sábado, 23 de julio de 2022

EL ARTISTA

 





      El artista vivía en su mundo transparente, marcado por la necesidad inevitable de crear. Sus manos ya no temblaban como antes y su espíritu estaba libre de angustia y de rabia. Había intentado conocerse a sí mismo y aún sin lograrlo, al menos había podido controlar a la que había sido su musa durante mucho tiempo: la ira. Ahora, entre las cuatro paredes de su estudio se entregaba en cuerpo y alma a su otra musa, la melancolía, que era quizá más destructiva que la ira, pues iba socavando su ánimo de forma corrosiva,  sin poder frenar esa capacidad de deterioro psíquico que poseía su nueva fuente de inspiración. Sin embargo, este nuevo sentimiento lo sumergía en un estado casi hipnótico, un estado al que solo había podido llegar a través de la marihuana y del éxtasis, y que lo llevaba a un paroxismo total, alejado por completo de la cólera, que le había llevado a destrozar su pequeño estudio cuando las cosas no salían como él quería, cuando no conseguía captar ese instante sublime de la creación, ese momento donde se es capaz de renunciar a la propia vida en pos de un arte duradero. Eso lo había conseguido muy pocas veces, y si alguna vez lo consiguió, nadie, salvo él, fue capaz de captarlo, pues su arte fluía de los  misterios  intangibles que proyectaba su espíritu atormentado. El artista era un hombre joven y de temperamento taciturno. Sus cambios de humor eran a menudo, motivos de desánimo y de desilusión que lo llevaban a dejar su trabajo. Podían pasar meses antes de que sus manos volvieran a tocar el barro y años antes de que dentro de sí mismo sintiera al artista. Mientras tanto, se dedicaba a pasear a través de calles que se perdían en la oscuridad, que no tenían fin, llanas y peligrosas, de empedrados húmedos y resbaladizos, haciéndose acompañar de cualquier amante ocasional, hombre o mujer, con los que alcanzar la calma y olvidarse por unos momentos de todo lo que acontecía dentro de sí mismo. La vorágine de sentimientos que lo inundaban, todos ellos contradictorios a su vez, lo ponían en la picota una y otra vez y esto, ni siquiera cesó cuando conoció a Lola, una mujer, artista como él, de la que se enamoró de golpe, sin apenas conocerla, solo con verla trabajar en su última obra. Segura de sí misma, tenía muy claro el concepto y la forma, como también el sentido de cada obra que salía de sus manos. Él, por el contrario y enfrentado al barro, rara vez sabía lo que saldría de su mente, no obstante, lo que no quería era continuar un academicismo plásticamente bello, pero repetitivo y aburrido. Él había conseguido romper con todas las normas del pasado, pero esto nunca le fue suficiente. 

      La boca le sabía amarga y sus ojos, como cristales resquebrajados instalados sobre dos ojeras profundas, eran un claro exponente de un estado emocional melancólico, repleto de altibajos, en el que su mente era un laberinto de ideas sin posibilidad de concreción. Encendió un cigarrillo y se puso a dar vueltas por aquella pequeña habitación donde había dormido con Lola y encontró algunos bocetos de una obra que había abandonado hacía tiempo, que no hicieron sino reafirmarlo en su teoría de que la mayoría de sus creaciones no pasaban de ser obras de tercera categoría, basura provinciana, ligada todavía a la emoción y a las sensaciones. Él quería realizar la obra de arte más pura, el arte en sí mismo, sin utilizar ingredientes tramposos que pudieran distorsionarlo. Esa noche, como tantas otras, el artista no pudo dormir y enfermo de tristeza y de melancolía, se dejó llevar por la música que sonaba de un viejo garito situado enfrente de su estudio, que, abierto hasta altas horas de la madrugada, daba cobijo a viejos bohemios, a prostitutas, a artistas en decadencia, a literatos fracasados y a drogadictos en busca del consuelo de una dosis con la que sobrevivir a la noche. La música, un vals francés, lo elevaba y lo dejaba caer a su propio infierno en un torbellino que lo desarmaba conduciéndolo casi a la destrucción. Entonces se dispuso a realizar su gran obra. Todo estaba dispuesto en el pequeño estudio y excitado, comenzó a trabajar. Modelaba el barro de una forma enérgica y frenética, y por entre sus manos el arte fluía suave e inexorablemente, sin que él tuviera que hacer gran cosa. Solo tenía que sentirlo en toda su viveza. Y continuó y continuó trabajando imbuido en un progresivo conocimiento de sí mismo y del arte que parecía exorcizarlo de todas sus dudas, dejándose llevar por la sensación de estar hallando lo que tanto había buscado. Y así, a ritmo de vals francés , el artista dio los últimos retoques a la obra de su vida y cuando la noche cedió paso a la mañana, contempló esa obra, enigmática y valiente, sincera y pletórica, pudiendo por fin descansar. Eran las diez de la mañana cuando Lola abrió la puerta del estudio y lo descubrió sin vida, abrazado a una mole de barro. Se había suicidado cuando el arte y la ley de la melancolía se lo ordenaron.


