sábado, 19 de diciembre de 2020

EL FANTASMA DEL ABAD DESTERRADO






      Las escaleras que conducían a la pequeña y vieja torre, a veces, se movían en un temblor que revolvía los cimientos de la misma. No había hora del día para que este extraño y común episodio sucediera: por la tarde, al oscurecer o muy de mañana, siempre había alguien que contaba como aquellas piedras se desplazaban de un lado a otro oscilando y reproduciendo chasquidos hirientes, que penetraban en el alma de todo aquel que tenía la mala suerte de presenciar el fenómeno y escuchar sus apabullantes lamentos. Otras veces, y esto era aún más inquietante, se dejaban oír unos ruidos extraños, como si desde lo alto de la torre alguien lanzara escaleras abajo un costal o un pesado saco de arena, o quizás los restos de algún animal muerto. No era aún de noche cuando Albert, el joven pastor, regresaba a su cabaña tras una jornada de trabajo agotadora. Para llegar a su hogar, tenía que pasar obligatoriamente por delante de la torre, calificada por muchos como fantasmagórica. Se levantaba una brisa gélida del viento del norte cuando el muchacho pudo escuchar los sonidos que esta vez, le parecieron unos angustiosos gritos femeninos, acallados por una voz grave y autoritaria. Después se oyeron los ruidos, y pudo ver con toda claridad, como un cuerpo de mujer rodaba escaleras abajo hasta chocar contra un árbol seco, cuyas ramas huesudas parecían brazos y manos que se movían y crujían a la más leve brisa. Huyó despavorido y al día siguiente, en el pueblo todo el mundo hablaba de lo que le había sucedido a Albert y siempre surgía alguien que recordaba la terrible historia del abad desterrado, ocurrida hacía más de dos siglos en el pueblo y cuya morada había sido la torre de donde provenían tan extraordinarios sucesos. Expulsado de la Iglesia y de Italia por continuos delitos en la administración de la abadía de la que había sido jefe supremo y acusado de seducir y dar muerte a dos jóvenes muchachas del lugar, aquel hombre maduro recaló en aquel pueblo, viviendo del botín conseguido mientras fue un hombre poderoso a la par que un brutal e impío delincuente. También se recordó la muerte al caer por las escaleras de Malvina, su esposa y madre de sus hijos, con la que había contraído matrimonio recién llegado al pueblo y que pertenecía a la familia más adinerada del mismo. Se decía que la habían desheredado tras su matrimonio con aquel hombre desconocido y que, un día, preso por la ira al no ver colmadas sus ambiciones de dinero y poder, empujó a su mujer por las escaleras y la mató. Desde entonces, nunca habían cesado los testimonios de aquellos ruidos y aquel movimiento fantasmal de los viejos escalones que conducían al interior de la torre. Albert, sin embargo, había ido más lejos y además había visto como la figura de la mujer se despeñaba escaleras abajo en un grito desgarrador, que tanto aterrorizó al joven, que nunca más volvió a pasar por delante de la torre, pues prefería dar un rodeo a través de un bosquecillo próximo para llevar a pastar al ganado.

      Don Herminio, el párroco, no daba crédito a cuanto había contado Albert, ni siquiera se lo daba a la tan escuchada historia del abad y por supuesto, no creía en absoluto que su fantasma siguiera viviendo entre las piedras del viejo edificio. Por eso, un domingo, tras la celebración de la misa, decidió acercarse a aquel paraje situado a las afueras, a unos dos kilómetros del pueblo. Era una tarde fría de diciembre, más triste de lo habitual, en la que la neblina cubría los páramos y las nube se ocultaban tras su espesa cortina, los árboles se movían temerosos, y la temperatura descendía a una velocidad de vértigo. Cerca del lugar, el cura hizo una parada y se sentó en un viejo tronco medio calcinado desde el que se podía divisar la torre. Caminando por aquel camino embarrizado, con la sotana mojada y el agua calando en sus botas, un relámpago cruzó el atardecer hiriendo un cielo cada vez más oscuro. Subía ya la escalinata cuando escuchó voces al final de la misma y sintió cómo los escalones temblaban bajo sus pies llenando su alma de terror. El sacerdote intentó retroceder, pero todo fue en vano, pues cerca de él se hallaba la figura fantasmal de un fraile sin rostro, envuelto en un vestido de rafia y encapuchado. El cura gritó pidiendo auxilio más ya era tarde para él. Nuevamente se volvió a oír en aquel invernal diciembre como si un pesado fardo cayera rodando por las escaleras y las piedras, chirriaban una vez más como si rieran de forma siniestra, anunciando la noche.

