viernes, 21 de septiembre de 2018

EL PICO DEL PÁJARO CARPINTERO







      Tenía en su cabeza como un pájaro carpintero que a veces picoteaba tanto las profundidades de su cerebro que la sumía en un dolor ardiente, rudo y áspero como lava volcánica que, sin embargo, le abría puertas a sensaciones y deseos que a duras penas podía contener. Se sentó en un banco del parque y se abandonó a aquella tarde desapacible, donde los rayos del sol lamían con fiereza a todo aquel que se ponía a su alcance. Se recostó un poco y sus ojos miraron hacia el cielo, de un azul tan intenso como maldito, un azul que no reflejaban sus ojos, oscuros y carentes de brillo. El pájaro carpintero comenzaba a golpear  con su hiriente pico y ella, desesperada, se recogió el cabello con las manos, cerró los ojos y tras unas convulsiones, comenzó una de sus aventuras, donde la muerte se convertía en su acompañante y consejera y que, una vez más, la conducía sin ningún tipo de titubeos a un nuevo destino. Se trataba de María, una mujer de unos ochenta años con la que había convivido en una época de penurias económicas para ella y que se había portado como una madre, dándole techo y amparo en aquel tiempo en el que la soledad la empujaba al abismo. El pájaro carpintero apareció después y nunca más se volvió a ir, construyendo su nido entre las enredadas cortinas que acotaban sus sueños.
      La anciana vivía en una estrecha calle de un barrio del casco antiguo de la ciudad. Su casa se encontraba al final del mismo, y aunque humilde, fue un auténtico hogar para Elsa, la cual, se hallaba allí ya. Con la cabeza alta y el paso firme, la muchacha cambió de acera y  con la frialdad de un muerto comenzó a pulsar el timbre. Le abrió una vecina que se encontraba en la casa visitando a María y que la conocía. Tras intercambiar unas palabras, la vecina se marchó y Elsa, una vez dentro, cerró de golpe
la puerta.
      "¿Quién anda ahí?" "¿Eres tú Isabel?" preguntó la mujer desde el dormitorio donde se encontraba descansando. No contestó nadie, solo unos pasos presurosos daban respuesta a la anciana que, débil como estaba, intentó incorporarse sin conseguirlo. Mientras tanto, Elsa había entrado en la cocina y tras una algarabía provocada por la caída del cajón donde María guardaba los cubiertos, se volvió a escuchar la voz de ésta que, alarmada, volvió a preguntar si era su vecina Isabel la que andaba trasteando por la casa. Entre cucharas, tenedores y cuchillos romos, Elsa halló una pequeña navaja, afilada y punzante, que reconoció enseguida ya que había pertenecido a Isaac, el marido de su benefactora y abriéndola y empuñándola con firmeza, se dirigió hacia el dormitorio, no sin antes llevar consigo una cuerda de tender la ropa y un puñado de servilletas. El dormitorio estaba en penumbra y María vio la figura recortada de una mujer en el umbral de la puerta y pensó que era su vecina, Isabel. La volvió a llamar. Entre la luz y la sombra se oyó por fin una voz que le resultaba familiar, aunque le sonó extraña: "Tranquila,todo va a ir bien" y lentamente, la propietaria de la voz, penetró en la habitación.
      La débil anciana no pudo hacer nada cuando Elsa llenó su boca de servilletas de papel hasta el punto casi de asfixiarla. Sus ojos desencajados reconocieron por fin a la que había querido como a una hija y trataba de llamarla en vano. Elsa continuaba su trabajo y ató a la mujer, que inútilmente trataba de escapar de aquellas manos que un día la cuidaron. El pájaro carpintero aleteaba con más fuerza que nunca dentro de la distorsionada psique de Elsa, y las negras punzadas que provocaban sus picoteos la empujaban a un viaje donde el paisaje a recorrer no era otro que el de la demencia y la muerte, y que provocaban en ella las ansias más feroces de aniquilar. Sacó la pequeña navaja de uno de sus bolsillos y la clavó una y otra vez en el cuello de la anciana hasta que la sangre devoró por completo la blancura de las sábanas. Inútiles eran los frágiles esfuerzos de María por escapar mientras Elsa continuaba recibiendo órdenes del pequeño y maligno inquilino que habitaba en su mente. Los navajazos se sucedían al mismo ritmo que los picotazos, hasta que por fin, una punzada atravesó el corazón de la pobre mujer, mientras que Elsa, agotada y satisfecha, se dirigió al cuarto de baño donde intentó eliminar cualquier rastro de sangre que pudiera delatarla. Salió a la calle y ya anochecía cuando a su cabeza llegó la paz, pues el pájaro la había abandonado tras saciar sus apetencias, sin embargo, su desvencijado corazón latía entrecortadamente, como el resuello de María cuando se sentía morir y sin saber por qué, dos lágrimas resbalaron por su rostro cuando comenzaba a caminar. Se miró en el escaparate de una tienda observando que unas diminutas gotas de sangre manchaban su frente. En su bolsillo encontró una  de las servilletas de papel con las que hizo callar a su víctima y limpiándose con fruición, reanudó la marcha aligerando el paso.











