sábado, 29 de junio de 2019

VISITA A EDEBA







      Había silos donde el grano rebosaba, acumulándose el alimento de aquellos hombres, cuya función era la de dominar y vigilar el valle desde lo alto del cerro. No había más que hacer, salvo recorrer las callejas de aquel pueblo misterioso que controlaba la ruta que se extendía entre el Valle del Guadalquivir y la Meseta Sur y defender aquella fortaleza de los ataques de los pueblos vecinos.





      La tierra, arcillosa, otorgaba dureza al tapial y daba seguridad a los habitantes del cerro. Su economía se basaba esencialmente en la agricultura y algo menos en la ganadería y en el comercio y tenían como protectores a un triunvirato de dioses sin nombre a los que adoraban bajo las estrellas en aquel lugar misterioso. Un día se llamó Edeba, y era una ciudad poderosa. El río Jabalón la saludaba cada día, abajo del todo y dividía al valle y concedía con sus aguas la riqueza suficiente para la supervivencia.Las casas, unas ovales, otras rectangulares, crecían en un principio anárquicas en la ladera, pero con el tiempo, las calles fueron tomando forma y el poblado se fue estructurando de una forma más concreta.
 
 
 
 
      Había un centro especial para la cerámica (la casa del alfarero), con un horno de barro y piedra y un torno de donde salían las más bellas piezas de los alrededores, una cerámica práctica en su belleza que los iberos apreciaban y hacían uso de ella en sus casas y que además, exportaban. Eran cerámicas grises, pintadas, incisas, romanas o decoradas con técnica de estampillado y que conformaron todo un universo artístico propio que formó parte de la cotidianeidad de aquellas gentes.
 
 
 
 
Dentro de las casas, no podía faltar el fuego, en chimeneas centrales o laterales que daba calor a las familias en aquellos inviernos tan fríos.
 
 
 
 
    Edeba se erguía próspera como un lugar rodeado de torres y
bastiones cuyos cimientos, construidos con las rocas más duras daban firmeza a la construcción, mientras el adobe elevaba sus paredes varios metros y hacía inexpugnable la ciudad.
 
 
 
 
      Por entre las casas, aparte de las calles, había algún sistema de canalización de las aguas que bajaban ladera abajo desde la cima cuando llovía y después de tantos siglos, hoy al visitante no le resulta difícil escuchar el sonido cristalino de esas aguas que se deslizaban empujadas por la pendiente del cerro, porque la imaginación se desborda al amparo de la magnificencia del lugar.
 
 
 
 
      En el siglo III a. C., Edeba es abandonada. Todavía no se ha resuelto de forma fehaciente el misterio, mientras tanto, se cree que los culpables fueron los romanos y los cartagineses, que, enzarzados en la Segunda Guerra Púnica, arrasaron la ciudad, obligando a sus habitantes a huir precipitadamente. De ellos nos queda todo un legado histórico-artístico que, sin duda, nos ayuda a conocer un poco mejor nuestro pasado.
 
 
 
 
      Yo estuve allí y pude ver como los silos se llenaban de grano, pude comprobar el bullicio de la gente entre las calles, como el maestro alfarero realizaba con mimo su tarea, conformando exquisitas cerámicas de elegantes y originales diseños, pude ver como los soldados vigilaban desde las torres el valle dividido por el río, vigilante y testigo de todo cuanto allí acontecía. Y también vi la noche en aquella ciudad, iluminada bajo un cielo pletórico de estrellas gobernadas por la luna. Y la emoción se me empezaba a desbordar cuando el guía anunciaba que la visita había terminado. Ya en el coche, prometí volver a Edeba, porque entre sus calles derruidas, me encontré un poco más a mí mismo.
     
      La ciudad ibérica de Edeba está situada al sur de la provincia de Ciudad Real, en el cerro de las Cabezas, a unos ocho kilómetros de la actual ciudad de Valdepeñas y es tan interesante como hermosa. Quedan pendientes más visitas. 
 