      A la mañana siguiente, hallaron el cadáver del párroco al pie de las escaleras, mientras el sol comenzaba a calentar tímidamente, a ráfagas, abriéndose paso entre los restos de la niebla que lo poblaba todo.





 


sábado, 14 de noviembre de 2020

MÁS ALLÁ DE PORTUARIA

 




      La ceguera les impedía ver que un mundo de inmensas posibilidades les aguardaba tras la muralla impuesta por el rey, y que cerrarse en sí mismos no era solución, sino la lucha, pero no veían más allá de las colinas de humo que sobresalía de las chimeneas de sus casas. Aquel reino gobernado por Menhiades, el temible dios de la Agonía había sido en otra época lugar de encuentro entre culturas y un próspero país donde sus habitantes vivían felices y sin miedo, no faltándoles de nada, pues su agricultura era una fuente de ingresos notable, y la pesca era rica y abundante. Además poseían en sus dominios la más diversa minería y una incipiente industria relacionada con la misma. Sin embargo, todo aquello cambió con la irrupción de un rey proveniente de lejanos confines con un poderoso ejército que intimidó y se apropió de aquel pequeño, pero feliz territorio. Sus playas, que en otro tiempo eran límpidas y de color esmeralda, se habían teñido del color del luto y se caracterizaban por una extraña frialdad que dejaba entumecidos los músculos de aquellos que tocaban sus aguas y la tierra, había dejado de producir con la misma intensidad de antaño, mientras que la industria quedó casi paralizada.

       Los habitantes de Portuaria llevaban lustros sin ver el arco iris, en realidad, llevaban mucho tiempo sin ver nada, presos en la ceguera que con sus trucos y mañas había extendido entre ellos el rey. Solo Amélie y Saylah, las hermanas que vivían en lo alto de la montaña y que a menudo viajaban subidas en las nubes, podían divisar desde las alturas el otro universo. Y maravilladas, cuando bajaban al pueblo, contaban a los vecinos las excelencias de lo que habían visto: cientos de hermosos países por conocer, millones de seres humanos de distintas etnias y costumbres, el amor en sus más diversas acepciones y un universo donde imperaba la libertad. Nada de lo que contaban parecía hacer mella en aquellas gentes, que, baja la mirada y sumergidas en los abismos de su ceguera, daban la espalda a las hermanas y continuaban apáticamente sus labores cotidianas, mientras de soslayo, las miraban con odio desde la negritud que las atenazaba.

      Menhíades, imbuido en su propia maldad y en su afán de mantener el poder adquirido en base al atropello y al engaño del espíritu de su pueblo, mantenía una dura batalla con Asumpta, una joven campesina que tenía el poder de abrir las montañas y de hacer correr los ríos y también el de hacer que el viento sembrara la tierra de aire puro. El malvado rey quería destruirla a toda costa, pues la joven pretendía derribar los diques que rodeaban la región a la que gobernaba, abrir las compuertas y que el sol acariciara a aquellos hombres y mujeres, helados por la ofuscación. Para ello, envió a dos de sus sirvientes, Hertho y Cristiano al lugar donde vivía Asumpta ordenando quemar su casa y asesinarla. No bien se iban acercando a ésta, notaban a su vez como la tierra se resquebrajaba bajo sus pies abriendo profundas simas. A duras penas pudieron agarrarse a un árbol para no caer en los abismos que se iban conformando a su alrededor y a duras penas Asumpta logró salvarlos de una muerte segura. Los hombres, agradecidos, decidieron no hacer nada contra ella y volver junto a su amo. Pero antes, la muchacha les pidió que hablaran con el rey para intentar que la recibiera en audiencia. Así pasó y tras asesinar sin piedad a sus dos lacayos por haber desobedecido sus órdenes, el sátrapa comunicó a la joven que sería recibida.

      Era un día más de tantos cuando Asumpta cruzó el palacio para llegar a la presencia del rey. Allí estaba, erguido y henchido de soberbia, mirándola desde lo alto de sus sillón, entronizado y rodeado de miradas oscuras y perdidas, que esperaban un simple gesto de aquel loco para actuar.

      -" Tú, que quieres mi destrucción, que anhelas y ansías mi muerte, que desprecias mi reino y aborreces mis doctrinas, ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí?" dijo con gran hostilidad aquel hombre manipulador y despiadado.

