sábado, 30 de enero de 2021

CARTA DE UNA DESCONOCIDA


 




    
  Abandonarse al amor es un juego dulce y arriesgado, donde llega a no importar todo lo que nos rodea. Salir , entrar, trabajar o vivir, se hace en pos de la persona amada. Lisa Berndle (Joan Fontaine) lo sabe porque lo ha vivido en su carne desde que era casi una niña, cuando vio a Stefan Brand (Louis Jourdan) por primera vez y se enamoró de él de una manera atroz y absoluta. Stefan era un hombre frívolo, de disipada vida nocturna, de ego desmesurado, mujeriego y sin más valores que su belleza y sus indudables dotes para la música (era un excelente y famoso pianista). Stefan, sin embargo, significaba todo para ella. Los ojos de Lisa lo seguían al ritmo de la música de un viejo vals vienés y su corazón, transformado en una rosa blanca, humedecía sus pétalos en cada latido, esparciendo su olor por las calles heladas y al calor de los cafés. Los dedos de Stefan acarician el piano con la misma ternura y sabiduría con la que recorren el cuerpo desnudo de Lisa, y sus labios, saben a frutas salvajes del bosque, pero ella no intuye que jamás serán suyos. Lisa espera más allá de la distancia y de los años que su amor regrese, pero cuando vuelve, no la reconoce. Ni se acuerda de ella ni de sus rosas blancas, pero ella lo sigue amando por encima de todo y de todos, por encima incluso de su hijo. Lisa está escribiendo una carta, su hijo ha muerto y ella está a punto de hacerlo, pero quiere hacer llegar a Stefan el último aliento de su amor.
      
      "Carta a una desconocida" (1948), del director alemán Max Ophüls, es una obra maestra del cine que refleja un amor romántico y fatalista llevado hasta sus últimas consecuencias. Una película dirigida como quién escribe un libro, cuidando hasta el último detalle, con indudable talento y sensibilidad por parte del director y de los actores, Joan Fontaine y Louis Jourdan, que están magníficos en sus complejas y ricas interpretaciones. Es, también un espléndido drama que deja una desazón agridulce en el espectador, totalmente atrapado en una historia elegantemente plasmada con el trasfondo de la Viena de principios de siglo. Si podéis, no dejéis de verla, merece mucho la pena. 








sábado, 23 de enero de 2021

INSOMNE






      "No me quiero dormir. Aunque me duelan los ojos, aunque sienta como miles de pequeños cristales se apoderan de ellos, clavándose hirientes y buscando como único alivio la dulzura del sueño. No me quiero dormir, quiero permanecer a la expectativa, vigilante, al acecho. Es jueves y desde hace dos semanas decidí no tener más sueños, y aquí estoy. Son más de las cuatro y media de la mañana y permanezco sentado en la cama. En tu mesita de noche hay una pistola cargada. A veces la cojo y, con avidez, la acaricio, desplazando su boca de fuego por la superficie ignota de mi rostro, por mis sienes, mi frente y mis ojos, hasta rozar mis labios. Después la vuelvo a colocar en su lugar. No me quiero dormir, por eso paseo la habitación de una esquina a la otra, con la oscuridad atenuada por la luz que se filtra por la persiana a medio cerrar. Alguna vez pienso en abrirla, en dejar que el sol penetre y ponga algo de calor a mis días y a mis noches, pero solo lo pienso. Apenas veo, mis ojos se niegan. Aún así, sueño, estoy soñando, y te veo a ti mientras miro al fondo del dormitorio. Veo que no has muerto, que sigues ahí, con tus cabellos grises, sin teñir, y tu cuerpo huesudo y desgarbado. En tus manos, flores deshojadas y en tu ropaje, mi sangre mezclada con la tuya

      Esta tarde casi me vence el sueño, pero mis ojos no se han rendido. Siguen abiertos y es ya la una y media de la madrugada del sábado. Vigilan la puerta cerrada a cal y canto que separa nuestro dormitorio del salón. Me retuerzo en la cama una vez más. Salgo al cuarto de baño y frente a él, vuelves a aparecer y me llamas. Regreso a la habitación con los ojos abrasados,  pero libres de cualquier atisbo de somnolencia. Me levanto de nuevo y veo una realidad intangible: tu pecho en el mío, tus labios en mi boca y en mi paladar, un fuerte sabor a limón temprano. Cojo de nuevo la pistola que hay en tu mesita, y esta vez, disparo y me disparo. La bala te alcanza. Ahora son tus ojos los que, abiertos, miran a la nada y tu cuerpo, abrazado por el mío, se desploma cayendo en el encerado de los sueños. Todo es sangre y dulzura, todo es la tristeza de tu recuerdo, tan vivo y tan muerto. No me quiero dormir, pues de lo contrario, volvería a ser yo mismo y quiero renacer, ser otra persona. Ahora la pistola está vacía y un baño de sangre empapa la cama." 






lunes, 18 de enero de 2021

LA SOMBRA DEL LOBO

 





