jueves, 23 de diciembre de 2021

NAVIDADES NEGRAS

 




      Su ser no estaba preparado para celebrar las cercanas Navidades, su cuerpo solo desprendía odio, rencor y rechazo a la familia de su marido, que, año tras año, se sentaban en su casa, se atiborraban, y dejaban para ella una cocina hasta los topes tras la batalla campal que suponía la cena. Eran ya muchos años de sufrir en sus carnes los exabruptos navideños de esa gente y este año, y tras casi dos de pandemia, no estaba dispuesta a tolerarlo, bueno, este año, sí, pero sería el último si sus planes triunfaban. Todos los años ocurría lo mismo, las navidades significaban para ella una tortura que la llevaba al paroxismo psíquico que la arrastraba a las simas más profundas de la aversión. El único momento grato para ella durante la cena era el momento de trinchar el pavo, que siempre lo hacía con una devoción extrema, mientras contemplaba con un brillo oscuro en sus ojos la figura oronda de su suegro, un hombre de sesenta y tantos años, ex militar, que, inflado como un globo, presumía abiertamente de tocar la melodía del villancico "Noche de paz" a golpe de eructos o de sonoras flatulencias. Cada año amenazaba con hacerlo y vive Dios, que lo cumplía, sin que ninguna causa, ni siquiera el ictus que sufrió su mujer en la navidad del año 2009, por el que tuvo que ser hospitalizada, fuera capaz de suspender el recital. Cada año también, Saray se preguntaba cómo atacaría, temiendo que, como en la última Nochebuena, se sintiera inspirado y lo tocara con una mezcla de ambas, organizando la mundial. Su suegra, una cotorra con cara y hechos de serpiente, una vez ejecutado el concierto, siempre decía entre risas: "Será una guarrería, pero descarga la caballería", como disculpando el grosero y escatológico comportamiento de su marido, para después, siempre solícita, limpiar con una servilleta la grasa que chorreaba de su papada y que provocaba más destellos que el árbol de Navidad. También acudían sus cuñados, Luis Manuel y Claudia, una mujer prodigio de fertilidad y "mater amatísima", que en siete años de matrimonio y tres de noviazgo, había logrado parir nueve vástagos, más dos extraoficiales, a los que llevaban consigo una navidad tras otra. Las voces, gritos, peleas, llantos y atentados contra los objetos decorativos de la casa, no se detenían durante las interminables horas que duraba la Nochebuena, ni siquiera cuando la madre, en un acto glorioso, sacaba uno de sus pechos, como una calabaza gigante y les daba de mamar, del más pequeño al más grande. Una vez exprimido, sacaba el otro. Luis Manuel a estas horas, ya estaba tirado por el suelo, ahogado entre botella y botella, confundiendo a su esposa con un enorme dirigible que se inflaba y se desinflaba y queriendo en un acto que exponía claramente su complejo de Edipo, chupar también de la teta. También venía a pasar la Nochebuena y el día de Navidad, Panchita, la media hermana de su marido con sus dos novios, y Consuelo, hermana de Claudia, que colgó los hábitos para dedicarse al descorche y que hoy tiene más de cien mil seguidores en su página web "Consuélate", donde enseña movimientos de barra con un tanga diminuto, siendo capaz de comerse un plátano con los pies, proeza que tuvo a bien demostrar una ya legendaria Nochebuena, cuando los niños, eso sí, ya se habían ido a dormir. Por todo esto y mucho más, Saray odiaba la Navidad y a primeros de diciembre, puso en marcha su plan para librarse por siempre de aquella angustiosa y hostil celebración.

      El primer paso de este plan consistía en romper las normas impuestas en relación con el covid en los próximos días, cuando debía salir a realizar las inefables compras navideñas. Fuera mascarilla, fuera gel, fuera distancia de seguridad. Así se coló en un autobús atestado de gente, que la miraban cuando de vez en cuando se bajaba la mascarilla y se acercaba peligrosamente a unos y a otros pasajeros, que trataban de escabullirse como podían, sobre todo, cuando a Saray le daba una tosecilla causada por el caramelo de menta extrafuerte que degustaba. Después, paseaba el "super" sin mascarilla, buscando siempre las zonas más pobladas. Tras ello, paraba en la cafetería de más éxito de la ciudad, y no se conformaba con sentarse en la terraza, sino que entraba dentro y se acercaba tanto a la gente, que alguna vez tuvo que aguantar algún codazo, más no le importó, todo por la causa. Tras este baño de masas en plena pandemia, que se repitió en días siguientes, consideró que ya estaba preparada para romper con aquella deleznable tradición que la obligaba cada año a soportar a sus familiares políticos. A los pocos días, compró una PCR en una farmacia, se hizo la prueba y...¡bingo!, dio positivo.

      Saray, que solía atender a sus invitados con la amabilidad de un gato salvaje, aquella Nochebuena estaba desconocida, tremendamente servicial y cariñosa con todos. A Claudia le achuchaba con fuerza mientras le preguntaba por su nuevo embarazo, a Luis Manuel, ella misma le servía las copas y se las pasaba acercándose tanto a él, que podía adivinar a través de su aliento, que de pequeño había sido alimentado con potitos de pescado, a Consuelo le contó sus penurias económicas mientras compartían a dentelladas un pedazo de turrón y a su suegra, la escurridiza serpiente, la acompañó varias veces al lavabo sosteniéndola por los hombros y contándole por lo bajini, lo buen marido que era su hijo, mientras que a Panchita y a sus tres novios, los invitaba a abrazarla en un acto de familiaridad y de buenos deseos. Pero lo más extraño fue su actitud para con su suegro, el militar orondo con más gases en su interior que el Cumbre Vieja, sustituyendo a su suegra en el acto de limpiarle la grasa que recorría su doble barbilla con mimo y eficiencia y sacudiéndole las migas de pan que quedaban enganchadas a su barriga como montañeros escalando el Pan de Azúcar. Después, terminaba la tarea depositando un ósculo en cada uno de sus sonrosados carrillos. Todo ello sorprendió a todos los allí presentes, pues todos sabían cuánto aborrecía Saray al padre de su marido. En cuanto a los niños, no hizo sino dejarlos ir y venir  su antojo, aunque tiraran al suelo, destrozándolo, el plasma de cincuenta pulgadas que acababan de comprar.

      Todo salió a pedir de boca y así, Saray, ingresada en el hospital, se iba enterando por su marido del fallecimiento de su suegro, tras varios días de ahogos que le provocaron una parada cardiorrespiratoria, el ingreso en la UCI de su suegra, a la que daban pocas esperanzas, los dolores y la paralización de las piernas de Consuelo, de la que no sabían si podría volver a caminar y mucho menos a comerse un plátano con los pies, el fallecimiento y entierro de Panchita, al cual no pudieron acudir sus cuatro novios, tres de ellos, enfermos. Y Luis Manuel, que no se había contagiado, según él, porque el alcohol le había servido de protector, mientras que Claudia, estuvo ingresada quince días hasta que dio a luz a los gemelos, aunque perdió la voz casi en su totalidad y no sabía si la volvería a recuperar, ello, al fin y al cabo tenía la ventaja de que así no tendría que volver a escuchar nunca más a su marido, Luis Manuel, diciéndole aquello tan machista de: "Calladita estás más guapa". Y así, cuando un día vio pasar a su marido en una camilla a la vez que a ella la iban a trasladar a la UCI, sonrió satisfecha, con la seguridad de que se había salido con la suya y que nunca se volverían a celebrar aquellas espantosas navidades en su casa. Sin embargo, unos días más tarde, mientras expiraba, inexplicablemente volvió a sonar en su cabeza, repitiéndose como un mantra, el villancico "Noche de Paz", en la gutural e inconmensurable versión de su suegro y comprendió que algo había fallado en su plan y que ni a la hora de su muerte se iba a librar del todo del espíritu de las navidades, unas navidades negras, pero no tanto como los efectos desgarradores del covid, una enfermedad tan silenciosa como implacable, que seguía su curso hasta llevarla directamente a las mismísimas puertas del infierno.