 
 
 
 
 



 

sábado, 22 de junio de 2019

ELIZABETH TAYLOR: OJOS VIOLETA









      Perteneció por derecho propio al mundo de los sueños inmateriales que produjo Hollywood en su época dorada. Elizabeth Taylor nos ha estado acompañando a lo largo de los años demostrando talento y belleza a partes iguales, con una amplia carrera que inició en su niñez, realizando películas inolvidables que nos la mostraban en las diferentes etapas de su vida. Hemos visto a Liz de niña en "Fuego de juventud", su primer gran éxito popular y de crítica, después la vimos como adolescente en la versión que Mervin Le Roy realizó del clásico de Louise May Alcott, "Mujercitas". Más tarde fue una joven bellísima en filmes como "El padre de la novia" o "Un lugar en el sol". En "Cleopatra" llegó al cénit como mujer y como belleza, y por último, realizó grandes interpretaciones en su época de madurez como en "¿Quién teme a Virginia Woolf?". De este modo, Elizabeth Taylor nos ha dejado un legado cinematográfico al que van unidos los avatares de una vida tan interesante como excesiva, proclive al escándalo y al éxito  que hizo correr ríos de tinta y que hizo también las delicias de "paparazzis" y periodistas de la prensa rosa, que publicaban indiscriminadamente episodios de ésta, fueran verdad o no. La gente seguía sus pasos tanto profesionales como personales, cayendo rendida al universal carisma de la diva, reflejado en miles de portadas de revistas en todo el mundo. Sus matrimonios forman parte ya de la leyenda de una mujer tenaz y de fuerte personalidad, y de ellos, su doble matrimonio con el actor Richard Burton aumentó de forma colosal la expectación que la actriz despertaba, aireándose los pormenores de la que fue una de las relaciones más tempestuosas y apasionadas de la historia del Séptimo Arte.
      Trabajó al lado de los mejores actores: Marlon Brando, Paul Newman, Montgomery Clift... y también con los mejores directores: John Huston, George Stevens o Richard Brooks, siempre dando lo mejor de sí misma.
      De carácter compasivo, Elizabeth Taylor siempre estuvo al lado de los que sufrían, ofreciendo comprensión y cariño a amigos como Montgomery Clift, cuya atormentada personalidad despertaba en ella sus instintos más maternales o James Dean, cuya muerte, en pleno rodaje de "Gigante", supuso para ella un shock. Siempre defendiendo la causa homosexual (varios de sus amigos y compañeros lo eran, en una época en la cual era inconcebible manifestar esta tendencia) en los años ochenta y tras la muerte de su amigo Rock Hudson a causa del sida, se convirtió en abanderada de los derechos de los gays, creando una fundación que recaudaba fondos para la investigación de esta enfermedad. Tan importante fue su labor que en 1992, la fundación AMFAR, presidida por la actriz, recibió en España el premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
      Elizabeth o Liz, la Taylor fue una mujer excepcional y ha dejado huella no solo como actriz sino también como un icono, un personaje público de enorme calado popular que logró traspasar las fronteras de la inmortalidad. Nos quedan sus películas, muchas de ellas obras maestras. También sus grandes interpretaciones, como la que realizó en la antes referida "Un lugar en el sol" o más tarde en "La gata sobre el tejado de zinc", donde estuvo magnífica, y fue la Cleopatra más bella jamás imaginada. Todo eso nos dejó, aparte de una vida apasionada y apasionante, pero además, nos legó plasmado en el celuloide el recuerdo de sus ojos violeta, tan hermosos e inolvidables como ella misma.
      Adentrémonos en un par de episodios de su vida y obra añadiendo a los hechos reales un poco de fantasía novelada.




 



UN LUGAR EN EL SOL (1951)
  