viernes, 14 de septiembre de 2018

VENGANZA FRÍA







      Algunas noches los muertos se removían de sus tumbas y caminaban por los estrechos pasillos que las separaban. Se oían sus lamentos en la lejanía, mientras el pueblo permanecía cerrado a cal y canto. Unos cuantos espectros lograban atravesar los muros del recinto y regresaban al mundo, pues tenían alguna cuenta pendiente que saldar con la vida. Así lo pensaba Darío cuando a medianoche cruzó la puerta de la casa familiar donde un día vivió con su hermano, un hombre ambicioso y malvado que no dudó en convencer a sus padres para que no percibiera la parte de la herencia que le correspondía. Darío murió hacía seis meses al ser aplastado por la excavadora mecánica con la que trabajaba por temporadas, quedando su cuerpo destrozado y siendo enterrado a la mañana siguiente de aquella aciaga tarde. Aún después de muerto, en su devastado pecho saltaba el sentimiento atroz de la revancha, de una venganza fría alimentada por el odio hacia su hermano, que tranquilamente dormitaba en una habitación de aquella vieja casona, que por ley debía haber compartido con él. Aullaban los perros cuando la mano descarnada del espectro se posó sobre la frente de Ezequiel, el cual, se despertó agitado al sentir la frialdad mortal de aquel amasijo de carne y huesos. No pudo ni siquiera gritar, simplemente se abrazó al fantasma de su hermano, mientras éste le arrancaba de cuajo el corazón. Después, buscó la caja fuerte de la casa, donde había una pequeña fortuna amasada, la mitad de la cual le correspondía y allí lo dejó. Seguían aullando los perros cuando Darío traspasaba los muros del cementerio para volver a su tumba, esta vez a descansar, mientras la luna se ocultaba tras las nubes que presagiaban tormenta. Al relámpago le siguió el trueno y los muertos callaron sus voces en aquella negra y luctuosa madrugada. Todo volvía a la normalidad, mientras el pueblo comenzaba a abrir sus puertas.