      Las callejuelas del puerto eran un hervidero hasta que llegaba la medianoche y mientras la gente de bien se refugiaba en sus hogares, marineros, prostitutas y maleantes del más variado pelaje pululaban entre las farolas poblando de sombras las esquinas y los soportales y bailando al son de la música que salía de las tabernas. Llovía aquella noche helada de diciembre cuando Rosalía recorría la calle del Loro Azul contoneándose y buscando el calor del dinero de algún cliente a cambio de su cuerpo cansado. Ya no era tan joven, y eran muchas las madrugadas que cubrían sus huesos, remojados frecuentemente en el alcohol. Respiró y el olor a salobre que embargaba el puerto le supo distinto, como una mezcla de vinagre y de sangre que le provocó nauseas y que la hizo guarecerse en un garito a medio abrir que había al final de la calle, un lugar donde los malevos campaban a sus anchas y se jugaban los cuartos entre tiros y cuchilladas. Allí escuchó a Omar, el camarero, narrar la historia que últimamente recorría los rincones del lugar, la historia de la bestia que había acabado con la vida del almirante Juárez y de Martine, la doncella de los señores de la Casona, los más ricos de la ciudad. Los cuerpos, según decían, habían aparecido despedazados, desmembrados por las enormes garras de un animal extraño y poderoso que nadie había logrado ver, pero que iba dejando un rastro de sangre allá por donde iba. Rosalía no hizo más caso del debido al camarero, que siempre hablaba más de la cuenta, sobre todo, si se encontraba en un estado de ebriedad casi total, como aquella noche, y sin dilación, se pidió un trago y tras entrar en calor pegada a la estufa, decidió ir en busca de algún cliente. Si no lo encontraba, no podría comer mañana. Era, por tanto, un acto de perentoria necesidad, de supervivencia, porque lo que de verdad le apetecía era irse a su casa, tomarse un caldo bien caliente, meterse en la cama sola y dormir tres días seguidos.
      La calle estaba casi desierta cuando salió y, superando cierta inquietud que había nacido sin querer dentro de ella tras escuchar a Omar, se dirigió a la plaza de Pescadores, donde siempre bajo sus pórticos había conseguido algún cliente. La llovizna se hacía cada vez más intensa y molesta cuando al cruzar la esquina que daba a la plazoleta, creyó ver cómo la sombra de un hombre se cruzaba de un lado a otro de la calle hasta desaparecer bajo los soportales que la conformaban. Tres borrachos la cruzaban por la mitad y dos ajadas prostitutas se alejaban en mutua compañía entre la neblina. Al final del atrio pudo ver, esta vez de forma más nítida, aquella sombra, quieta, pegada al quicio de una puerta desvencijada, como a la espera.
      Rosalía, escondida tras la fuente situada en el centro de la plaza, esperó unos minutos con el miedo ya dentro de su corazón. Había parado de llover y las nubes, se abrían sin prisa, descorriéndose de forma tenebrosa y dejando poco a poco en libertad a una luna que se colgaba entre la niebla que desprendía la noche y que comenzaba a iluminar el puerto. Un aullido irrumpió en la madrugada de manera escalofriante haciendo temblar hasta las húmedas piedras de la plaza; después, hubo un silencio sepulcral a la misma vez que la luna llena se alzaba plena entre cientos de asustadas estrellas, que tintineaban agitadas, presagiando quizás, una nueva muerte. En esos momentos, atravesaba la plaza don Froilán, el médico, que regresaba a casa tras atender una emergencia, y no terminó de llegar a los soportales cuando el pánico hizo presa en él al cerciorarse de que de los mismos, surgía la figura de un animal descomunal, parecido a un lobo en su aspecto, pero que se alzaba dos metros por encima de él y cuyos ojos, de un amarillo refulgente se clavaban sin piedad en los suyos. Rosalía temblaba aterrorizada mientras presenciaba cómo al filo de las dos de la madrugada, la figura de aquel hombre caía sin vida en el empedrado, mientras la fiera, cuyos rugidos estremecieron el lugar, cercenaba la garganta y desgarraba a zarpazos el cuerpo de aquel infeliz. La luna se tiñó de malva y unas nubes la fueron de nuevo escondiendo, a la vez que aquel monstruo, saciado por completo, huía a través de la niebla que apresaba las calles. La sangre corría como un riachuelo mientras comenzaba de nuevo a llover y se mezclaba con el agua que caía y también con las lágrimas de terror de Rosalía que, temblorosa, regresó a casa.
      La calle donde vivía estaba en la zona norte del puerto, la zona más deprimida del mismo y estaba a punto de entrar a su casa cuando sintió en su mano la humedad fría del pomo de la puerta, sin más se limpió la mano en el vestido y la abrió. Encendió una pequeña lámpara y pudo comprobar con asombro y miedo que su mano estaba manchada de sangre, así como su vestido y que había gotas de la misma esparcidas por toda la salita. Al fondo, cerca de las cortinas, se dibujaba el contorno de un hombre y entonces, horrorizada, pudo escuchar su respiración. A punto estaba de chillar cuando aquella figura se abalanzó hacia ella y una mano ensangrentada ahogó su grito.