viernes, 17 de diciembre de 2021

LA SONRISA DE VERÓNICA

 




      Atravesó la luz de parte a parte y sus ojos azules se anegaron de lágrimas, pues se hallaba entre bambalinas, dando color a su piel, tersa y blanquísima. Se preparaba para actuar, como siempre, y respiraba profundamente frente al espejo mientras daba los últimos retoques a su rojizo cabello. Una música suave sonaba entre las paredes de su camerino donde se sentía auténticamente libre y sus labios esbozaron una sonrisa abierta, sincera y feliz, la famosa sonrisa de Verónica. Venía, sin embargo, de pasar noches oscuras de vientos y tempestades, de lluvias que calaban su cuerpo hasta humedecer sus huesos, de miedos provocados por la presencia vigilante de lobos de tres cabezas y fauces afiladas. Pero ahora, todo era distinto. Ahora vivía en en el ensueño de una ilusión que siempre tuvo: la de volver a ser una niña. Mientras se maquillaba lo había estado pensando, pero en estos momentos, era una mujer y era una actriz, y de las grandes. Se sentó en el pequeño sofá a la espera de esa voz que la llamara a escena, y su pensamiento seguía volando tan inquieto como un colibrí. Pensó en su padre, dirigiendo sus primeros pasos en el cine, con tanta dedicación y amor, y también en su madre, la escritora que inculcó en ella su pasión por el saber. Luego vino a su mente la figura de su hermano, pilar que sostenía paredes fundamentales de su vida y por último su hija, que vivía dentro de su corazón. Volvió a sonreír atrapada por el vaivén de su memoria y con serenidad seguía a la espera. Se encendieron los focos y comenzó la música que daba inicio a la función teatral. Entonces escuchó la voz que la llamaba: "¡Verónica, a escena!". Se levantó y se acercó entre las tramoyas y antes de salir, vio a su público expectante y sus ojos azules, húmedos de dulzura, se dejaron guiar por una emoción incontenible, mientras de su boca, salía la primera frase de la obra: "Ya estoy aquí, siempre estuve con vosotros y ya no me marcharé". Y mientras lo decía, sonrió una vez más, sin darse cuenta de que su sonrisa iluminaba el mundo.


      Este relato está dedicado con todo mi respeto, admiración y cariño a una actriz maravillosa, Verónica Forqué, que, inesperadamente, esta semana ha iniciado su viaje a las estrellas. Hasta siempre, Vero, y muchas gracias por todo lo bueno que has aportado a este mundo con tu talento y como ser humano, que ha sido mucho. Vuela alto.






viernes, 10 de diciembre de 2021

EL CORAZÓN DE MADRID

 





      El corazón de Madrid andaba desmantelado por las bombas y la metralla, mientras el sol volvía a salir más apagado que de costumbre. Habían sido tres años de agonías inimaginables, de sufrimientos atroces, de tragedias lloradas al apego del dolor y del miedo. Madrid fue el último bastión de los sueños de muchos ciudadanos que creían en la libertad y el ultimo refugio para la esperanza. "No pasarán", rezaba el cartel que atravesaba una de sus entradas, pero a finales de marzo, entraron arrasándolo todo, como una lengua de fuego que se desplegara en miles de llamaradas, llegando hasta el último rincón de la ciudad, que ardía atizada por el odio de los que ya se proclamaban vencedores. Las calles, entorpecidas por los escombros y heridas al paso de los tanques, eran todo un símbolo de lo que se avecinaba, pues tras el dolor inmenso de una guerra fratricida, vendría una paz impuesta a base de represalias y de venganza. Ahora, apagado el sol, llovía con desconsuelo sobre Madrid, que se encontraba agotada y malherida, pero que, sin embargo, emergía con la dignidad de quién se sabe vencido, pero no doblegado. El corazón de Madrid se había convertido en un laberinto de callejones sin salida, en un enjambre de jaulas en busca de prisioneros, en un remanso de opresión, de angustia y de dolor, sin embargo, continuaba latiendo, y en su latir propagaba lo que habían intentado arrebatarle por la fuerza: las pulsiones de la vida y de la voluntad.





      A Dolores le escocían los ojos de tanto llorar y de apenas dormir. Los tenía oscuros y profundos como lagos y con un brillo de donde emergía una confianza sin paliativos, pero ahora, estaban resquebrajados, cubiertos de pequeños e hirientes cristales, empañados por el dolor. Tenía dos hijas pequeñas, Clara y Almudena y la única razón de que las tres siguieran con vida era que el soldado encargado de ejecutarlas era Julito, un joven falangista, hijo de Nicolás, el quesero, cuyo negocio estaba al lado de la panadería que regentaba Francisco, su marido, y que era familia retirada de éste. A Dolores ya no le quedaban lágrimas, pero poseía una dignidad que se levantaba como una torre frente a aquella adversidad provocada por los mismos que asesinaron a su marido, a su padre y a su hermano Rafael, todos ellos vinculados a la República, y cuyos cuerpos no aparecieron ni aparecerían jamás. El imperio del luto llegó con las posguerra y eran muchas las mujeres que, como Dolores, debían enfrentarse a aquel apocalipsis sin sus seres queridos. Pero lo que más dolía era ver a los niños vagando perdidos por las calles deslavazadas, saltando entre muros derribados, poniendo en su vagar toda la tristeza del abandono. Una bomba destruyó la panadería de la cual vivía la familia y la casa, semiderruida, aguantaba con la misma fortaleza que la dueña, con sus dos habitaciones y su pequeña cocina. Era todo lo que ahora poseía, pero Dolores, no se arredraba, pues tenía dos hijas pequeñas y había recogido a Rosalía, la hija de unos vecinos desaparecidos en un bombardeo, y de ellas tomaba fuerza. Todo era desolación en aquel tiempo, todo era una lucha gigante por la supervivencia, todo estaba invadido por la aflicción. A ello había que añadir la voracidad del hambre y de la desnutrición y con ellas, los piojos y enfermedades como el paludismo o la pelagra, que abatían a la población en una ciudad donde las penurias se repartían entre sotanas y militares, que paseaban sus fantasmagóricas figuras por entre los escombros de la misma y los de los maltrechos vecinos que la habitaban. El corazón helado de Madrid no dejaba de sangrar y parecía no tener cura, tal era su desgarro, hasta que un atardecer de aquella primavera, Dolores comprendió que no todo estaba perdido, al escuchar las risas de sus hijas y las de Rosalía, que habían conseguido liberar sus juegos de la tristeza y que, como si nada hubiera sucedido, cantaban sentadas entre las ruinas frente a un decorado diseñado a puñaladas por los balazos de los combatientes. La mujer, desde el quicio de la puerta contemplaba la escena y por primera vez en mucho tiempo, sus labios dibujaron una sonrisa que la liberó por unos segundos del dolor. Y ya después, en el interior de aquella casa en ruinas y absorta entre sus quehaceres, pensó que no bastaba una guerra para eliminar la ternura y la alegría y que son estas, las que nos salvan de la crueldad y de la injusticia. Los niños, poco a poco comenzarían a reconstruir la ciudad con sus juegos y con sus risas, pues siempre serán ellos los encargados de restituir la vida que muchos se empeñan en ignorar. Los niños y una sonrisa: la de aquellas madres que velan por ellos y les ofrecen confianza, seguridad y un amor que puede con todo.






A Almudena Grandes, la voz y la palabra de los desfavorecidos y de los olvidados. Gracias por tu literatura, siempre tan necesaria. 