      - " Señor - contestó la joven- solo quiero mostrarte el otro lado del río donde los pájaros son libres, las flores mueven sus pétalos al compás del viento y los hombres trabajan y viven en un mundo donde no hay más frontera que la libertad del otro".

      - "Eso no puede ser, eso es vivir en la anarquía y permitir que los de fuera nos dobleguen y se aprovechen de nuestras fértiles tierras y de nuestra riqueza. Mis súbditos son felices así, siguiendo lo que yo les propongo, porque de este modo no les faltará de nada", replicó el rey.

      - "Pero cerrar puertas es cerrar el corazón. Nuestro prójimo es todo aquel que nos necesita. Aquel que cruza nuestros campos sin más bandera que la de la paz y sin más intención que la de trabajar y vivir en armonía. A la gente que yo conozco que aquí vive, les falta la luz en los ojos, les falta fuerza en el espíritu y en su ignorancia, siembran en estos hermosos campos la semilla del odio que usted les proporciona. Eso no es vivir.", concluyó Asumpta.

      El gobernante hizo una señal y los sirvientes se abalanzaron sobre la muchacha y la detuvieron cubriendo su boca con hierbas venenosas que la condujeron a un profundo sueño. Después, la trasladaron a una mazmorra y allí, poco tiempo después, acabó sus días. Pero aún así fue tarde para el rey Menhíades, porque sus palabras habían logrado calar en el espíritu de cuantos la escucharon sembrando de luz aquella ciénaga oscura que era Portuaria. Se desencadenaron distintas rebeliones contra el tirano, atacando el castillo donde moraba y aprisionándolo de por vida en una de las torres. Después, fueron derribando murallas, desplazando montañas, dando rienda suelta a los ríos y permitiendo que la claridad entrara por todos los rincones. Comenzaba una nueva era en Portuaria, donde volvió a ser crisol de culturas y sus habitantes, otrora ciegos y obcecados, volvieron a ver la luz del día.







sábado, 7 de noviembre de 2020

NOVIEMBRE DULCE

 




      El humo de las chimeneas cubría el cielo y en las cocinas, se trajinaba con paciencia en la preparación del dulce. Los membrillos maduros, recogidos con mimo unos días antes, esparcían su fresco y áspero aroma por todas las habitaciones de las casas. Era noviembre y afuera llovía. En las entretelas de los hogares, las mujeres preparaban con esmero las latas donde dejar reposar la carne del membrillo y, poco después, comenzaban su elaboración.

      Mientras iba descarnando los maduros membrillos, en la radio sonaba como una caricia la voz de Conchita Piquer en aquella composición de Quintero, León y Quiroga: "Ojos verdes". Era mediodía cuando había puesto la pulpa a hervir en una perola, añadiendo el azúcar que suplantaría la acidez del amarillo fruto por un dulzor exquisito y popular. Era un noviembre tan dulce como la carne del membrillo y María se dejaba envolver entre música y cacerolas por el espeso y aromático olor de aquel plato, cocinado antes por su madre y antes por la madre de ésta y por todas las generaciones que habían habitado la casa. A medida que las coplas ponían su melodía de nostalgia, la pulpa del membrillo se reblandecía al calor de los fogones, cambiando de textura poco a poco, muy lentamente, pues el tiempo no acuciaba y los sentidos se imbuían en el trabajo y en los recuerdos. En este noviembre y al calor de la lumbre, el otoño era acogedor y mientras se iba cocinando la deliciosa vianda, en la calle se oían las voces de los niños que, alegres y divertidos, jugaban con el agua de la lluvia que caía con suavidad y calma, mojando sus rostros, en un tiempo que parecía no tener fin, hasta que la voz de alguna madre rompía el encantamiento:

-"¡Nenes, meteos en casa, que os vais a poner chorreando!"

Pero ya era tarde y empapados, los chiquillos, se recogían a regañadientes en sus casas, como pajarillos en busca del calor del nido.

      María adoraba aquella casa donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia, y donde su abuela Isidora la había hecho protagonista de historias y de cuentos que la habían hecho interesarse, y de qué modo, por la literatura. Hoy era escritora y vivía en Madrid, pero regresaba a Andalucía, a la casa del pueblo, cada vez que podía, buscando envolverse en la calidez de sus paredes y, sobre todo, en la vívida ensoñación de sus recuerdos.