      Los ojos de Liz Taylor no se habían reflejado nunca en unos ojos tan hermosos como los suyos hasta que conoció a Montgomery Clift, sintiéndose inmediatamente cautivada por la luz casi celestial que desprendían. Era una tarde de grises tonalidades en un mes de abril teñido de tristeza que a la joven Elizabeth incitaba a salir, a no quedarse en casa, pues sabía que entre las confortables paredes de su hogar penetraba en estos días una bocanada de aire que azotaba la melancolía y la cernía sobre su espíritu. Su alma y su piel buscaban aún más la vida, experimentando la misma sensación que el jilguero que atenazado entre los barrotes de su jaula canta portando en sus trinos un ansia desmedida de libertad. Su padre no se encontraba en casa, estaba en alguna ciudad importante, visitando y tratando de descubrir nuevos valores entre pintores y escultores noveles que tuvieran algo que decir y aportar al mundo del arte, donde a su entender, todo y nada estaba dicho. Su hermano se encontraba realizando sus estudios, también lejos de la ciudad y ella esperaba al lado de su madre y tras unos cristales emborronados por la lluvia, algún milagro que la obligara a salir de allí. De repente, sonó el teléfono y al otro lado se escuchó la voz de George Stevens, el director de cine. Elizabeth había de rodar a sus órdenes y en fechas próximas "Un lugar en el sol", una película en la que tenía puestas muchas esperanzas, tanto por la calidad del guión como por la categoría y extraordinaria sensibilidad de su papel. También deseaba con fuerza conocer a Montgomery Clift, su compañero en este film, un actor tan brillante como complejo. Stevens le dijo que Monty (que así llamaban familiarmente al actor) se encontraba en su casa, que había llegado de Los Ángeles y se estaba entrevistando con él y que sería interesante que ella acudiera a la reunión. Habida cuenta que la actriz y el director no vivían demasiado lejos, Liz encontró la excusa perfecta para salir de casa y respirar por fin el aire fresco que aquel día la llovizna propiciaba. Se dirigió a su madre y sin pensarlo dos veces cogió una gabardina beige y un pequeño sombrero, y tras recibir la advertencia rutinaria con la que su madre la obsequiaba cada vez que salía sola, cerró la puerta dejando tras de sí la neblina de la melancolía y alcanzando con la visión de los árboles del parque y las gotas de lluvia que refrescaban su rostro, una sensación de regocijo y alegría mezclada con cierta ansiedad cuando sus pasos iniciaban el camino hacia la casa del director.
      Decidió ir caminando pese a que, con las prisas, había olvidado el paraguas en casa. El pequeño sombrero y la gabardina a duras penas la resguardaban de la lluvia y a ratos, tuvo que ponerse a correr. Refugiándose en los portales y soportales de las casas de aquel lujoso barrio, cansada a veces, su cercana niñez volvió a aparecer con la fuerza de un tornado y entre risas y carreras y casi sin darse cuenta, se encontraba frente a la casa de Stevens. LLamó al timbre y tras un par de minutos de espera, se abrió la puerta de par en par.
      La casa, sin ser demasiado ostentosa, estaba decorada con un gusto exquisito, destacando varias figuras art decó que se iban distribuyendo a buen ritmo por un amplio pasillo, el cual, iba a morir a unas puertas de madera de cedro labradas a mano, cuya decoración simulaba hojas de acanto que se retorcían en una amalgama de formas de elegante confección. Tocó la puerta y fue Montogmery Clift el que la recibió. El pelo negro del actor contrastaba con la dulce claridad de sus ojos, que enseguida fueron a parar a los de ella, de un maravilloso y personal color violeta y de manera inmediata, se estableció una corriente de empatía por parte de ambos. Desde ese mismo momento, surgió una amistad inquebrantable que les llevaría a trabajar juntos en varias películas, todas ellas excelentes. Pero ahora, se habían reunido por primera vez para rodar la que iba a ser una obra maestra, "Un lugar en el sol", y como señalaba el final de "Casablanca", aquello fue el inicio de una hermosa amistad que quedó registrada en la historia del celuloide con el sello de la inmortalidad.
      Llevaban un par de semanas de rodaje cuando Elizabeth presentía que aquella película iba a ser su auténtica puesta de largo en el cine. Jovencísima y hermosa cautivaba a su paso a todo aquel que la contemplaba cuando actuaba en su magnificencia al lado de aquel actor atípico e igualmente extraordinario. George Stevens, un director de sensibilidad y oficio, también comprendió que no pudo haber elegido mejor a los dos protagonistas, que conferían sin lugar a dudas, el toque de romanticismo fatalista que impregna la película de principio a fin.
      Estaba anocheciendo cuando Stevens gritó desde la silla la palabra mágica que hace que se enciendan los sueños: "¡Acción!" y rápidamente el estudio, convertido en una lujosa mansión que albergaba a lo más selecto de la sociedad de la ciudad, comenzaba a bullir convirtiéndose en una fiesta tan irreal como real, y en donde se iba a rodar la secuencia del beso en el jardín, obra cumbre del cine, que impregnada de poesía, quedaría marcada por dos miradas: la de Elizabeth Taylor y la de Montgomery Clift.
      La maravillosa diseñadora Edith Head daba el último toque al vestido que tenia puesto Elizabeth para el rodaje de esta secuencia. Era un bonito vestido blanco de corte romántico que contrastaba con el oscuro pelo de la actriz y con el que estaba deslumbrante. Monty en un rincón se concentraba como era costumbre en él. Todo debía salir perfecto. Ambos ya en el jardín y ante la cámara de aquel excelente director, que los escrutaba sin piedad registrando hasta la última de sus emociones, comenzaron a dar vida a George y Ángela, los protagonistas, que reinventaban el amor en una secuencia clave y fabulosa que quedaría para los anales de la Historia del Cine.
      La escena se rodó de un tirón y en un silencio absoluto, solo roto por el cantar de los grillos de aquella noche veraniega. En un primerísimo y largo plano, los actores recitaban su diálogo ensimismados el uno en el otro, como si realmente estuvieran tan enamorados que no pudieran vivir más allá de sus ojos, los cuales, fueron inmortalizados sabiamente por el director. El olor que desprendían los jacintos y las rosas que habitaban el jardín ponían al ambiente unas gotas del más extraordinario perfume y las estrellas no podían dejar de contemplar a sus colegas, los astros del cine, que se abrazaban a la luz tenue de la luna y de los focos, que  situados estratégicamente, conferían a la secuencia un halo de intimidad y decadentismo difícilmente superable. A continuación, el hermoso beso, mientras los bellos ojos de Liz se cerraban en una rendición sin condiciones al amparo de los de Monty, que chocaban con los suyos provocando ráfagas de amor que emocionaron a todos los allí presentes. Sus caras reflejaban las emociones del amor sin aspavientos, con la sutileza y la ternura del que es auténtico. Cuando Stevens gritó ."¡corten!", dos lágrimas resbalaban por las mejillas de Elizabeth, mientras Montgomery Clift, temblando, las secaba con un pañuelo blanco y dulcemente, depositó un suave beso en los labios de su amada. Porque a partir de aquí, Monty cayó rendido a los pies de aquella joven inglesa y se enamoró tan profundamente de ella que durante toda su vida fueron grandes amigos, y ella, tan bella y compasiva, no pudo por menos que dar protección a aquel frágil y vulnerable enamorado, por el que siempre sintió un amor férreo e infinito.