La segunda fotografía que ilustra este nuevo relato es de Robert Capa, pseudónimo de una pareja de fotógrafos, Friedmann Endre Ernó y Gerda Taro, corresponsales gráficos durante la Guerra Civil Española. Ambos compartieron este pseudónimo hasta el fallecimiento de Taro, y, aunque no sepamos qué fotografías corresponden a uno u a otra, lo cierto es que ambos son autores de fotografías como ésta, que refleja un momento extraordinario dentro de la tragedia.









viernes, 3 de diciembre de 2021

UNA HISTORIA MÁS

 




      El ocaso se hacía interminable y la luna negaba su presencia en un cielo grisáceo y pardo, que ponía dramatismo en el paisaje y ensombrecía los blancos muros que rodeaban el palacio. A veces, una extraña música se abría paso a través de las cerradas y ruinosas ventanas logrando poner cerco en el corazón de Adéle. Ella había vivido allí, había correteado y jugado de niña en sus jardines y entre las columnas que lo sustentaban y adornaban. Otras veces, eran voces reconocibles para ella las que se escapaban por entre las rendijas de las paredes, resquebrajadas por el paso del tiempo. Parecía oír la voz del ama cuando llamaba para comer, la voz ronca y áspera de la señora, que siempre la asustaba hasta tal punto que huía a veces despavorida para ir a refugiarse en una pequeña caseta que había cerca de las caballerizas o la voz de Jacqueline, su amiga, hija de la señora y principal compañera de juegos, fallecida a la temprana edad de nueve años. Adéle tenía dos años más que ella cuando su amiga se ahogó en el fondo de un estanque cercano, más allá del bosquecillo de abedules que se extendía al oeste del palacio. Su ropa estaba destrozada y su cuerpo inerte flotaba sobre el agua moviéndose de forma cadenciosa, como si esas aguas la estuvieran acunando, y ella, con los ojos entornados, como invadida por el sueño. Fue Adéle quién descubrió el cadáver de su amiga y desde entonces no dormía bien. A menudo soñaba que Jacqueline se abría paso entre las aguas y la arrastraba con ella entre los nenúfares y las demás plantas acuáticas, sintiendo en su piel la viscosidad helada de la de su amiga, y entonces se ponía a temblar. Pero allí estaba, como cada invierno, a sus cincuenta y seis años, merodeando cerca del palacio sin saber cómo. Y volvía a sonar la música y después las voces que la hacían alejarse hasta ir a parar cerca del estanque, donde su amiga se fundió con sus aguas y donde ella soñó que bajo su verdor encontraría su extraviada paz. Por fin, se recostó en ellas y mientras las flores de los nenúfares cubrían su cuerpo, escuchó la voz de Jacqueline, que al cabo había conseguido enredarla en sus juegos, y ya juntas, volvieron a escuchar la voz del ama que las llamaba: "¡Niñas, a comer, que ya es muy tarde!", y, efectivamente, ya era muy tarde para Adéle, que no pudo nunca sustraerse al tétrico recuerdo de su amiga, tan blanca y tan violeta, flotando y meciéndose ya sin vida bajo el agua turbia del viejo aljibe.

      El cuadro que ilustra el relato es del pintor alemán Ferdinand Knab, un paisajista cuya obra se desarrolló en el último tercio del siglo XIX. Esta obra es concretamente del año 1893 y su romántica mezcla de paisaje y arquitectura me ha inspirado este cuento.






martes, 2 de noviembre de 2021

COMO ALMAS PERDIDAS

 




      La noche era fría y una llovizna tenue salpicaba el empedrado de las calles del barrio más antiguo de la ciudad. Las farolas emitían su luz débilmente y apenas alumbraban el camino de los noctámbulos que iban de un lado a otro buscando unos tragos y un cuerpo cálido en el que acogerse. Uno de los lugares más frecuentados por todas estas aves nocturnas era la calle de la Gaviota, muy cerca del puerto, donde proliferaban bares, tabernas y prostíbulos, un lugar áspero e inhóspito desbordado por la delincuencia, que, para él, era una especie de paraíso terrenal cuando se encontraba entre los brazos de Aline, la prostituta francesa de ojos claros y mirada perdida, cuya blanca piel había sido sometida a la tortura de impíos latigazos propinados por el que un día fuera su marido, Xavier Garmendia, un desalmado terrateniente del norte, cuya fuerza residía en su innata cobardía y en su obsceno poder y cuya riqueza rezumaba a cada momento la sangre de todos aquellos que trabajaban para él. Ella era la única en aquel cuartucho de paredes forradas de ajado terciopelo rojo y decorada con enmarañados tules, y cada noche, emergía para él como una diosa, para después dormir a su lado. Tenía en su cuerpo veintinueve cicatrices que parecían estremecerse cada vez que él las besaba, pero en realidad, era en su corazón donde Aline guardaba las que, aún abiertas las heridas, no dejaban de sangrar. Eran más de las cinco de la madrugada cuando él la abandonó, dejando sobre la mesilla unas monedas que ella solía rechazar, pero que aceptaba a regañadientes ante su insistencia y que nunca eran suficientes para pagar aquellas horas de dulzura que le hacían reencontrarse a sí mismo, como si en su tortuoso camino de desniveles y curvas, encontrara por fin el sendero firme y llano que lo llevara indefectiblemente a su destino. El sol despuntaba, pero él seguía recorriendo aquellas callejas, una vez soltado de la mano de su enamorada, y mientras cerraban los bares, se dirigía a su casa sumido en una descomunal tristeza que le despojaba de todo consuelo y cuando cerraba la puerta y las paredes lo aprisionaban, se sentía como en otro lugar, desalojado de todo aquello que amaba.

      Los días pasaban y a veces, visitaba a sus antiguas amistades, pero casi siempre llegaba borracho, y poco a poco, fueron cerrándole sus puertas quedando en el más absoluto abandono, pero, ¿quién los necesitaba?, él tenía a Aline y siempre podría ir a refugiarse en aquella fantasía donde lo único real era ella.

      Las heladas eran cada vez más intensas y aquellas madrugadas le resultaban cada vez más inhóspitas. Ya ni el calor del alcohol lograba consolarlo, ni sus disputas con otros pendencieros que violentaban la noche con sus actos criminales, ni sus conversaciones con Félix, el dueño del cafetín donde Aline había trabajado como bailarina en tiempos pasados. Solo le reconfortaba su amor por ella, que parecía haber trascendido los avatares del tiempo.

      Se acercaba noviembre cuando Aline desapareció, solo dejó para él una cruz de plata con dos palomas en el centro y colgadas de sus brazos, dos iniciales en mayúscula: una A y una G junto con una nota que decía que no la buscara, pues tarde o temprano volverían a verse. Nadie sabía a donde había podido ir, ni siquiera se había llevado equipaje y sus pocas pertenencias permanecían allí, en aquella habitación rojiza y velada, donde él había encontrado su refugio. Tras una desesperada y exhaustiva búsqueda, registrando cada lugar y cada rincón de la ciudad y no dando con pista alguna que le indicara donde podía estar, sus pasos le guiaron hasta el cementerio viejo, el llamado Cementerio de los Ausentes, cuyas ruinas se vislumbraban al caer la tarde, coloreadas por los tonos rojizos y malvas que les imprimía un cielo arrebolado de nubes grisáceas y blancas que se mezclaban con los débiles rayos del sol, que anunciaban ya el anochecer. Cuando llegó, no había puertas que abrir, pues estaban en el suelo caídas, desvencijadas por el paso del tiempo, y al entrar, el ruido del aleteo del vuelo de un mochuelo agitó su inquieto corazón y puso en alerta todos sus sentidos. A mano izquierda y tras un ruinoso panteón de nobles olvidados y detrás de una tumba de mármol derruida, encontró otra menos suntuosa, que, sin embargo llamó su atención. Su mármol rosado resistía los envites del tiempo y su cruz, se elevaba en una verticalidad absoluta. La lápida estaba cubierta de hojas y no se veía bien quién la ocupaba, sin embargo, cuando miró la cruz que se erigía frente a él, un temblor helado lo recorrió de parte a parte, pues era la misma cruz que Aline le había dejado tras su desaparición, con las dos palomas centrales y las dos iniciales colgando de sus brazos. Rápidamente y con desesperación, barrió las hojas que cubrían la lápida con las manos y pudo leer: "Aquí yace Aline de Garmendia, fallecida el 3 de enero de 1728. Que Dios la tenga en su gloria y atienda las necesidades de su alma", y más arriba, un desgastado retrato dejaba entrever los ojos claros y la mirada perdida de Aline y la dulzura de su gesto. Sorprendido, sintió una gran paz interior en ese mismo momento y, dando un suspiro de alivio pensó: "Por fin has encontrado la paz. Descansa dulce Aline, porque yo velaré tu sueño desde el mío." Después, extrajo la cruz de plata que llevaba guardada en la chaqueta, la besó y la dejó sobre la lápida y poco a poco fue alejándose de allí y mientras la noche se iba cerniendo sobre el cementerio de los Ausentes, dos monjes aparecieron indicándole el camino, y hubo quien aquella noche, vio la sombra de un hombre que atravesaba uno de sus muros yendo a parar al recinto donde se daba sepultura a los condenados y ese alguien pudo comprobar con sus propios ojos como aquella figura desparecía por entre las ruinas y se introducía como si huera humo en una fosa sin nombre. En ese mismo momento, comenzaba a salir la luna, abriendo paso a la noche de las Ánimas. Corría el año 1880, y las almas de Aline y el caballero sin nombre, tras muchos años vagando perdidas, por fin habían hallado el camino de la paz y el eterno reposo.