      A la salida del pueblo y junto a un pequeño riachuelo, la familia de María tenía un huerto, hoy cultivado por Ignacio, uno de los niños que jugaba junto a ella en tardes instaladas para siempre en su memoria, tardes deliciosas donde la vida transcurría sin brusquedad, de una manera cómoda y sencilla. El huerto lo presidía un viejo membrillero, un árbol resistente y agradecido, que cada otoño, llenaba con sus frutos la cocina de la casa. Y no solo la cocina, pues esta fruta aromática se hallaba también arrebujada en los armarios y en los cajones, entre las sábanas o entre las toallas, impregnándolo todo. No podía contar María las veces que acompañó a su abuela a recoger los membrillos y la de cuentos e historias que ésta le contaba metidas en faena, como la de la tía Paca, que tenía un novio al que fue a buscar a la Argentina, años después de que él tuviera que irse de España debido a sus ideas políticas. Nunca lo encontró, pero jamás perdió la esperanza. O la de su abuelo Tomás, que cuando era pequeño, trabajaba la tierra para los señoritos por un pedazo de pan y un poco de tocino, siempre con una dignidad que desconcertaba a los amos. Y mientras iba desgranando las historias, los membrillos se amontonaban en las cestas, depositados con gran delicadeza, cuidando que no estuvieran dañados, ni se dañaran, algo esencial para elaborar aquella carne de membrillo tan rica y que hoy ella estaba preparando.

      Por la mañana, María había vuelto a realizar el ritual de la abuela, solo que esta vez acudió al huerto con Iris, una de sus nietas, y del mismo modo, mientras recogían los membrillos, le contaba las historias que en su día le contó su abuela y algunas más, embebidas en la tranquilidad que imperaba en aquel lugar y bajo aquel árbol, que, cargado de frutos, fue testigo de tantas vivencias.

      Qué rápido había pasado el tiempo y cómo recordaba María su propia infancia, su risa de niña, tan lejana y tan cercana a la vez, ahora reflejada en la de Iris, su nieta, cuyos ojos eran oscuros y profundos, como los de la abuela Isidora, y cómo se apilaban los recuerdos en la memoria cuando se ha sido tan feliz como lo fue ella. En eso pensaba, cuando de repente, se puso a llover, y de la mano de la nieta, regresaron a la casa por el camino de piedras, que tantas veces había recorrido.

      Había terminado de poner la carne de membrillo dentro de la última lata, cuando sonó el teléfono. Era su editora, que a punto de publicarse su tercer libro, había concertado una cita con la prensa para el martes. María volvió a la realidad a golpe de teléfono, una realidad también amada, pues le encantaba su oficio y entre el tintineo de la voz de Iris y el olor del dulce de membrillo recién cocinado, pudo ver la figura de su abuela, dando a probar aquel manjar a ella y a su madre en la cocina, donde la vida parecía haberse detenido como las manecillas del reloj que había en la salita. Llamó a Iris y juntas probaron el dulce, después, María se acercó a la ventana. Continuaba lloviendo y en aquella vieja casa, se sentía a salvo, segura de que todos sus recuerdos los había vivido intensamente y de que el mundo, se concentraba en aquel reducido espacio, donde se ubicó su infancia y adolescencia y al que acudía siempre que podía a cocinar las recetas de la abuela Isidora.

 



   

  

viernes, 30 de octubre de 2020

DÍA DE DIFUNTOS

 