CLEOPATRA (1963)

      Mientras sujetaba aquella taza de té y daba de beber a aquel soñador borracho que ni tan siquiera podía sostenerla, tal era su estado, Elizabeth Taylor supo al instante que así se estaba rubricando la historia de amor más importante de su vida. Sus ojos violeta se tornaron de afilados, por el reproche en un primer momento, a fuertemente fascinados por el atractivo de aquel hombre que, fuera de sí mismo, ahogado por el alcohol, balbuceaba textos de Shakespeare de manera fortuita e inconexa y que  se recostaba en aquella escalera de mármol que formaba parte del decorado de la que iba a ser una de las películas más famosas de la historia: "Cleopatra". Era el primer día en el que Richard Burton tenía que acudir a rodar y tras una farragosa noche de fiesta, llegó en un estado tan lamentable como la idea de rodar en Londres una película que necesitaba la luz y el clima mediterráneo como esencial trasfondo. Sin embargo, no fue Londres la ciudad origen de aquel amor, sino Roma, la ciudad donde se trasladó el equipo ante  la imposibilidad de rodar en Londres y que parecía especialmente creada para el nacimiento del mismo. La Taylor, en un primer momento altiva con el actor, fue poco a poco suavizando sus modos hasta que, una vez tomado el té que no se derramó, ayudó a Burton a levantarse, tras lo cual, su asistente personal lo acompañó hasta su camerino donde trató por todos los medios que se serenase. Esto ocurrió tras más de hora y media de espera. Cuando Richard Burton por fin apareció caracterizado de Marco Antonio, sus primeras palabras a su famosa y egregia "partenaire" fue algo así como: "Nadie me había dicho que eras una monada". Tras esta frase, que a Taylor le pareció de lo más vulgar y poco digna de un actor de su talla, dio inicio el rodaje de esa primera secuencia y el comienzo de una relación volcánica apasionante entre Richard Burton y Elizabeth Taylor, o mejor dicho, entre Marco Antonio y Cleopatra.
      La tarde se prolongaba en los estudios de Roma y las esperas entre toma y toma eran interminables. Había secuencias en las que Burton no intervenía, pero cuando estaba sobrio acudía a ver como se realizaban, sencillamente porque en ellas intervenía majestuosa Elizabeth Taylor, la muchacha cautivadora de los ojos violeta, la que estaba haciendo tambalear su matrimonio con Sybill Williams, actriz con la que compartía su vida desde hacía más de una década. La Taylor, también casada, estaba subyugada por el actor galés pero cuando Richard Burton se internaba en las claridades violáceas de los ojos de Liz, se perdía como un niño en un bosque.
      No había casi nadie en el estudio y Richard, con una botella de Dom Perignon en la mano y dos copas, se dirigió hacia el camerino de la actriz, que estaba a solas con su asistenta personal. Acababa de desmaquillarse, de despojarse de Cleopatra un día más, aunque quizás no del todo pues Elizabeth vibraba con la misma pasión que la reina egipcia y su carácter, digno de la misma, lo esparcía como el volcán esparce su lava, arrasando con todo lo que la rodeaba, incluido el corazón de su compañero de reparto, que le estallaba de deseo dentro del pecho.
      Dejó la botella y las copas sobre un pequeño aparador y tras despedir a la asistenta, se dirigió hacia la estrella, que intentaba deshacerse sin éxito de los últimos vestigios de maquillaje que poblaban la piel de su rostro, tan fina y tersa y tan llena de vida. Su mano se posó por detrás acariciando la nuca y el cuello de Liz, que se estremeció con su contacto descendiendo hasta los complicados broches del vestido creado por Irene Sharaff para una reina. Ella se levantó con la espalda al desnudo y con los ojos encendidos miró a Burton y cogiendo sus manos entre las suyas las llevó hasta sus pechos, donde reposaron unos minutos. Luego vino el beso que los dejó desnudos, sin otro amparo que el calor que desprendían sus cuerpos y que los desarmaba abocándolos a los humedales de la tierra, donde eran devorados por entero. Amanecieron abrazados sobre un camastro perteneciente a algún esclavo de la reina Cleopatra y en sus bocas degustaban las mieles de los amantes.