      Aline Barbier era una joven francesa que fue propuesta en matrimonio a Xavier Garmendia, un rico hacendado español. Tras varios años de torturas infligidas de manera cruel por éste, la muchacha convino con un joven de su servicio, que acabaría por convertirse en su enamorado, acabar con la vida de su marido, como así sucedió. Tras la detención de ambos como principales sospechosos del asesinato, él se declaró único culpable y murió ajusticiado, mientras que ella falleció no mucho tiempo después, atormentada por la pérdida de su amado, tras abandonar la hacienda donde vivía con su marido y sobrevivir ejerciendo la prostitución. Sus almas, perdidas en el espacio y en el tiempo durante casi dos siglos, pudieron por fin reencontrarse y encontrar el descanso y la gloria eterna. Feliz Día de las Ánimas.

      La lámina que ilustra este relato es del genial pintor e ilustrador Gustave Doré, para la obra de Dante "La Divina Comedia" y representa el momento en que un alma en pena regresa a su tumba para alcanzar de una vez por siempre el eterno reposo.







domingo, 24 de octubre de 2021

CENIZAS DE OTOÑO

 




    "Cuando ya  no quede ni una sola hoja que vista los árboles, iré a tu casa. Te llevaré los vestigios de tu amor, y mi corazón, sumiso al tuyo, lo enterraré bajo la hojarasca. Estoy perdido sin el camino cubierto de barro que me enseña tus huellas, y sin la luz otoñal que se filtra entre los densos ramajes de las encinas y de los chopos. Por el sur andaré sin apenas equipaje, en un viaje sembrado de atardeceres frescos y de noches luminosas, y la música hostil de tu ausencia pondrá a la escena una banda sonora de desesperada ansiedad. Ya falta poco, te presiento y mi corazón late acelerado arropado por las hojas, mientras mis ojos al amanecer parecen ver tu figura recortada entre las nubes, etérea, sutil y transparente."




Las calles, cada vez más anchas,
se convierten en cerradas soledades.
Ya ni el viento vigila tus esquinas,
acariciadas por la tenue palidez de tus luces.
Vuelvo la cabeza y aún te veo,
manteniéndote cimbreante
contra viento y marea,
amainando tempestades.
Más no me alejo demasiado,
esperando el calor de tus hogares
y el reverdecer de tus rosas.
Estaré contigo,
mientras pienso en tu paz deshabitada,
y en tu mundo de abriles amarillos.
Hoy recuerdo mi casa,
encalada por las manos de mi madre,
resplandeciente de amor y de alegrías
de mi clara niñez regocijada.
Anochece y la brisa
pone voz a las palabras,
y meciendo las hojas del olivo,
va abriendo silenciosa las ventanas.
El tiempo pasa inadvertido,
entre las tejas humildes de las casas,
y yo detengo mi camino
y me cobijo bajo un árbol de la plaza.
LLegado ya el otoño,
el pueblo silencia sus batallas,
y sus almenas se inclinan a la tierra,
en un temblor, tañido de campanas.




   No debemos caer en la melancolía

del color de un otoño desalmado,

pues eso es lo que busca, sin embargo,

esta estación de belleza y de poesía.


Cuando las hojas hieren el asfalto,

se funden con el alma de la tierra,

y nos traen primero paz, después la guerra

de los recuerdos, que acuden al asalto.


No seremos más que marionetas

en manos de quien prende la hermosura

como una flor afilada y oscura, 

para cubrirnos con sus hojas de tristezas.


Y por eso hoy os hago esta advertencia,

hoy que busco un descanso en mi camino,

envuelto en este otoño clandestino,

al que me añado con sumisa complacencia.


Porque yo ya no sé darme a la fuga,

escapar del encanto de sus horas,

del dulzor de su nostalgia abrumadora

y de su manto de color que me subyuga.


Porque así me siento preso de sus días

y mi memoria vive soñadora,

mientras el tiempo, que todo lo devora,

seguirá con su eterna letanía.








sábado, 25 de septiembre de 2021

EN LA PIEL DE TRAVIS BICKLE




 


" Me llamo Travis Bickle, padezco insomnio crónico y en mi ausencia de sueño no puedo hacer otra cosa que trabajar. Trabajo como taxista en Nueva York, una ciudad gigante y perdida en los andenes de trenes que no van a ninguna parte. Aquí, todo el mundo tiene prisa y la noche despierta definitivamente en los suburbios, a donde me dirijo muchas veces, tantas, que ni recuerdo. Esta noche voy conduciendo y la lluvia no cesa de caer, parece como si quisiera limpiar toda la podredumbre que, oculta bajo el asfalto, florece en la superficie al mismo tiempo que en el cielo se ocultan las estrellas. Prostitutas, macarras, delincuentes del más diverso pelaje, pervertidos y asesinos, pueblan con impunidad las calles nocturnas de la ciudad, mientras yo, en mi taxi, traslado de un lugar a otro a toda esta fauna desquiciada y despreciable. Sigue lloviendo con fuerza, pero no es suficiente. La suciedad está incrustada de tal modo que es imposible limpiar el lodazal. Solo hay alguien en este paisaje cenagoso que brilla como el sol: se llama Iris y ha subido al taxi huyendo del acoso del indeseable que se beneficia de la venta de su cuerpo. Finalmente, tras unos minutos de lucha inútil, se la ha llevado. Pero la chica de mis sueños se llama Betsy y trabaja como voluntaria en la campaña de un político. Es hermosa y grácil y camina con un aire despreocupado y elegante. Me he fijado en cómo mueve su pelo y en cómo sonríe y he pensado que no merece trabajar en aquella oficina improvisada, rodeada de tipos que la agobian hasta el punto de no poder ser ella misma. Algún día la invitaré al cine. Sigo insomne y sigo con mi taxi amarillo recorriendo la ciudad. "Todo se arreglará", me dice un compañero  al que comento lo asqueado que me siento. No lo sé, la verdad. Solo sé que tengo que hacer algo, pero ¿qué?. Acabo de dejar a un tipo cuya mujer lo engaña con un negro. Todo es tan rastrero y tan miserable... El hombre me ha dicho que no tiene opción: que debe matarla. Me cuenta que tiene en su poder una pistola, una magnum 44, creo y que le disparará en la cara. Es la única manera de resarcirse de semejante ofensa y de limpiar con honradez la infamia. Por eso, yo me voy a comprar una pistola, bueno, una no, muchas, y ensayaré con ellas. Haré ejercicio, me pondré en forma. He decidido adecentar las calles de la ciudad y liberarla de la escoria que la devora para que de una vez por todas las estrellas vuelvan a poblar su cielo.