James Dean falleció a los veinticinco años en un accidente de coche, era un actor prometedor en el Hollywood de los años cincuenta y hoy es un mito imperecedero con tan solo tres películas como protagonista: "Al este del Edén" (1955 ), de Elia Kazan, "Rebelde sin causa" (1955) y "Gigante" (1956) de George Stevens. Pero además de un actor extraordinario, Dean también era un aficionado a otras artes, como son la danza o como en el caso de la foto, la escultura. El relato de hoy está inspirado en esta imagen que plasma la faceta de escultor de este gran actor. Espero que os guste. 



 



sábado, 16 de julio de 2022

MÁS ALLÁ DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

 




      "A veces me pregunto cuanto tiempo puedo estar sin ti. Te quiero tanto que me olvido por completo de comer, de dormir y hasta de existir. Existo porque existes, porque llenas mi alma y mi corazón, porque cuando te alejas, no soy más que una sombra que no puede hacer otra cosa que perseguirte. Sin embargo, hoy no he podido encontrarte. Doy vueltas en mi cama, y a veces te llamo a gritos, pero todo es inútil y lo peor es que no entiendes mi desesperación y sigues lejos de mí. Hoy encontré una foto tuya de joven, estabas tan guapa que no he podido hacer otra cosa en todo el día que mirarla, observar tu rostro, besar cada uno de sus matices: tus ojos oscuros y profundos, tu nariz, de firme apariencia, tu boca, carnosa y sensual y admirar tu pelo alborotado, cayendo sobre tus hombros angulosos y perfectamente horizontales. A veces, me quedo absorto recordando nuestro pasado, cuando decías que me querías por encima de todo, incluso por encima de ti misma. Te creí y desde ese mismo momento fuiste primordial en mi vida, en mi sangre y en mi cerebro y comprendí que jamás podría sacarte de mis sueños. Hay días que me siento feliz y camino resuelto y libre, empujado por la brisa de tu aliento, que me lleva a buscar el cobijo de tu recuerdo. No obstante, otros días, late en mí la tristeza de tu ausencia irreparable y mi cabeza se queda en blanco y mis ojos, vacíos sin tu mirada, que los abarrotaba de dulces  presagios. Estoy aquí, inerte entre estas cuatro paredes que me agrietan la voz y estas rejas de acero que no dejan que mis brazos lleguen hasta tu cuerpo. No quiero hacerte daño, de verdad, las veces que te lo hice, es porque mi amor se desborda y va más allá de la vida y de la muerte, porque te quiero tanto que me olvido de mí mismo y solo pienso en ti y en que eres únicamente mía, de nadie más. Comprende que tú siempre fuiste un poco veleta, siempre sonriente y dulce con todos, en especial con ese amigo tuyo, ¿ cómo se llamaba? ¡Ah, si, Marcos!, un joven realmente estúpido al que no tuve más remedio que silenciar, igual que a ese otro infeliz, Daniel, el de la tienda de fotografía, que era tan amable contigo...En fin, te dije muy claro cuanto te quería, pero tú, a veces tan insensible, me hacías sufrir y no sabes cuanto. Por eso yo no hacía otra cosa que defender mi amor por ti. Y si para eso tenía que cometer actos contra la ley de Dios y de los hombres, no lo dudaba y hacía lo que tenía que hacer. Y aquí estoy. Ahora mismo recuerdo el tacto de tu cuello entre mis manos, latiendo caliente y tu boca entreabierta cercana a la mía, entregándome tu último aliento. Espera, creo que estás otra vez conmigo, vienes a mí como un fantasma, con tu cuerpo sinuoso envuelto en un leve vestido, como el que llevabas cuando te conocí. Espérame, ya voy a tu lado, no tardaré mucho, en cuanto recomponga los destrozos que provocó en mí tu ausencia."