      A Liz le gustaba el lujo y el boato, es más, era un ser que parecía haber nacido para ello. Y a Richard le encantaba complacer a su amada en todo cuanto estaba relacionado con él. Desde la perla Peregrina a lujosos cruceros por el Mediterráneo. Y entre medias, fiestas locas donde el lujo compartía protagonismo con el alcohol. Terminado el rodaje de "Cleopatra", la película que los unió, los amantes indómitos se marcharon a las Islas Griegas, sin siquiera acudir al estreno de la misma y continuando con el escándalo que provocaron cuando rompieron sus respectivos matrimonios para estar juntos. A Liz le gustaba Richard Burton tanto como el lujo, es más, era un auténtico lujo compartir su vida con él, además como ella misma decía: "era elegante hasta en las trifulcas". Y así era. Dos genios de gran temperamento, dos grandes actores cuya sensibilidad los conducía a continuar su aventura para dos y donde el mundo era un mero espectador de la misma. Nada importaba, solo ellos y sus circunstancias. Mientras tanto, las portadas de las revistas de todo el mundo eran acaparadas por ambos, tanto por su apasionado romance como por sus disputas, cada vez más fuertes, así como su amor.
      Una vez casados, nada cambió. Seguían amándose sin entenderse, necesitándose a cada minuto y a la vez rompiéndose en un temperamental choque de trenes que los destrozaba.
      Tras una noche de alcohol y hospedados en el hotel Regency de Nueva York, sus gritos e insultos alertaron a los responsables del mismo. Richard, fuera de sí y completamente borracho, amenazaba a Liz con saltar desde el balcón (estaban en el noveno piso) si no lo miraba, si no lo convertía en el centro de su universo, como ella lo era de él. Liz trataba de calmarlo una y otra vez, pero él seguía bebiendo, víctima de su propia inseguridad. Por su parte, la actriz, otro animal hipersensible, cansada de bregar con él se unió a la fiesta, destrozando todo cuanto había en aquella lujosa habitación. "¡Maldito cabrón!", "¡maldita sea la hora en que te encontré en aquella película de tres al cuarto y malditos mis ojos que se fijaron en los tuyos!". Y entre un llanto desconsolado agudizado por los efectos etílicos que soportaba la estrella desde el mediodía, le decía que ahora no podía vivir sin él y que no sabía que prueba darle más de que eso era así. Burton, se apoyó mal en la mesa, la cual resbaló, cayéndose y golpeándose la cabeza contra una botella de bourbon, partiéndola en dos pedazos y produciéndose una profunda herida de la cual comenzó a manar la sangre de aquel galés salvaje e indomable. Liz, tropezando entre los múltiples objetos que ella misma había arrojado al suelo, corrió a socorrer al actor, que tirado en la lujosa alfombra que cubría el piso, murmuraba frases sin ton ni son, y entre las mismas, el nombre de Elizabeth se escapaba de sus labios como un fugitivo ansioso de libertad. Abrazada a él, tratando de contener la sangre de su marido con los jirones del elegante vestido de Dior que llevaba puesto, aquella mujer, impetuosa y pasional, se levantó como pudo y llegó hasta el teléfono, donde tras varias intentonas logró comunicar con lo encargados de la recepción, los cuales, alertados como estaban de lo que ocurría por otros clientes, no tardaron en llegar. Cuando entraron descubrieron en aquel monumental caos a la pareja, que, entre lágrimas, alcohol y sangre se prodigaban las caricias más tiernas, los besos más dulces y las miradas más compasivas y enamoradas. Habían librado otra batalla más en la que ambos habían salido dañados, heridos física y espiritualmente, pero los dos sabían que no habían perdido, que no perderían nunca por muchas luchas a corazón abierto que tuvieran lugar, por muchas contiendas y por duras que fueran. También sabían que no podían vivir juntos, pero que tampoco podían vivir separados. Y por último, sabían que eran únicos y que su historia de amor perduraría en el tiempo y en lo más profundo de las entretelas del cine, del teatro y del espectáculo. Habían nacido para ser inmortales.
     