      Las flores del cementerio acentuaban su aroma cuando se iba acercando el Día de Difuntos. Noviembre se abría con un sol que calentaba en exceso para la fecha y la tierra estaba seca y quebradiza. El camposanto estaba ya adornado casi por completo mientras por las noches, las ánimas se despertaban y lo recorrían livianas y tristes al amparo de la oscuridad, que revestía el lugar y lo dejaba a merced de los sonidos provocados por las ramas de los árboles cuando el viento se levantaba un poco más y, meciéndolas, se atrevía a romper el silencio.
      Por otra parte, había quién había oído lamentos y llantos a intramuros del cementerio y quién decía haber visto a un hombre alto y delgado como un campanario, cargado con una pala, caminar por entre las estrechas callejas que conformaban las tumbas, y eso a la hora del crepúsculo, cuando ya nadie quedaba en el recinto. Después, la figura del enterrador desaparecía sin saber cómo y un extraño y dulzón perfume que competía con el de las flores, invadía el espacio dejando su rastro llegando a atravesar las tapias hasta invadir el olivar.
      Eran los días previos al Día de Todos los Santos, y era en estos días cuando sucedían aquellos extraños fenómenos, según los rumores y leyendas que recorrían el pueblo de norte a sur, más no eran más que las típicas historias que alguien, con un alto grado de imaginación propagaba, pero que siempre había alguien crédulo que se paraba a escuchar.
      Los cipreses saludaban al cielo de manera elegante y eterna, y parecían querer asomarse tras los muros en estos días con más ímpetu que de costumbre, y sin querer, anunciaban la tristeza y la melancolía de los que se quedan, de aquellos que siguen en esta vida, pero que no pueden dejar de recordar a los que se fueron.
      Lola era la última inquilina de aquel lugar, colmena de moradas, donde la vida terrena llega a su fin y donde con nuestra partida, iniciamos un vagar por universos intangibles que solo conocen los que nos aman, porque esos universos solo se encuentran en el corazón y en la mente de los mismos. Tenía treinta y cuatro años y había fallecido hacía poco más de un mes. Su enfermedad la había dejado en los huesos y su cuerpo ya no pudo sostener su alma, que una noche de otoño de fines de septiembre, se despegó de él. La dejaron en aquel pequeño rincón una tarde clara que se encendió de tristeza cuando al anochecer, salió el último acompañante y el encargado del cementerio echó el candado.
      También estaba José, un hombre muy mayor, taciturno, solitario y extraño, que no tenía familia. Sin demasiada ceremonia, el ataúd se introdujo en el nicho, se rezaron unas oraciones por su alma, y allí continuó, con la misma soledad que le había acompañado en vida, aunque de vez en cuando, una mano más práctica que compasiva, limpiaba el nicho de José, tan solo porque estaba situado encima del de un familiar, y ya puestos...
      Más allá de los nichos donde se encontraba José, estaba el mausoleo de los Torres Guzmán, una familia señorial que había finalizado sus días en los estertores del siglo XIX. Presidía el mausoleo un maltrecho ángel que derramaba lágrimas sobre una cruz y, alrededor, una serie de pequeñas esculturas que representaban el paraíso terrenal, mientras que a los lados, estaban los huecos donde un día hubiera unas figuras de plata que ya no estaban, y que según la rumorología, uno de los descendientes de tan noble familia se las había llevado agobiado por las deudas, sirviendo para pagar parte de un pasaje de barco al extranjero, de donde no regresó.
      A mano derecha, junto a la puerta del camposanto, estaba el túmulo de Miguel Andrade, un médico que vivió en el pueblo durante muchos años y que fue muy querido y respetado por todos sus habitantes. Todos los años, sus hijos mandaban desde Madrid unas flores que alguien se encargaba de colocar sobre su tumba. Un día dejaron de llegar, pero a Don Miguel, fallecido hacía más de quince años, no le importó demasiado.
      Bajo un pino y en una humilde tumba sin lápida, había una cruz de hierro con unas iniciales: R.C.L. y un año: 1906. Nadie sabía a quién  podía pertenecer pero cada año, dos velas la iluminaban, una a cada lado de la cruz. En realidad si que había alguien que sabía de quién se trataba, y algo bueno debió hacer el enterrado allí por alguno de sus antepasados, pues todos los años ese alguien quería dejar constancia de su recuerdo, con un gesto tan sencillo y agradecido como el de encender una vela.
    Junto a una pequeña fuente se encontraba la pequeña sepultura de José Luis, el hijo del policía municipal, que falleció hacía ya cinco años a causa de una meningitis cuando apenas tenía dos. Sus padres acabaron por marcharse del pueblo al no poder soportar el dolor. En la lápida siempre hay una flor al lado del retrato del niño, cuya sonrisa parece acompasar el alegre tintineo de la fuente.
      Cada camposanto está lleno de historias y de vidas que caminaron al compás de los días y que conformaron un pequeño retazo del mundo, incluso hay cementerios, como es el caso que nos ocupa, donde fuera del recinto y en los cimientos de sus muros, sin que nadie lo advierta, hay fosas donde reposan los restos anónimos de los represaliados de la guerra civil que asoló España. En estas fosas, esperan en su eterno silencio ser reconocidos y exhumados decentemente, dando luz a sus nombres y apellidos, y otorgándoles la dignidad de poder ser ubicados dentro, donde sus descendientes y familiares puedan acudir cada año a principios de noviembre a rendir culto a su recuerdo.