      Woody Harrelson en esta inquietante fotografía me da la pauta para contar este nuevo relato. Este actor nació el 21 de julio de 1961 y comenzó su carrera en la televisión interpretando el papel del camarero Woody Boyd en "Cheers", junto a Ted Danson, por el cual fue nominado a un "emmy". Después en el cine ha realizado grandes interpretaciones en películas como "Asesinos natos" (1994), de Oliver Stone o "El escándalo de Larry Flynt (1996), de Milos Forman. Su último éxito ha sido para la televisión en la serie "True detective" cuya  primera temporada se emitió en EEUU en el año 2014. Espero que os haya gustado esta nueva historia hallada tras la mirada de un gran actor: Woody Harrelson.


  

 



viernes, 8 de julio de 2022

DETRÁS DE SUS OJOS





     La biblioteca cerraba a las 8:00 de la tarde, pero Magda, la bibliotecaria, solía quedarse media hora o cuarenta minutos más, pues le encantaba la paz extrema del lugar cuanto ya todos se habían marchado. Entonces, se preparaba un café y recorría las distintas salas, una por una, y de paso seleccionaba algún libro que leer, pues, además de bibliotecaria, era una adicta a la lectura, sobre todo a la historia y a la arqueología, aunque también a la literatura y muy en especial a la poesía. Había un poema egipcio que le encantaba, y a veces lo recitaba en voz alta:

"Déjame, oh amado,

refrescarme en el río de tus ojos,

de aguas diáfanas y luminosas,

mientras te cubro 

con las rosas de mi cuerpo...

Déjame de una vez morir contigo,

pues el mundo ha huido de mí desde que no estás..."


      Y así se sentía ella, abandonada por el mundo a sus sesenta y dos años, en una soledad que solo se mitigaba cuando llegaba a casa y se encontraba con su perro, un perro al que había recogido hacía dos semanas y al que, todavía no había puesto nombre. Era ya verano, y en la 2 habían programado una de sus películas favoritas: "La momia" (1932), del director Karl Freund y protagonizada por su actor preferido, Boris Karloff. Al terminar, y preguntándose como no se le había ocurrido antes, Magda encontró por fin el nombre para su perro, un pastor alemán maltrecho y asustado al que habían abandonado tras continuos episodios de maltrato. Se llamaría "Boris", en homenaje a su actor favorito. Después se marchó a dormir, aunque no pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada, pues siempre se cernía en ella la inquietud, cuando en una de sus películas, Boris Karloff la miraba desde los rincones más oscuros del celuloide. 


"Abrázame de noche,

junto al blanco jazmín

que hay en el huerto,

y sella mis labios

con un beso de amor..."



      Así decía otra parte del poema que Magda recordaba cada vez que introducía su cuerpo entre las frías sábanas que componían una cama taciturna y austera, donde había dormido los últimos diez años de su vida. Nunca supo el por qué de su fascinación por Boris Karloff, el actor que dio vida a monstruos como Frankenstein, y aunque presentía que tras su mirada feroz y oscura, detrás de sus ojos de animal al acecho, podía esconderse un atisbo de ternura, no estaba totalmente convencida de ello. Tampoco supo nunca lo que la llevó aquella madrugada a la biblioteca, pero allí estaba, caminando entre estanterías cuyas sombras se proyectaban contra las paredes y el suelo, algunas contra el techo, y que a sus ojos parecían moverse como temblando, en unos movimientos tenues que lejos de amedrentarla, la animaban a continuar aquel extraño paseo nocturno por aquellas estancias, conocidas por ella palmo a palmo, libro a libro. Cuando atravesaba la sala dedicada a la literatura, enfrente, le pareció ver una sombra que, azarosa, cruzaba a trompicones el pequeño pasillo que iba a parar a la zona dedicada a la historia y a la arqueología. Se dirigió a ella y cuando llegó, pudo escuchar el crujir de las páginas de un libro, como si alguien lo estuviera hojeando. Después, agudizó el oído y pudo oír los estertores de una angustiosa respiración. Levantó la vista y al fondo de aquel habitáculo pudo por fin, ver sus ojos, que la miraban con fijeza, y cuyo brillo, siniestro y amenazante, le atravesó el alma y acabó con la fortaleza que la habitaba, para caer desplomada en un sillón.


"Tus ojos no son ya míos,

me dicen que no hay amor en ellos,

ni luz que les dé vida.