      He vuelto a ver a Iris, andaba callejeando del brazo de otra muchacha. No tendrá más de trece años, pero camina sobre unos altos tacones rojos, que se mueven brillantes sobre la acera cubierta de lodo maloliente. He querido rescatarla y casi la convenzo de que venga conmigo. Quiere ser mi amiga. Quiero alejarla de la suciedad que envuelve su vida y encauzarla por el camino correcto. El único camino.

      Ya sé manejar todas las pistolas. Creo que estoy preparado. Me miro al espejo: "Eh, tú, ¿hablas conmigo? ¿me lo dices a mí?". Sí, no hay duda, estoy dispuesto".


Travis Bickle es el personaje principal de una película dirigida en el año 1976 por Martin Scorsese, "Taxi Driver", una obra maestra del cine interpretada maravillosamente por Robert de Niro en el papel del solitario e inestable protagonista. Es una oda oscura a la ciudad de Nueva York a través de la mirada de un taxista sensible a la obsesión y a la locura. También es una película fascinante de principio a fin con una jovencísima Jodie Foster, en el papel de Iris, y Cybill Shepherd como Betsy. Robert de Niro conmueve e inquieta de principio a fin con su portentosa interpretación de Travis, el taxista que nunca duerme, y Scorsese nos brinda la que es, sin duda, uno de sus mejores films. La acabo de volver a ver, y no ha perdido ni un ápice de su capacidad para atrapar al espectador, y es que "Taxi Driver", se configura como uno de los grandes clásicos del siglo XX, una película genuina, llena de un lirismo incontenible, dibujado poco a poco por las gotas de lluvia que caen sobre la oscuridad de la noche, que se expande sobre la ciudad de Nueva York, y acunada por la extraordinaria banda sonora compuesta por Bernard Hermann. Muy recomendable para los que no la hayáis visto y también, para los que deseen revisitarla de nuevo.







miércoles, 22 de septiembre de 2021

UN NUEVO OTOÑO

 





"No te entretengas,

te espero en el bosque de las calles amarillas,

bajo el sol delicado del otoño,

donde las nubes juegan con las hojas,

que se mueven serenas bajo el cielo.

No te demores,

que ya estamos llegando a la frontera

y no hay parada en nuestra travesía,

salvo el dulce color de los atardeceres."








sábado, 28 de agosto de 2021

TANTO LA QUERIA

 




      Adoraba a Pinky, su gato, pues desde que era un cachorro no se había separado de él, y ya eran seis años de convivencia, seis años de comer el uno junto a la otra, de citas veterinarias ( que si una cistitis, que si un empacho de whiskas...), de llevarlo a casa de Pepi, la peluquera, cómplice hábil que desmelenaba a Pinky en el verano, de compartir molestias intestinales y de arrebujarse juntos en la cama antigua en los días más crudos del invierno, dándose calor mutuo. Su gato también sentía un cariño muy especial por ella: tanto la quería que le ahuecaba la cama para cuando ella llegara y la recibía moviendo el rabo y los bigotes. Curiosamente, a Pinky le gustaba el café y le gustaba tomarlo como a su dueña: templado y muy dulce, casi tanto como los lametones que le propinaba en cuanto se descuidaba. Eran uña y carne. Un día, ella no se levantó. Pasaban las horas y el gato, inquieto, se dirigió a la cama de su compañera vital y comenzó a jugar como de costumbre a base de ronroneos, de cobijarse contra su cuerpo, acariciándolo con el suyo e intentando dar calor a la frialdad inerte de ella. Pronto se cansó y se bajó de la cama. Era una mañana de verano y el aire acondicionado no dejaba de funcionar, la casa estaba cerrada a cal y canto, las puertas y ventanas eran inexpugnables y las persianas permanecían bajadas. El tiempo iba transcurriendo y Pinky subía una y otra vez a la cama de su dueña, que no respondía ni siquiera a las lametadas que prodigaba una y otra vez en sus labios resecos, entreabiertos y fríos, por donde comenzaba a brotar el olor de la muerte. Así, pasaron dos largos días sin que nadie apareciera por allí, y mientras ella empezaba sin remedio a descomponerse, Pinky comenzaba a sentir hambre...






viernes, 13 de agosto de 2021

UVAS Y BESOS


 



      " Las uvas escapan de su encierro tras la alambrada gris, y el cielo del verano mira a la Tierra seco y azul, mientras la parra, las guarda del sol. Mirando a septiembre, las uvas encargan su dulzor a la brisa y, al tiempo, la maduración de sus formas, redondas y almibaradas. Entre las hojas se van descolgando poco a poco, como en una pintura realizada con los pinceles y los colores que traerá el otoño, que, como siempre, tendrá sabor a uva". 

      (A mediados de agosto, cuando el calor es vertical y los sueños, horizontales)





"Me saben a tus besos,

cálidos y entonados,

de ácida dulzura.

Frente a mis labios, los tuyos,

de sutil y adorado perfil,

no dejan rendija abierta

al invierno.

Se lanzan imantados y precisos

en una búsqueda perpetua

de sal y menta,

hasta que mueren en nuestra boca

dejando en el paladar 

regustos a miel y a uva."





      "Cuando maduren las uvas iré a verte, al palacio de calles azules donde habitas, entre la rutina de los días y la excepcionalidad de las noches, donde todo resulta preciso y claro, como tu ausencia. Has vuelto a marcharte, sin embargo, sin darme opción a realizar mi sueño de volver a acariciar tu mano y estoy perdido entre tu búsqueda y mis deseos, que me llevan a un destierro inmenso de carencias, a las que no me acostumbro. El canto del gallo cierra la puerta a la noche y yo estoy en ella, persiguiendo la luz del día, pues me han dicho que te han visto al amanecer, fuera de ti, sin rumbo, en un futuro donde no me incluyes. Más no desespero y volveré a encontrarte, cuando ni tú misma puedas decirme que no eres mía."






domingo, 1 de agosto de 2021

QUÉDATE BAJO MI PIEL

 




      "Quédate bajo mi piel", musitó mientras la abrazaba con sensualidad, pero Nadia ya había decidido escapar de ella. Sería por la mañana y solo lo puesto se llevaría de aquel lugar donde había vivido la ilusión de un amor feroz, pero sin rendijas por donde dejar entrar la brisa fresca y renovadora de la aventura. Se apartó de él y muy pronto se durmió confiada en que dentro de unas horas comenzaría una nueva vida al lado de Mateo, su amor clandestino. Él había devuelto a su vida la intemperancia de la sorpresa, la emoción de los juegos y la inquietud que provoca el riesgo de amar sin parapetos ni prevención, dando rienda suelta a la fascinación de lo imprevisible. Por la mañana, lo escuchó como tantas veces ir al baño oyendo el agua de la ducha derramarse sobre el que hasta ahora había sido su compañero. Después, sintió como regresaba al dormitorio y notó sus labios en su pelo y en su mejilla, despidiéndose como lo había hecho tantas mañanas, hasta el final de la tarde, cuando regresara del trabajo. El roce de aquellos labios en su mejilla supuso un indicio de duda en su corazón, al que creía totalmente convencido de la huida. Se cerró la puerta y ella se levantó y se dirigió a la cocina donde con parsimonia se preparó un café oscuro y medianamente dulce, como le gustaba, y pensó en Mateo, su nueva ilusión, y en todo lo que le había dado en esos meses. Hizo balance y constató que aportó vitalidad a una juventud que estaba a punto de marcharse, ganas de absorber la vida y el mundo, de conocer y conocerse y una nueva oportunidad de abrazar el amor. Por su parte, Jaime siempre fue extremadamente protector, demasiado confiado en la seguridad de que ella le pertenecía y demasiado previsible en ciertos aspectos. Sin embargo, poseía cualidades de las que carecía Mateo como la elegancia innata de una desmedida serenidad y, en otros aspectos, su incuestionable capacidad para resolver todos los problemas. También sabía cuánto la quería, por eso, mientras tomaba el café no dejaba de calibrar una decisión que había tomado con firmeza hacía más de un mes. Se levantó y se preparó para ducharse. Después, se vistió con un vaquero, una camisa de lino y un jersey, mientras la luz del día ya era un hecho, y la casa se dejaba ver en la tranquilidad del amanecer. Mateo la esperaba a eso de las diez y con él partiría hacia el norte y vivirían en una casa junto al mar. El mar se había hecho imprescindible para ella, que era una mujer de interior. Lo soñaba cada noche con su música de agua y arena, que, cuando estaba junto a él, como un cántico la ayudaba a dormir. Necesitaba otro café. Entonces miró por la ventana y vio llegar a Jaime caminando con rapidez, casi corriendo. La encontró vestida, sentada en la cocina apurando su segundo café. Ella le preguntó: "¿has olvidado algo?", él no respondió, solo la miró con la inocencia y dulzura de sus ojos, últimamente desatendidos por los suyos y sin más, le entregó un girasol de papel, la cogió por la cintura, la besó y le dijo: "Hoy hace seis años desde que soy feliz". El corazón le temblaba como las hojas del girasol y solo acertó a decir: "no me dejes". Después la volvió a besar y se marchó antes de que ella pudiera llamarlo. Cuando volvió por la tarde, Nadia le había preparado una cena sorpresa en la terraza a base de pescado y ensalada, había abierto una botella de vino que reservaban para las grandes ocasiones y como única decoración sobre el blanco mantel, el girasol de papel que le había entregado por la mañana y que, con el leve viento que comenzaba a levantarse, no paraba de dar vueltas y vueltas, abriendo con ellas las ranuras no de la aventura, sino de un amor firme y duradero. Entonces, frente a frente, volvió a mirarse en los ojos de Jaime e irremisiblemente, se ahogó en ellos.