      " Este relato está dedicado a todos los que ya no están y que, más allá del cementerio, siguen habitando en nuestro corazón y en nuestro recuerdo, formando parte ya de las partículas etéreas que componen el universo".








sábado, 24 de octubre de 2020

NO SOY UN GATO AL USO









      " Aunque lo parezca, no soy un gato al uso. Mi historia va más allá de la de cualquier felino. Mis ojos desvelan el azul de los sueños y aunque no lo creáis, he llegado del agua. Surgí de las estrellas, es cierto, pero viajé por todos los planetas y acabé en este, donde caí de patas en un río de aguas heladas y limpias, bajo el auspicio de las hojas de los árboles, que me dieron cobijo una vez en tierra firme. Me deslizaba por la hierba hasta que sin querer, me vi bailando entre las chimeneas y paseando sobre tejas rojizas y ocres. Me gustaba que la brisa acariciara mi pelo, mientras yo movía los bigotes en un gesto mezclado de agradecimiento y placer. Un día subí a la luna y me volví blanco, y nunca supe por qué. Si sé que soy un gato ciertamente lunático, pero eso forma parte de mi personalidad. No soy un gato al uso y mis colegas así lo constatan, me dicen que vivo aparte del mundo, en otra galaxia, pues saben de mi fornida imaginación y de mi talento para empatizar con los humanos, que siempre andan a la gresca. El otro día me acerqué a uno bajito y me tiró del rabo, de forma cariñosa, eso sí, y yo le regalé una nube de caramelo. Se puso tan contento que se quiso venir conmigo, pero no podía ser, porque su hogar estaba en este planeta, con dos humanos mucho más altos que lo querían y lo protegían.
       Hoy no ha salido el sol y estoy un poco triste, pero enseguida cambiaré de humor, pues espero visita, por eso me estoy lavando la cara. Eso es lo que tengo en común con los demás mininos. Por lo demás, creo que no soy un gato al uso. Ya es de noche y estoy nervioso, pues recibiré la muy esperada visita de alguien que me quiere. Son mis amigas las estrellas, que me dicen que he de partir con ellas, por eso mandarán una nube a recogerme. A veces pienso que estoy soñando, pero cuando me elevo en el espacio y me pierdo en el universo, sé que estoy despierto y bien despierto, como también sé que no soy ni seré nunca un gato al uso."








miércoles, 7 de octubre de 2020

WHAT´S GOING ON



 


      El fotógrafo vivía en el País de Nunca Jamás, donde los hombres no dejan nunca de ser niños y donde la luna es tan blanca y luminosa que no los deja envejecer. Tenía la magia del artista cuando capturaba el alma de todos aquellos que posaban delante de su objetivo y también la fuerza del ser humano que no ceja en su empeño de librar la dura batalla de la vida. La suya se componía de pasiones cotidianas y a la vez extraordinarias: el amor por la fotografía, el amor por la música (era un distinguido melómano) y el amor que sentía hacia sus padres, pero ninguna era tan grande como ésta última. Su padre, envuelto desde hace tiempo en las tinieblas de la enfermedad del olvido, solo sabía pronunciar su nombre, sin embargo, su madre, le aportaba serenidad y lograba extraer de su interior fortaleza y esperanza en el futuro. Ella también comenzaba su camino de lagunas escondidas entre nubes, pero el fotógrafo, lejos de arredrarse, la atendía con la misma solicitud que a su padre, despejando de nubes sus días y sorteando las lagunas a base de afecto y profundo amor. Cuando las fuerzas parecían flaquearle, el fotógrafo se ponía sus cascos de música con el volumen muy bajo, para que ésta no impidiera el escuchar a sus padres si lo llamaban en el caso de que pudieran necesitarlo y descansaba disfrutando de las músicas más hermosas y de los bellos versos de sus canciones favoritas. A veces, su padre, en una cama de altos barrotes que impedían que en la vulnerabilidad que su avanzada enfermedad le confería, pudiera caerse de ella, llamaba a su hijo, al que quería de manera infinita y le pedía que durmiera a su lado. Pegado a su padre, aquel hombre volvía a sentir en su piel los latidos de la niñez y se dormía un rato, mientras su madre, a ratos lúcida y consciente, desde la puerta contemplaba con sus ojos de bondades inagotables aquella secuencia donde el padre se hacía niño en los brazos de su hijo.