Detrás de tus ojos, oh amado,

solo queda ya luz de muerte"


Y mientras recordaba llena de pánico estos últimos versos del poema, aquellos ojos ardientemente amenazadores en la penumbra se iban acercando hacia donde estaba ella, y entonces, pudo ver la figura de su dueño: un hombre alto y desgarbado, de cuerpo huesudo, manos grandes y dedos afilados, arrastrando una túnica a la manera del sacerdote egipcio Imhotep, interpretado por Boris Karloff en "La momia". Un grito de horror sonó entre las filas interminables de libros, y con el rostro entre las manos, Magda, comenzó a llorar sobre la mesa. En ese momento sintió por su cuello algo caliente y viscoso, y luego en sus manos. Cuando asustada abrió los ojos, vio que era el perro, que, subido sobre la cama, la despertaba. Respiró tranquila y se levantó sin pereza. Era sábado y hacía un día extraordinario y tras ducharse y desayunar,  puso la correa a Boris y salió a la calle a dar un paseo y mientras caminaba comprendió que la vida es un viaje en una sola dirección y que a sus sesenta y dos años, el mundo, lejos de abandonarla, todavía la estaba esperando.


      La mirada que me ha inspirado esta historia es nada menos que la de Boris Karloff, el gran actor, intérprete de películas como "Frankenstein" (1932) de James Whale , "El ladrón de cadáveres" (1945), de Robert Wise, o la mencionada "La momia" (1932), de Karl Freund. Insuperable en sus papeles, en sus ojos late toda una gama de sentimientos que nos provocan indefectiblemente la inquietud y el terror. La fotografía que ilustra este relato da fe de ello.






 