      La pintura que ilustra el relato se titula "Triangulo amoroso" y es del pintor José Andrés Díaz y es un cuadro que sugiere perfectamente lo que acabo de contar en este nuevo relato. 







domingo, 25 de julio de 2021

"DUKE" MORRISON

 




      Mientras recorría en busca de sí mismo todos los desiertos habidos y por haber de Arizona, John Wayne se levantaba y se reencontraba cada día con el actor, y, lentamente, tomaba un café oscuro y amargo, sin azúcar, antes de rodearse de la gente con la que compartía la película. Otro día más debía sacar de su interior la integridad y la dureza que le pedía el personaje, a la vez que ese golpe de efecto que solo él sabía imprimirle, que lo humanizaba y que lo inclinaba en la balanza del bien y del mal y que, como casi siempre, esa inclinación era hacia el bien. Aquella mañana, fue su amigo John Ford el que debía guiarle en su nueva aventura, y tras la claqueta, el actor, cowboy eterno, erguido sobre su caballo, se puso en marcha. El cielo era tan azul que la luz de su claridad casi cegaba, aunque algunas nubecillas lo atravesaban a veces sin convencimiento, y bajo él, y a las órdenes de su viejo amigo, Marion Robert Morrison se sentía un rey, con su su pañuelo al cuello, su chaleco de cuero y sus tejanos, aunque a él en realidad, lo que le gustaba era que le llamaran "Duke", como era conocido durante su infancia y juventud. El plató estaba instalado en una llanura donde el sol caía con verticalidad y alevosía, pero "el duque", acostumbrado a la dureza e inclemencias del tiempo, hacía caso omiso al calor, y animaba a sus compañeros, que, al borde del desvanecimiento, soportaban a duras penas los efectos de aquel endemoniado clima: actores y actrices, una vez terminaban su intervención en cada secuencia que se rodaba, se refugiaban bajo unos tristes toldos y se untaban el rostro con cremas que mitigaban el sufrimiento de la piel, que ardía roja, quemada de manera impía por el sol. Aunque parezca mentira, a John Wayne, lo que realmente le refrescaba era el alcohol y eso mismo ocurría con el director de la película, así que, ambos, entre toma y toma, paladeaban unos chupitos de whisky irlandés que Ford llevaba siempre consigo. Al acabar la jornada, el director la había terminado entre broncas y peleas con actores y miembros del equipo técnico, dado los efectos que provocaban los tragos en su ya áspero carácter. El "Duque", abotargado por el alcohol, se limitaba a callar o a largar algún discurso político caracterizado por su potente carga reaccionaria. Sin embargo, a la mañana siguiente, volvía a la interpretación del héroe de turno de la mano de un John Ford amargo y resacoso con el que muy pocas veces discutía. La relación entre actor y director estaba marcada por tantos puntos en común (bebida, dicen que tendencias políticas...) como  por algunas divergencias casi insalvables, pues Ford no consideraba a Wayne un buen actor, aunque creía que para los personajes que normalmente interpretaba, su personalidad y apariencia física eran las apropiadas. Desde "La diligencia" (1939) habían trabajado juntos en muchas ocasiones legando un buen puñado de películas como "Fort Apache" (1948), "Río Grande" (1950) o "El hombre tranquilo" (1952). Ahora se encontraban en pleno rodaje de "Centauros del desierto" (1956). Por su parte "Duke" Morrison era un hombre práctico y lo único que pensaba de sí mismo como actor es que la única manera de interpretar los personajes que le encargaban era tal y como él lo hacía, dotándolos de sinceridad y de un rígido sentido del honor. Quizá no estuviera equivocado.

      El valle de arena se extendía ante los ojos de técnicos y actores como un enemigo con el que había que lidiar y aquella mañana se disponían a rodar la secuencia donde Ethan Daniels (John Wayne), el hombre sin patria, el perdedor, el extraviado racista, rescataba de los comanches a su sobrina Debbie, secuestrada cinco años atrás, después de asesinar a toda la familia. Natalie Wood la interpretó, dando vida a la hermosa adolescente ya integrada a la vida y costumbres de los comanches, pero que nunca olvidó a su familia. Hubo entendimiento entre los dos actores, y la secuencia resultó especialmente emotiva. Rechazada en un principio por Ethan, pues la joven no quiere volver a casa, finalmente le puede el corazón y en esa secuencia maravillosa, cercana al final de la película, John Ford consiguió emocionar una vez más (el film es un continuo crepitar de emociones) cuando Ethan acorrala a su sobrina, tan asustada e indefensa (fantástica Natalie Wood), la coge en volandas elevándola hasta donde alcanzan sus poderosos brazos, la mira con amor dejándola suavemente en el suelo: "Bienvenida a casa", parece decirle con este gesto, que resume la grandeza de la película, la grandeza de John Ford y la del propio Wayne, que está maravilloso.

"¡Corten!", gritó la voz aguardentosa de Ford, y todos los actores y técnicos allí reunidos, no pudieron hacer otra cosa que aplaudir.

      La tarde transcurría tranquila y un aire de tristeza atravesaba el set de rodaje. Quedaban dos días más y se daría por concluido. Ford y "Duke" se sentían cansados y orgullosos mientras el primero sacaba de su maletín su enésima botella de whisky, y así, sentados en sus sillas de rodaje personalizadas con sus respectivos nombres, y mirando el rojizo atardecer, iban apurando hasta la última gota, mientras el sol, apaciguado, les decía adiós y el viento recién despertado, les saludaba con timidez. John Wayne se levantó y se quitó el sombrero y cogiendo de nuevo el vaso de whisky, se volvió a sentar como lo haría un hombre tranquilo junto a Ford, su fiel compañero de batallas.







miércoles, 14 de julio de 2021

FINAL DE VIAJE

 



      