      -" ¡No grites, soy yo!" dijo una voz reconocible para ella. Lo miró y vio a Jean Bernard, el francés, un antiguo cliente con el que mantenía una relación intermitente desde hacía tiempo, una relación que se inició con dinero de por medio, pero que para Rosalía se transformó en algo más, cuando pensó que se había enamorado de él. Sin más, se abandonó llorando entre sus brazos y le contó todo el horror que había presenciado en la plaza. Él por su parte le dijo que había sido herido durante una partida de cartas por un comerciante al que había desplumado y que le había pegado un tiro. Por suerte, la bala le dio en el hombro y tras escapar de la casa de juegos, solo se le ocurrió su casa para refugiarse.
      Durmieron juntos una vez más, ella abrazada a él, pero cuando despertó, en su lugar estaba la almohada y bajo ella, unas cuantas monedas de plata, suficientes para tirar tres o cuatro días.
      Pasó mucho tiempo antes de que Rosalía volviera a tener noticias de Jean Bernard, mientras tanto, una ola de crímenes atroces bañaba la urbe, desde el puerto hasta los barrios del sur, todos con las mismas señas de identidad y bajo la presencia omnipotente de la luna. Se empezaba a hablar de licantropía y las gentes, aterradas, se encerraban a cal y canto en sus hogares, convirtiéndose aquella ciudad portuaria en un desierto desolado y tenebroso. La sombra del lobo se extendía por toda ella y la amenaza de la muerte flotaba en un ambiente asfixiante y claustrofóbico regado con la sangre de sus víctimas. Nada ni nadie sabía qué pasaba y el puerto era un paraje más triste de lo habitual, enmudecido por el miedo.
      Sin embargo, el mes de abril llegó a la ciudad poniendo la primavera unas gotas de optimismo en la vida de sus habitantes que, tímidamente, volvían a sus costumbres. Hacía algún tiempo que habían cesado los crímenes y el puerto parecía recuperarse. Volvieron las noches de bohemia, de juego y de borracheras, de besos comprados, de villanos enfebrecidos, de timadores y de marineros en busca de aventuras. Rosalía volvía a la calle del Loro Azul, imbuida en su escotada blusa blanca, adornada con unas lilas en el pelo y con su ajada falda de crepé. Todo era como siempre y nada era como antes, pero la vida continuaba.
     Volvió a ver a Jean Bernard de casualidad. Era una tarde en la que Rosalía se sentía bien y paseaba con aire somnoliento por el puerto. Nada había en ella que recordara a la Rosalía de la noche, salvo sus ojeras, delimitadas por un fatigado color morado que imprimía a su belleza un toque romántico y fatalista. Por lo demás, vestida de manera sencilla, su caminar era digno y su sonrisa, limpia, ensombrecida sin embargo, por una melancólica tristeza.
      La apostura de Jean Bernard se basaba más que nada en su franqueza, era una cuestión de actitud más que de físico. Era un hombre decidido y audaz, aunque sometido a los dictámenes de una vida nocturna disipada siempre al filo de la navaja. Tras el reencuentro con su enamorada, decidieron salir de la zona portuaria y dar una vuelta por el centro de la ciudad, con su parque y sus elegantes edificios, por donde paseaban los señorones y las doncellas que cuidaban de sus hijos. Allí, Jean Bernard, la besó bajo uno de aquellos árboles del parque y le prometió que algún día estarían juntos, pero en el fondo de su corazón, Rosalía sabía con certeza que eso no iba a ser posible, no obstante, se dejaba llevar por el momento, imaginándose casada con él y llevando una vida decente.
      Anochecía y aquel parque, elegante y bien cuidado, comenzaba a adquirir un aspecto algo desmañado y tétrico. Los árboles, antes tan verdes y llenos de vida, ahora le parecían manchas fantasmagóricas movidas por el aire, que se hacía denso y cargante, saturado por el olor de las mimosas, que lo hacían poco menos que irrespirable. Mientras caminaba hacia la salida, Rosalía miró hacia atrás y no vio a Jean Bernard, de manera que volvió tras sus pasos y lo llamó varias veces, más no obtuvo respuesta. Ahora, todo era oscuridad y solo una enorme luna ponía una pálida luz que se colaba entre las ramas de los árboles mecidas y acunadas por el silbido del viento. Volvió a llamarlo y retrocedió hasta el bosquecillo donde hace poco sus labios habían sido besados por última vez y lo buscó mientras el desasosiego, que hacía rato se había apoderado de su espíritu, iba dando paso paulatinamente a la desesperación. Por fin, al fondo, bajo las ramas de uno de aquellos árboles vio la figura de Jean Bernard. Lo llamó de nuevo y corrió asustada a su lado descubriendo que la calma y la pasión que habitualmente emitían sus ojos se había transformado en una profunda tenebrosidad que se encendía con roja virulencia hasta hacerla estremecerse de terror. La luna ardía en tonalidades anaranjadas y malvas, mientras la sombra del lobo crecía frente a ella, llegando a alcanzar las copas de los árboles y sometiendo a Rosalía a su destino fatal. Varios aullidos rompieron la quietud de la noche, mientras la luna huía dejando la ciudad en la más completa oscuridad.