sábado, 2 de julio de 2022

EL ODIO Y LA LOCURA








      Cuando vio a su hermana al lado del hombre del que estaba enamorada, a Margot le cambió el gesto y su rostro se vistió de una palidez que refulgía bajo el exceso de maquillaje que lo cubría. Mientras tanto, sus manos, temblorosas por el desconcierto y la ira, destrozaban una caja de cigarrillos, que caían al suelo en tromba, desparramándose sin que ella pudiera evitarlo. Arrugó con rabia la cajetilla vacía y de un golpe se agachó y recogió uno. Se lo llevó directamente a la boca y con energía encendió una cerilla y comenzó a quemarlo aspirando el humo con ansiedad, como si la primera bocanada que penetrara en sus pulmones se adueñara de todo su ser, proporcionándole a su vez, un engañoso indicio de calma. Después de este cigarrillo hubo otro y luego otro, hasta que finalmente, recogió los restantes uno por uno y los lanzó al cubo de la basura. Era una tarde calurosa y la cafetería estaba a medio gas, con un par de estudiantes que trataban de meterse mano en el rincón más íntimo del lugar y el señor Andrews, un inglés orondo y entrado en años que hacía tiempo iba detrás de Margot. Cerca de la puerta, se encontraba el dueño del establecimiento para el que trabajaba, y en una mesa, tres mujeres debatían sobre la llegada del verano y sobre sus destinos vacacionales. Margot se encontraba frente a la ventana y observaba como aquel apuesto joven se despedía de su hermana con un beso, y su corazón se retorció una vez más a la vez que sus ojos, duros y poderosos, desplegaban la cortina y dejaban escapar todo el odio que atenazaba su interior, que era mucho. Se dio la vuelta y volvió tras el mostrador y se sirvió un whisky que tomó de un trago, increpando al señor Andrews, que tras un tímido intento de alabar el aspecto de Margot, (que lo miró con tanto desprecio como era capaz de expresar desde lo más profundo de su ser), descabalgó del taburete y tras pagar, se fue directo a la puerta de salida. El horno no estaba para bollos. 
      Margot compartía con su hermana Elena un pequeño apartamento en una de las zonas más deprimidas de Brooklyn, y ambas sobrevivían gracias a su trabajo como camarera. Elena, a sus diecisiete años era una muchacha soñadora que se empleaba en dar clases de danza y arte dramático que, según ella, la transportarían lejos de aquel barrio miserable, pues quería ser bailarina y actriz, casarse algún día y formar una familia. Pese a su juventud, todo lo tenía perfectamente estudiado y planificado, sin embargo, con lo que no contaba era con que Margot, su querida hermana, la odiaba desde el mismo día en que nació.
      Un día Elena confesó a Margot su amor por Steven, el muchacho de pelo rubio y ojos celestes al cual, Margot había echado el ojo hacía tiempo. La respuesta de Margot fue mirarla despectivamente mientras recogía los platos de la mesa, dirigiéndose después a su habitación dispuesta a arreglarse. Eran las ocho de la tarde, y había quedado con Steven, en una cafetería alejada de su domicilio. Llevaba un ceñido vestido de cuadros, la mejor de sus pulseras y un maquillaje que, lejos de su objetivo de hacerla parecer más joven, le acentuaba una edad cercana a la madurez y le endurecía aún más sus facciones, si es que esto era posible.
      Steven la estaba esperando en la puerta, y aunque apenas la conocía, la saludó con abierta amabilidad. Después de tomar un café, Margot pidió una copa y con un gesto de dulzura impostado, lo miró a los ojos. Steven no pudo aguantar la mirada de su futura cuñada, que parecía querer introducirse en lo más recóndito de su cerebro, así, se levantó y pidió un refresco. Cuando se sentó frente a ella, le habló de Elena, de lo mucho que la quería y de como algún día llegarían a casarse, de su trabajo en un periódico local, con cuyo sueldo estaba ayudándola a pagar sus estudios, y de sus ojos almendrados, tan llenos de dulzura y comprensión. Y así, mientras hablaba de los ojos de Elena, los suyos chocaron con los de Margot, que había bajado la guardia en su actuación y, pudo ver, el brillo candente de la ira en ellos y de refilón, una hiriente mezquindad. 
      Este encuentro sirvió para que Margot se diera cuenta de que no podía hacer nada para conquistar el corazón de Steven, pues este, había dejado claro que era Elena la que lo tenía en legítima propiedad, sin embargo, no se rindió y al día siguiente fue a visitar al joven a su trabajo para hablarle de lo que sentía por él. Steven tenía que ser suyo y ni la mosquita muerta de Elena podría con el deseo de vivir lo que le quedaba de vida junto al muchacho. Volvieron a charlar, esta vez en la cafetería del periódico, y Margot, le declaró su amor abrazándose a él fuertemente e intentando sin éxito besar sus labios. Steven, sorprendido, la apartó de una manera suave, pero firme, indicándole que él no estaba enamorado de ella, sino de su hermana. Margot no cedía y volvió a abrazarle con la misma virulencia con la que él, esta vez, la separó de su lado. La boca de Margot esta vez si había logrado aprisionar la de Steven, en un beso violento y febril, ultrajante para el joven, que notó la frialdad viscosa de sus labios. Entonces, limpiándose con el dorso de la mano la boca, Steven le pidió que se marchara, y ella, humillada, se dejó llevar por un sentimiento de desesperación y de intensa rabia que la enervo. Ella, Elena, era la culpable de todo. Por su culpa, Steven no la quería, pero si su hermana no estuviera, quién sabe, todo sería diferente. Así, mientras caminaba para el apartamento donde la estaba esperando Elena, sintió que el odio se le desbordaba, y mientras sacaba las llaves para abrir la puerta, en un fuerte ataque de ansiedad, las apretó tanto, que ni se dio cuenta de que cuando entró, la sangre chorreaba por su mano derecha. 
      Elena comenzó a sentirse mal en el comienzo de la primavera de 1941 y a los pocos días, ya no podía levantarse de la cama. Margot se encargó de que nadie pudiera visitarla, incluido Steven, que pasó más de dos semanas sin poder comunicarse con ella. Ante las continuas negativas de Margot de que el joven pudiera visitarla, este llamó a la policía, la cual arribó al pequeño apartamento de Brooklyn donde vivían las dos hermanas cuando Margot se encontraba trabajando. Tras derribar la puerta, se encontraron a Elena en su habitación en un estado de suciedad y descuido lamentable: las heces, los vómitos y la orina inundaban la cama, y ella, hinchada por el veneno, apenas se movía. Se internó en el hospital esa  misma tarde, aunque ya no hubo remedio para ella. Steven fue a verla, pero solo pudo despedirse sin recibir respuesta, y entre lágrimas, decirle cuánto la quería. A Margot la esperó la policía en su casa y fue detenida por el asesinato de su hermana, a la que había estado suministrando miligramos de cianuro en las comidas. Cuando la policía le comunicó la muerte de Elena, los ojos pétreos de Margot se humedecieron por primera vez en mucho tiempo. Ahora podría conquistar a Steven y casarse con él. Ya había comprado el vestido y las flores, y partirían a algún lugar donde ser felices. Antes de ser esposada, Margot pidió permiso a la policía para cambiarse y apareció radiantemente patética, con el velo de novia y las flores que adornaban su cintura y su pecho. Entonces preguntó por Steven, y lentamente, con el cortejo de policías detrás, desapareció por la puerta.

      La actriz inspiradora de este nuevo relato es Joan Crawford, uno de los grandes mitos de Hollywood, cuyos característicos rasgos quedan patentes en esta fotografía de la película "LLuvia" (1932) del director Lewis Milestone. Los duros rasgos de esta actriz y su mirada esconden, para mi, la historia que acabo de narrar.