      "La última vez que la vi, se despidió de mí desde su descapotable blanco con una sonrisa abierta y dulce, y con la alegría de quien desea iniciar una nueva vida. Se había comprado por fin una casa en Los Ángeles y quería establecerse, echar raíces en el mundo. Su vida había sido hasta entonces un ajetreo constante: su infancia, repartida entre orfanatos y casas de acogida había transcurrido sin padre ni madre, sin esa base fundamental de seguridad que se les proporciona a los seres humanos para saber cómo afrontar la vida. Pero ella le hizo frente a dentelladas. Sus matrimonios habían sido lacónicas experiencias que no supieron darle la estabilidad que perseguía. Jim Dougherty, su primer marido, fue un clavo ardiendo, una vía de escape ante la oscilación de hogares desconocidos, donde unas veces la querían y otras no. Tenía entonces 16 años y era apenas una niña. Con Joe di Maggio, la gran estrella de béisbol, vivió un matrimonio a veces feliz, pero otras veces, (las más) empañado por las tempestuosas borrascas de los celos de él, que estallaban sin control y en cualquier circunstancia. Por último, con Arthur Miller, el gran intelectual, vivió un infierno donde a menudo se sentía subvalorada y utilizada por él, a la vez que, hipócritamente, sobrevivía como escritor apoyándose en la inmensidad de su fama. Más de una vez le sacó las castañas del fuego a este hombre, que pese a su talento, nunca dejó de sentirse amenazado por el de ella. Ahora, todo parecía haber cambiado pues se sentía más independiente que nunca, habiendo decidido conformar su hogar definitivo en soledad, pero en total libertad. Para ello, me contó que se marchaba a México a comprar los muebles y enseres necesarios para decorar su casa. Si había alguna ilusión en ella, era plantarse de una vez y sentirse segura y eso, según su pensamiento, solo lo conseguiría adquiriendo una casa en propiedad a la que regresar cada noche a refugiarse del barullo que producía en el mundo su inagotable tintineo de estrella.

No volví a verla más. Me enteré por la prensa del revuelo que había ocasionado su visita a México, donde recibió una acogida extraordinaria y de su interés por el arte y por la cinematografía mexicana, llegando a visitar el plató donde rodaba el director español Luis Buñuel la película "El ángel exterminador". Su presencia fue una conmoción para todos los que allí se encontraban y Buñuel estuvo encantado de recibirla y contarle secretos de rodaje del film, mostrándose ella en todo momento muy interesada. 

      Era el mes de julio cuando recibí su última llamada, en la que me contaba que iba a realizar una sesión fotográfica en la playa de Malibú con George Barris, un fotógrafo de talento que había conocido en el año 1955, durante el rodaje de "La tentación vive arriba". En nuestra conversación, dejó entrever que se sentía ilusionada con este proyecto que la hacía retornar a su época de modelo, a la vez que me comentó que aún no había terminado de amueblar su hogar, pues los muebles encargados en México, estaban aún por llegar. Me dio un beso por teléfono y se despidió.

      La mañana del día 5 de agosto, la radio daba la noticia de que Marilyn Monroe había sido hallada muerta en su domicilio. Me dio un vuelco el corazón y mi primera reacción fue de incredulidad. Rápidamente llamé a Pat Newcomb, su representante, pero no me cogía el teléfono. Me vestí y salí a toda prisa a la calle dirigiéndome a su casa, en el 12305 Fith Helena Drive, en Brentwood, y entre sirenas de policías y de ambulancias, comprobé que era cierto. Marilyn, la estrella más querida y deseada había fallecido, había llegado al final de su viaje, un final terriblemente inesperado para todos, incluso para ella misma. A la entrada de su casa, en la misma puerta, hizo poner una inscripción sobre cuatro baldosas: "Cursum perficio",cuya traducción viene a decir "El final del camino", pensando en ese deseo de dejar de ser una nómada y de sentir que pertenecía a algún lugar. Sin embargo, ella no hizo otra cosa que continuar en un viaje en ascensión hacia las estrellas, en un periplo en el que estableció en la eternidad su auténtico hogar.

      Hoy, yo, su amigo desconocido, a mis casi noventa años, la recuerdo con la misma intensidad y cariño y a veces, me parece verla cruzar de madrugada en el silencio de mi habitación con un vestido de blancas transparencias, entonces, se para un momento frente a mí, me mira sonriente y después se marcha despacio entre las brumas que, implacables, invaden mis recuerdos."

    

      La fotografía que ilustra este texto es del mencionado George Barris, en una de las últimas sesiones fotográficas de la actriz.








domingo, 20 de junio de 2021

HACE UN MILLÓN DE AÑOS

 


      Así se titulaba la película que en el año 1966 lanzó a Raquel Tejada, más conocida como Raquel Welch, al firmamento de las estrellas, convirtiéndola en un mito erótico de primer orden, llenando con su magnética presencia las películas, (mejores o peores), en las que participó durante los años sesenta y setenta del pasado siglo. Pero hoy, aquí no voy a hablar de la película, sino a compartir un texto que he dedicado a esta actriz, inspirado por su participación en ella, donde daba vida a una mujer prehistórica concebida a la manera del Hollywood de la época: cubierta con un estratégico bikini de pieles y explotando un erotismo "camp" y sugerente y legándonos, así mismo, una icónica imagen que aún perdura en la memoria colectiva.




      "Hace un millón de años, cuando los dinosaurios dominaban la tierra, todo era salvaje y puro. El cielo, se abría en las más diversas tonalidades, algunas veces, tan azules como los océanos, otras, los tonos eran anaranjados, casi rojos, poniendo una apariencia de fuego en la llanura y había  días, en que vetas grises, rojas y moradas conformaban una amalgama de color que dejaba en el paisaje pinceladas que aumentaban la desolación del mismo. Los volcanes eran dueños de aquellas tierras y, cada cierto tiempo, por sus empinadas laderas corría la lava y las cenizas lo cubrían todo, una vez escupidas por el respiradero hirviente que conducía a las entrañas de la tierra, removidas a su vez por el vómito implacable que provocaban los gases encerrados en ella. Los ríos estaban lejos, pues, y los campos verdes se presentían como una promesa incierta. Pero allí estaba ella, inmensa entre las rocas, hermosa y feroz, sobreviviente a la destrucción y a la nada. Su cuerpo era alimentado por el frío de las noches y modelado por el roce ardiente del viento que lo pulía con el mimo de un escultor que acaricia las formas del pedestal con el que trabaja. Ella lo era todo en aquellos tiempos de peligros inimaginables y era respetada por el Sol y  por los planetas circunscritos a él. A veces se alejaba de allí y se miraba en las aguas de algún pequeño riachuelo que emergía sin explicación de entre las piedras y sentía en su corazón que se encontraba en los orígenes del mundo. Un día, decidió ir en busca de las flores, en busca de los frutos y de los bosques, de la exultante vida que barruntaba que se escondía tras aquellos montículos de ceniza, que rodeaban aquel valle como murallas oscuras y ásperas, encendidas por el calor de los volcanes. Caminó y caminó y a su paso solo escuchaba el vuelo y los chillidos de algún pájaro que se perdía entre las nubes. Tardó mucho tiempo en llegar a su destino y, para ello, tuvo que abrirse paso entre animales feroces, como los megalanias o los tigres, cuyos dientes colgaban como afilados sables de sus húmedos hocicos, o entre tribus que no dudaban en atacarla, pero que caían rendidos ante ella, creyéndola una divinidad enviada por la luna. Por fin, mucho tiempo después, atravesó las montañas y vio un paraje distinto, donde el gris oscuro dio paso a toda una gama de colores y donde el páramo se trocó en un paraíso donde los árboles se elevaban hasta acariciar las nubes con sus copas, y flores ancestrales crecían como magnolias a lo largo de los bordes de un río de enorme envergadura. Se zambulló en él, en una ceremonia impulsada por la Naturaleza, lavó su cuerpo con sus aguas perfumadas por los nenúfares y se recostó después sobre la hierba fresca, bajo la sombra de uno de aquellos enormes árboles. Ella, que había sobrevivido al infierno originario, a animales descomunales y feroces, a las luchas de las tribus y al fuego de los volcanes, no sabía, sin embargo, si el Nuevo Mundo al que había conseguido llegar sería el suyo, y en esta duda, comenzó a añorar el valle, su anterior casa, porque ella era una flor volcánica, una hermosa flor que renacía una y otra vez entre el humo del magma. Hoy, su cuerpo fresco y limpio echaba de menos la suciedad ardiente de la ceniza y todo su ser, agitado por la nostalgia, deseaba regresar al lugar donde fue creada a base de arcilla y lava y donde reinaba cada día a la sombra de los volcanes. Así, tras descansar unos instantes en aquel paraje, decidió volver tras sus pasos y tras atravesar las montañas, se perdió de nuevo en la llanura de donde procedía y en la cual, encontró por fin su lugar en el universo."