viernes, 7 de septiembre de 2018

COMO EL LLANTO DE UN NIÑO







           Cuando le arrancaban a mordiscos la garganta, las grises pupilas de sus ojos saltaron fuera de sus órbitas como si trataran de aprehender la vida que se escapaba del cuerpo al que pertenecían. Eran los mismos ojos que habían buscado desesperados un refugio ante el acoso de los demonios que lo perseguían y que lo llevaron a adentrarse en un caserón que significaría su panteón particular, un habitáculo de muerte que sellaría con sangre y sufrimiento el final de sus días.
      Era medianoche en aquel día de septiembre especialmente frío, y el montañero perdido en aquel laberinto de árboles deshojados y resecos, buscaba cobijo ante la amenaza de las sombras que a un lado y a otro de la alameda hacían crujir las hojas que bordeaban el camino y que tenazmente lo perseguían. De las sombras surgían voces que, mezcladas con la brisa dejaban un sonido doliente cuya tristeza parecía augurar la desgracia más atroz. Eran gemidos y llamadas de desesperación que acongojaban el corazón de aquel hombre, que se había perdido en un monte de siniestras formas y oscuridades mortales. El miedo se transformó en terror cuando sentía en su cuerpo la sensación de que unas manos diminutas tiraban de sus piernas, agarrándose a su cuerpo como pirañas enardecidas, hiriéndole y desgarrando su carne, arrancando a pedazos su anatomía.
      Tras esta dolorosa travesía pudo alcanzar un caserón  situado al otro lado de un río y de una patada abrió la puerta y entró. A los escalofríos que traía, se añadieron los que le produjo el olor a podredumbre que se respiraba, la venenosa humedad que se cernía en aquella casa. Se adentró en el edificio y tal era su pánico que ni se dio cuenta de que la sangre había encharcado sus zapatos y que iba dejando un rastro que olía a vida y que despertaba a las criaturas de la oscuridad que, ansiosas, se alimentaban de ella.
      Todo a su alrededor era una ruina, pero parecían haberse acallado las voces y el rumor del viento se calmó, sin embargo, la atmósfera se enrareció aún más y aquel silencio siniestro situó al hombre al borde de la locura. Subió las escaleras con la única luz que prodigaba una extraña luna de tonalidades rojizas, que parecía envuelta en llamas y que penetraba por los destartalados ventanales. Mientras subía, el pulso se le aceleró hasta tal punto que tuvo que parar en mitad del recorrido para tomar aire. En esos momentos fue cuando escuchó algo así como el llanto de un niño que parecía venir de una de las habitaciones de aquel segundo piso, propiedad casi exclusiva de las ratas y de otros animales que lo habían corroído hasta dejarlo en un puro cascarón. Sus pies temblaban cuando caminaban entre los crujidos de aquellas tablas podridas que conformaban el suelo y a cada paso, su corazón se estremecía.
      Los llantos del niño provenían de una habitación que había al fondo y a la que, como hipnotizado y sin voluntad, encaminó sus pasos. Al entrar a mano derecha había una antigua cuna y en el suelo, viejos juguetes destrozados, envueltos en mugre y en telarañas. Toda parecía indicar que se trataba de la sala de juegos de los pequeños de alguna familia que alguna vez fue dueña de la casa. De repente cesaron los llantos del niño cuando el hombre se acercó a la cuna y avistó en el interior de la misma dos pequeñas criaturas cuyos ojos sin vida refulgían y que lo miraban ansiosos en aquella oscuridad silente. Gritó hasta la extenuación cuando ambos se abalanzaron sobre él y con sus diminutos dientes, afilados como el serrucho de un carpintero, comenzaron a devorarlo. Sus mordiscos, certeros y directos, se dirigieron hacia la yugular a la que, atinados, los dos pequeños espectros habían logrado seccionar. De un golpe se deshizo de ellos y echó a correr escaleras abajo, dejando un reguero de sangre en su recorrido y aterrorizado y herido de muerte buscó refugio bajo la escalera. No pudo hacer nada más que entregarse cuando antes de morir, vio aparecer a aquellas dos pequeñas figuras que, con sus atuendos de guardería, acabaron de rematarlo, extrayendo toda la sangre que habitaba en su ser. Después, volvieron a subir la escalera y saciados, se quedaron quietos en el rellano donde un día fueron ejecutados por la mano criminal de su madre, una mujer con graves desequilibrios, que acabó con la vida de sus hijos al parecerle que  "lloraban demasiado". Empezaba a amanecer cuando los espectros regresaron a su cuna. El día, sin embargo, no trajo claridad a aquella mansión, invadida por las tinieblas desde hacía muchísimo tiempo, y cada anochecer, hay quien escucha a lo lejos el llanto inconsolable de un niño, quizá sediento de la vida que un día le fue arrebatada.