      Hace unos días coincidí con el fotógrafo en unos grandes almacenes, donde de vez en cuando nos encontramos en la sección de cine y música, dos pasiones que nos unen y me contó todo esto que acabo de narrar. Había venido a recoger un disco que había encargado y aprovechando las rebajas, quería llevarse otro al que había echado el ojo días atrás. Resultó que no era el que buscaba. El que si vio  fue un disco de Marvin Gaye entre los discos que se ofertaban a buen precio. Marvin Gaye fue una de las grandes voces negras del "soul", un hombre de gran talento marcado  por la desgracia (murió asesinado a tiros por su padre en una de las frecuentes discusiones que mantenían, pues el hijo defendía a la madre de las brutales agresiones de su progenitor). Así, el fotógrafo, con su gran cultura musical, me recomendó fehacientemente que comprara ese disco cuyo título es "What´s going on", una obra maestra de la música. Lo tenía ya en la mano para llevármelo, pero antes de marcharse, decidió que me lo iba a regalar. Así, lo cogió y sin más, pagándolo en la caja, me lo volvió a dar. De nada valieron las protestas hechas por mi parte (sé que su situación financiera está muy lejos de ser buena) y el disco está hoy en mi colección. Escucharlo es darle la razón a mi amigo, es un disco sublime, un canto a la libertad interpretado con el desgarro y la voz herida de este genio de la música. Hay amigos con un talante especial, a los que apreciamos y nos hacen creer en la empatía, aunque no los veamos más que cuando la magia del cine y de la música suscitan el reencuentro, y uno de estos amigos es Paco, el fotógrafo, un hombre de mucho talento y de gran generosidad. A él va dedicado este relato surgido de su propia historia, de la que él me desgrana cuando, muy de tarde en tarde, nos vemos en la sección de música de unos grandes almacenes rebuscando algún disco maravilloso que nos ayude a sobrellevar los días tristes, las tardes melancólicas y la dureza que a veces, impone la vida.

      

       Este pequeño relato está dedicado a Paco Garzón, excelente fotógrafo y mejor persona y un amigo desde hace muchos años. ¡Un abrazo, Paco!








  

domingo, 6 de septiembre de 2020

SUPERMAN







Necesario será ser Superman,
para aguantar el estío que provoca,
la ausencia hostil de besos en mi boca
y el sabor a sal dulce de tu pan.

Tú eres para mí volcán ausente,
río descontrolado, mar bravío,
cielo azul por el viento oscurecido
que se dibuja en este otoño diferente.

Sacaré de Krypton el poder ansiado
que te haga regresar al lado mío,
porque mis ojos dormidos son dos ríos,
que tristes buscarán tu amor fugado.

Será septiembre hogar de mis desvelos,
con su olor a almendra amarga y a manzana,
a vino nuevo y a hoja verdigrana,
y a jazmines enredados en tu pelo.

Necesario será ser Superman,
para morir en las zarzas de tus brazos,
sintiendo el frío divino de tus labios,
que verde kryptonita me darán.

Y así, mi cuerpo junto al tuyo abandonado,
en un valle de insolentes riachuelos,
vivirá entre el sueño y el consuelo,
que me dé tu aliento enamorado.








lunes, 10 de agosto de 2020

ÁRBOLES SOMBRÍOS








      La muerte se enredaba entre la hierba del bosque, y esta alimentaba a los árboles, que crujían resquebrajándose, y de sus grietas brotaban fuentes de sangre que a la vez que se extendían por el camino, daban fuerza a sus ramajes. Eran árboles que cobijaban los espectros de las almas impuras, de espíritus envueltos en la profanación y el crimen, y que salían al acabar el otoño para poner precio a la vida de los humanos, sabiéndola de poco valor. El frío invierno los dejaba campar a sus anchas por los recovecos del destino de aquellos que, alguna vez, vendieron su alma al diablo...

                                                   








sábado, 1 de agosto de 2020

POEMAS FOTOGRAFIADOS







SOMBRA DE AGOSTO

Tu sombra me da luz,
me recuerda la frescura de su boca,
y yo me dejo ir entre tus hojas
de savia nueva y de verdor azul.

A tu sombra me encuentro resguardado
como en los brazos de quién tanto quise,
y a tu sombra, curo las cicatrices
que desgarran mi pecho lacerado.

Bajo un cielo de tallos confiaré,
con divisar a lo lejos su figura
de espiga verde, estilizada y pura,
y en la calma de tu sombra, esperaré.

Será en agosto al caer la tarde
cuando su mano se roce con la mía,
cuando su boca recobre la poesía
que abandonada se quedó en la calle.

