iba a librar del todo del espíritu de las navidades, unas navidades negras, pero no tanto como los efectos desgarradores del covid, una enfermedad tan silenciosa como implacable, que seguía su curso hasta llevarla directamente a las mismísimas puertas del infierno.






viernes, 17 de diciembre de 2021

LA SONRISA DE VERÓNICA

 




      Atravesó la luz de parte a parte y sus ojos azules se anegaron de lágrimas, pues se hallaba entre bambalinas, dando color a su piel, tersa y blanquísima. Se preparaba para actuar, como siempre, y respiraba profundamente frente al espejo mientras daba los últimos retoques a su rojizo cabello. Una música suave sonaba entre las paredes de su camerino donde se sentía auténticamente libre y sus labios esbozaron una sonrisa abierta, sincera y feliz, la famosa sonrisa de Verónica. Venía, sin embargo, de pasar noches oscuras de vientos y tempestades, de lluvias que calaban su cuerpo hasta humedecer sus huesos, de miedos provocados por la presencia vigilante de lobos de tres cabezas y fauces afiladas. Pero ahora, todo era distinto. Ahora vivía en en el ensueño de una ilusión que siempre tuvo: la de volver a ser una niña. Mientras se maquillaba lo había estado pensando, pero en estos momentos, era una mujer y era una actriz, y de las grandes. Se sentó en el pequeño sofá a la espera de esa voz que la llamara a escena, y su pensamiento seguía volando tan inquieto como un colibrí. Pensó en su padre, dirigiendo sus primeros pasos en el cine, con tanta dedicación y amor, y también en su madre, la escritora que inculcó en ella su pasión por el saber. Luego vino a su mente la figura de su hermano, pilar que sostenía paredes fundamentales de su vida y por último su hija, que vivía dentro de su corazón. Volvió a sonreír atrapada por el vaivén de su memoria y con serenidad seguía a la espera. Se encendieron los focos y comenzó la música que daba inicio a la función teatral. Entonces escuchó la voz que la llamaba: "¡Verónica, a escena!". Se levantó y se acercó entre las tramoyas y antes de salir, vio a su público expectante y sus ojos azules, húmedos de dulzura, se dejaron guiar por una emoción incontenible, mientras de su boca, salía la primera frase de la obra: "Ya estoy aquí, siempre estuve con vosotros y ya no me marcharé". Y mientras lo decía, sonrió una vez más, sin darse cuenta de que su sonrisa iluminaba el mundo.


      Este relato está dedicado con todo mi respeto, admiración y cariño a una actriz maravillosa, Verónica Forqué, que, inesperadamente, esta semana ha iniciado su viaje a las estrellas. Hasta siempre, Vero, y muchas gracias por todo lo bueno que has aportado a este mundo con tu talento y como ser humano, que ha sido mucho. Vuela alto.






viernes, 10 de diciembre de 2021

EL CORAZÓN DE MADRID

 





      El corazón de Madrid andaba desmantelado por las bombas y la metralla, mientras el sol volvía a salir más apagado que de costumbre. Habían sido tres años de agonías inimaginables, de sufrimientos atroces, de tragedias lloradas al apego del dolor y del miedo. Madrid fue el último bastión de los sueños de muchos ciudadanos que creían en la libertad y el ultimo refugio para la esperanza. "No pasarán", rezaba el cartel que atravesaba una de sus entradas, pero a finales de marzo, entraron arrasándolo todo, como una lengua de fuego que se desplegara en miles de llamaradas, llegando hasta el último rincón de la ciudad, que ardía atizada por el odio de los que ya se proclamaban vencedores. Las calles, entorpecidas por los escombros y heridas al paso de los tanques, eran todo un símbolo de lo que se avecinaba, pues tras el dolor inmenso de una guerra fratricida, vendría una paz impuesta a base de represalias y de venganza. Ahora, apagado el sol, llovía con desconsuelo sobre Madrid, que se encontraba agotada y malherida, pero que, sin embargo, emergía con la dignidad de quién se sabe vencido, pero no doblegado. El corazón de Madrid se había convertido en un laberinto de callejones sin salida, en un enjambre de jaulas en busca de prisioneros, en un remanso de opresión, de angustia y de dolor, sin embargo, continuaba latiendo, y en su latir propagaba lo que habían intentado arrebatarle por la fuerza: las pulsiones de la vida y de la voluntad.