      

domingo, 30 de mayo de 2021

EL CICLISTA Y EL PUENTE

  

     

      Para ser finales de abril, la tarde era fresca y las nubes se elevaban mezclándose en una paleta de blancos y grises que impedían a veces dar la cara al azul del cielo, que aparecía entrecortado, asfixiado por el algodón del que parecían estar hechas. El paraje era excepcional, el río bajaba bravo y atravesaba los ojos del puente con fiereza, y el sonido de sus aguas lo llenaba todo.





El ciclista paró un momento desde lo alto del camino y se quedó fascinado con el paisaje que divisaba. Lo había visto muchas veces, pero nunca con la intensidad de aquel sábado. La hierba brotaba salvaje, humedecida, brillando por encima de lo que un día fuera la calzada romana y las amapolas bailaban en aquel verde tapiz al compás de una brisa que, a ráfagas, las doblaba y las mecía, y como fondo, el run run de las aguas del río, cuya musicalidad desprendía sabor a naturaleza.




 Bajó hasta el puente y dejó la bicicleta pegada a un árbol, un chopo cuya sombra se extendía hasta el comienzo del mismo, dibujando una figura laberíntica parecida a un corazón agujereado por los rayos incandescentes del sol que, tímidamente, había hecho su aparición. Se paró un momento junto al río y se refrescó la cara, después dio un paseo y visitó de nuevo el viejo molino que, pegado al mismo, había luchado por aguantar los envites del tiempo, pero que finalmente había cedido a los mismos, desplomándose y dejando al descubierto su alma resquebrajada.




Al ciclista le gustaba sentarse allí, junto a la calzada romana, un lugar donde sentía que formaba parte del mundo y de su historia y se relajaba mirando al río, que brotaba salvaje entre las piedras con la energía proporcionada por las lluvias acaecidas dos día antes. Las amapolas adornaban algunas zonas y los árboles ofrecían y prodigaban su sombra cuando el sol comenzaba a dominarlo todo. Una cigüeña negra revoloteaba por aquel paraje misterioso y único, añadiendo fascinación al momento, que fue tan fugaz como mágico y una especie de emoción incontenible lo envolvió.




Se levantó y se puso a pasear al lado del río, cuya fuerza parecía remover en él los recuerdos. Su padre, que había fallecido hacía dos años, lo llevó por primera vez allí cuando él tenía cinco, y desde entonces, habían sido muchos los días que pasaron en aquel lugar y muchos los momentos felices. Allí estrenó su primera bicicleta y allí besó por primera vez a la que hoy es su mujer. Dos hechos de suma importancia en su vida. También allí comenzó a sentir un enorme respeto e interés por la Historia y por la naturaleza.




"Dime tú, oh puente,

qué camino recorren las aguas de tu río,

a dónde llegan, cual es su destino,

acompañadas del canto del jilguero..."


Así comenzaba el poema que su padre le recitaba en aquellos días felices donde todo tenía un significado. Hoy, los recordaba empañados de nostalgia, pero sintiéndose feliz y afortunado, pues vivía una vida cómoda y sin sobresaltos, dedicada a su familia y al trabajo en su librería, hoy amenazada por la marabunta tecnológica, que trata de cambiar el olor de los libros por la asepsia fría de los teclados y de las pantallas, pero él resistía, como el viejo puente.

      Este sábado el ciclista lo había vuelto a visitar y a escuchar de nuevo la musicalidad de su río, y a reafirmarse en la plácida belleza de la vida, que fluye imparable, a ratos serena y a ratos alterada por bruscos arrebatos, como el agua sobre las rocas. Recogió de nuevo su bicicleta y subió la cuesta y cuando llegó arriba, miró a su alrededor y contempló de nuevo aquel paraíso y agarrado con fuerza al manillar, regresó al pueblo sin prisa, disfrutando de la ruta y de las sensaciones como si no hubiera un mañana, como cuando dio sus primeros pasos en la bicicleta de la mano de su padre.










   

domingo, 23 de mayo de 2021

RETAZOS DE TERROR

 


      El terror es algo que, de algún modo, siempre nos ha fascinado. Ya sea en la literatura o en el cine, cuando disfrutamos de una obra de este género, no podemos salir de ella, nos atrapa, nos desasosiega, nos intriga, trasladándonos a veces a situaciones inverosímiles, transmitiéndonos a su vez esa duda que nos incita al miedo: "¿Y si fuera posible?". Cuando en nuestra imaginación, la fantasía tiene visos de convertirse en realidad, es entonces cuando el terror se hace presente y nos sacude de pies a cabeza. Naturalmente, no todo el mundo tiene la capacidad de llevarnos a ese paroxismo, solo los grandes escritores y los grandes autores en el cine lo consiguen y, si lo hacen, no dudamos en dejarnos arrastrar por esa facultad de hacernos disfrutar con el miedo, con ese terror que nos llega con la sutileza del árbol que golpea con sus ramas los cristales de nuestra habitación en una noche de oscuridad y de lluvia y es entonces, cuando a solas en nuestra cama, nos aferramos a los sueños con el fin de escapar de las pesadillas. Y al despertar, un nuevo día nos dice que todo ha pasado, mientras en nuestra mesita, observamos con inquietud y admiración los libros de M.R. James, de Lovecraft, o de E.F. Benson, los causantes de tan buenos malos ratos y nos ponemos ya a dilucidar cual será el nuevo autor que desvele nuestros sueños. En esta entrada, acompañada de terroríficas imágenes quiero rendir un homenaje, como siempre, a estos grandes maestros, así como a esos grandes directores de cine que trasladaron el terror a la pantalla de forma magistral: James Whale (Frankenstein, 1931), Francis Ford Coppola, en su magnífica recreación de Drácula (1992) y tantos y tantos otros... Espero que disfrutéis de estos microrrelatos, de estos retazos tétricos, muy  cortos, pero intensos, donde el terror se presenta para hacernos creer en su existencia.




      "Los girasoles duermen el sueño de los muertos y solo despiertan cuando, asediados por el espejo, sonríen de tristeza. Deshojados en sus pútridas hojas, nos desvelan la desesperanza de una vida anodina presidida por una única certeza: nada perdura en ella. Los girasoles lo saben y lo comunican cuando, a través de los sueños, nos llaman en silencio abriendo las puertas al frío de la eternidad, y cuando las cruzamos, descubrimos que nos hemos perdido en un bosque infinito con una única salida, pero para llegar a ella, debemos dejar nuestro corazón a la sombra que prodigan los girasoles. Ellos se encargarán de todo." 





      "Iniciado el baile, ella se agarró de su mano y dando vueltas al ritmo de un viejo vals, perdió la consciencia, mientras su amado la hacía girar sobre sus tacones en una danza de deseos insomnes que la llevaron a un lugar situado más allá de la locura. Y fue allí, donde sintió su beso gélido y desapasionado, y de donde jamás regresó."





      " Sus lamidos pies resbalaban a veces en los cráneos pelados y escurridizos, otras, hacían crujir los huesos en un ruido hueco y sordo. Y cuando rezaba, en su oración de pesar había un tintineo mudo de susurros. Él había llegado al otro mundo, ese mundo desconocido que está al otro lado. Por fin, reconoció la calavera de su hermano, con aquel clavo incrustado en el cráneo, la boca abierta sin algunas piezas dentales y las cavidades de sus ojos destrozadas. Entonces se despojó de la capucha, y su cabeza cayó y fue rodando hasta colisionar con la de su hermano, al que había asesinado tres siglos antes llevado por la envidia. Los cráneos chocaron en una carambola siniestra, y en aquel bosque oscuro sembrado de muerte, se produjo el reencuentro, mientras a lo lejos, un monje sin cabeza se perdía en los oscuros abismos del miedo."