      Tras morir Elizabeth Taylor y por orden de ella misma, se publicaron las cartas de amor que se intercambiaron estos dos monstruos sagrados del Séptimo Arte. Todas menos una, que Liz guardó como un tesoro bajo su almohada hasta la hora de su desaparición. En ella, Richard Burton poco antes de morir, le expresaba su deseo de volver con ella, de terminar el camino juntos. Ella confesó: "Estuvimos enamorados veinte años. Desde el día que nos conocimos. Sigo enamorada de Richard. Si viviera, estaríamos casados, pero no tuvimos suficiente tiempo. Nos faltó vida para vivirla juntos". Por su parte, Richard Burton le escribía: "Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti". No hay más que decir.


















domingo, 16 de junio de 2019

LA PLAZA








      El viento corría y atravesaba los soportales de la plaza de Valdepeñas mientras los gorriones, confiados, buscaban entre la gente (que en animada conversación tomaban la cerveza del mediodía) alguna miga de pan perdida en el suelo que les sirviera de alimento y así, el viento, cada vez más dulcificado, ofrecía sosiego al calor y movía los árboles como quien baila. Era junio y acaecía la tarde.











viernes, 7 de junio de 2019

RESISTENCIA








Resistiremos con insolencia
las sacudidas mudas del tiempo
mientras nuestras manos
se prodiguen calor mutuo.
Resistiremos inviernos fríos
y cálidas primaveras
y dormiremos al susurro
de los años vividos.
Resistiremos con la fuerza
de los días de amor pasados
y con la ternura
que llena los de hoy.
Resistiremos repletas las maletas
de besos y palabras,
de espacios intangibles
inundados de fe.
Y al fin resistiremos
cuando nos llegue el alba,
recordando las rosas
que trajo el mes de abril.
 
 
 
 
 
      Este poema fue inspirado por la fotografía que lo acompaña y que realicé hace poco tiempo en Almedina, precioso pueblo manchego.