      A Dolores le escocían los ojos de tanto llorar y de apenas dormir. Los tenía oscuros y profundos como lagos y con un brillo de donde emergía una confianza sin paliativos, pero ahora, estaban resquebrajados, cubiertos de pequeños e hirientes cristales, empañados por el dolor. Tenía dos hijas pequeñas, Clara y Almudena y la única razón de que las tres siguieran con vida era que el soldado encargado de ejecutarlas era Julito, un joven falangista, hijo de Nicolás, el quesero, cuyo negocio estaba al lado de la panadería que regentaba Francisco, su marido, y que era familia retirada de éste. A Dolores ya no le quedaban lágrimas, pero poseía una dignidad que se levantaba como una torre frente a aquella adversidad provocada por los mismos que asesinaron a su marido, a su padre y a su hermano Rafael, todos ellos vinculados a la República, y cuyos cuerpos no aparecieron ni aparecerían jamás. El imperio del luto llegó con las posguerra y eran muchas las mujeres que, como Dolores, debían enfrentarse a aquel apocalipsis sin sus seres queridos. Pero lo que más dolía era ver a los niños vagando perdidos por las calles deslavazadas, saltando entre muros derribados, poniendo en su vagar toda la tristeza del abandono. Una bomba destruyó la panadería de la cual vivía la familia y la casa, semiderruida, aguantaba con la misma fortaleza que la dueña, con sus dos habitaciones y su pequeña cocina. Era todo lo que ahora poseía, pero Dolores, no se arredraba, pues tenía dos hijas pequeñas y había recogido a Rosalía, la hija de unos vecinos desaparecidos en un bombardeo, y de ellas tomaba fuerza. Todo era desolación en aquel tiempo, todo era una lucha gigante por la supervivencia, todo estaba invadido por la aflicción. A ello había que añadir la voracidad del hambre y de la desnutrición y con ellas, los piojos y enfermedades como el paludismo o la pelagra, que abatían a la población en una ciudad donde las penurias se repartían entre sotanas y militares, que paseaban sus fantasmagóricas figuras por entre los escombros de la misma y los de los maltrechos vecinos que la habitaban. El corazón helado de Madrid no dejaba de sangrar y parecía no tener cura, tal era su desgarro, hasta que un atardecer de aquella primavera, Dolores comprendió que no todo estaba perdido, al escuchar las risas de sus hijas y las de Rosalía, que habían conseguido liberar sus juegos de la tristeza y que, como si nada hubiera sucedido, cantaban sentadas entre las ruinas frente a un decorado diseñado a puñaladas por los balazos de los combatientes. La mujer, desde el quicio de la puerta contemplaba la escena y por primera vez en mucho tiempo, sus labios dibujaron una sonrisa que la liberó por unos segundos del dolor. Y ya después, en el interior de aquella casa en ruinas y absorta entre sus quehaceres, pensó que no bastaba una guerra para eliminar la ternura y la alegría y que son estas, las que nos salvan de la crueldad y de la injusticia. Los niños, poco a poco comenzarían a reconstruir la ciudad con sus juegos y con sus risas, pues siempre serán ellos los encargados de restituir la vida que muchos se empeñan en ignorar. Los niños y una sonrisa: la de aquellas madres que velan por ellos y les ofrecen confianza, seguridad y un amor que puede con todo.






A Almudena Grandes, la voz y la palabra de los desfavorecidos y de los olvidados. Gracias por tu literatura, siempre tan necesaria. 




La segunda fotografía que ilustra este nuevo relato es de Robert Capa, pseudónimo de una pareja de fotógrafos, Friedmann Endre Ernó y Gerda Taro, corresponsales gráficos durante la Guerra Civil Española. Ambos compartieron este pseudónimo hasta el fallecimiento de Taro, y, aunque no sepamos qué fotografías corresponden a uno u a otra, lo cierto es que ambos son autores de fotografías como ésta, que refleja un momento extraordinario dentro de la tragedia.









viernes, 3 de diciembre de 2021

UNA HISTORIA MÁS

 




      El ocaso se hacía interminable y la luna negaba su presencia en un cielo grisáceo y pardo, que ponía dramatismo en el paisaje y ensombrecía los blancos muros que rodeaban el palacio. A veces, una extraña música se abría paso a través de las cerradas y ruinosas ventanas logrando poner cerco en el corazón de Adéle. Ella había vivido allí, había correteado y jugado de niña en sus jardines y entre las columnas que lo sustentaban y adornaban. Otras veces, eran voces reconocibles para ella las que se escapaban por entre las rendijas de las paredes, resquebrajadas por el paso del tiempo. Parecía oír la voz del ama cuando llamaba para comer, la voz ronca y áspera de la señora, que siempre la asustaba hasta tal punto que huía a veces despavorida para ir a refugiarse en una pequeña caseta que había cerca de las caballerizas o la voz de Jacqueline, su amiga, hija de la señora y principal compañera de juegos, fallecida a la temprana edad de nueve años. Adéle tenía dos años más que ella cuando su amiga se ahogó en el fondo de un estanque cercano, más allá del bosquecillo de abedules que se extendía al oeste del palacio. Su ropa estaba destrozada y su cuerpo inerte flotaba sobre el agua moviéndose de forma cadenciosa, como si esas aguas la estuvieran acunando, y ella, con los ojos entornados, como invadida por el sueño. Fue Adéle quién descubrió el cadáver de su amiga y desde entonces no dormía bien. A menudo soñaba que Jacqueline se abría paso entre las aguas y la arrastraba con ella entre los nenúfares y las demás plantas acuáticas, sintiendo en su piel la viscosidad helada de la de su amiga, y entonces se ponía a temblar. Pero allí estaba, como cada invierno, a sus cincuenta y seis años, merodeando cerca del palacio sin saber cómo. Y volvía a sonar la música y después las voces que la hacían alejarse hasta ir a parar cerca del estanque, donde su amiga se fundió con sus aguas y donde ella soñó que bajo su verdor encontraría su extraviada paz. Por fin, se recostó en ellas y mientras las flores de los nenúfares cubrían su cuerpo, escuchó la voz de Jacqueline, que al cabo había conseguido enredarla en sus juegos, y ya juntas, volvieron a escuchar la voz del ama que las llamaba: "¡Niñas, a comer, que ya es muy tarde!", y, efectivamente, ya era muy tarde para Adéle, que no pudo nunca sustraerse al tétrico recuerdo de su amiga, tan blanca y tan violeta, flotando y meciéndose ya sin vida bajo el agua turbia del viejo aljibe.

      El cuadro que ilustra el relato es del pintor alemán Ferdinand Knab, un paisajista cuya obra se desarrolló en el último tercio del siglo XIX. Esta obra es concretamente del año 1893 y su romántica mezcla de paisaje y arquitectura me ha inspirado este cuento.