Y la flor calurosa del estío,
en este tiempo cruel y desmañado,
dejará mis pensamientos atrapados
en sus labios de húmedo rocío.

Tu sombra me distrae y me reanima,
dejando en mí de nuevo la esperanza
de volver a tener en la balanza
el peso del amor que me equilibra.






CENIZOS

El cenizo,
manchado de tristeza,
desdibujado en el blanquiverde
de sus hojas desanimadas.

Hierba infeliz,
despojada de color y luz,
su figura se desmadeja 
alicaída y lacia,
como los brazos del amante 
que ya no ama.

El cenizo,
que reina sin provecho en los estíos,
y que solo es distraído por la brisa
en un baile de versos de elegía.

Pobre cenizo,
de ceniza es su existencia,
de cenizas sin rescoldo y sin poesía,
de cenizas mojadas en ausencia,
de cenizas despobladas de alegría.

Lloran en la tarde los cenizos,
en tanto el verano dilata los días
y afligido el sol descansa.

Más la lluvia breve y dulce de las nubes
besará sus hojas desteñidas,
empapando la ausencia de sus flores
en pos de la melancolía.

El cenizo duerme al borde del camino
polvorientos sueños de sombras vespertinas.





MI PATIO DE NOCHE

Es silencio fresco en el estío,
soledad recogida y calma,
fiesta y reposo,
luz de flor y anocheceres.

Me quedo aquí,
con el rigor de la esperanza
y confianza en el futuro,
escuchando los secretos de las flores
y añorando el tiempo en la distancia.

Me siento savia de las plantas
que abarcan mi patio
y me confundo en la noche con la luna
que me mira desde arriba,
como si el mundo fuera mío,
como si la tierra me perteneciera.

Me quedo aquí,
enseñándome a vivir conmigo mismo,
deslumbrado por la luz de las estrellas
y esperando la llegada de un día nuevo.





FLORECER EN VERANO

"Hay quienes florecen entre la aspereza de los rigores del verano,
entre la cortante rudeza de los pedregales,
en el secano de la aridez de los caminos
o entre las rejas que impone la tristeza. 
Tienen ese poder..."













miércoles, 8 de julio de 2020

ENTRE POEMAS Y FOTOGRAFÍAS








"Me iré de aquí, 
a beber el aire con sabor de amapola,
a recoger los frutos que madura el olivo,
a renacer bañado por las aguas del mar.
Rotas las rejas, volaré alto,
tan alto como vuelan los suspiros.
Y te recordaré de noche y madrugada,
cuando duerma al abrigo de los trigos."





LA TARDE

Mudo el campanario espera a la brisa,
mientras que la tarde transcurre sin prisa.
Las calles desiertas (es casi verano)
ansían la sombra de alguien caminando.

Árboles del parque arrullan al puente,
sin agua que corra por su lecho inerte,
Solo los gorriones calman el silencio,
con sus trinos claros en lo alto del cielo

La tarde mediada lenta se distrae,
con los rayos claros del sol que ya cae.
LLegará la noche como en duermevela
dejando en el pueblo millones de estrellas.

Y las gentes salen abriendo sus puertas,
y en el firmamento, la luna despierta.





LOS IBEROS

"Los iberos contemplan la Vega
que a sus pies, es tierra fértil,
donde huertas y olivos
se disputan los rayos del sol.

Desde su atalaya, 
los iberos vigilan que todo esté en su sitio:
que las espigas se doren,
que la luna proteja las cosechas,
que los dioses bendigan los otoños que han de llegar.

Desde la Cueva de la Lobera,
los iberos se sienten historia,
como historia es el territorio que dominan.
Y hoy nosotros, al despedirnos del lugar,
nos sentimos pequeños 
al comprender la inmensidad del tiempo."






"Tu corazón, gélido y añorado,
sepultado entre la nieve,
mientras el mío, lo busca sin descanso."




"A la sombra me quedo,
bajo este árbol de verdes soledades,
con el recuerdo del timbre de tu voz,
que refresca la tarde calurosa..."




EL VERANO

"Amarillo y azul, el verano devora el paisaje,
los pájaros buscan la sombra del alero o del árbol,
y los arroyos, añoran el sonido del agua
y duermen su ausencia.
Los olivos dan su espíritu verde a las noches 
y los días se duermen en sí mismos.
Mientras, el pueblo acoge entre sus paredes
los sueños vespertinos de los hombres,
que laboran las mañanas
robando horas a las noches."






"Déjame correr por los campos floridos,
Déjame regresar a tu regazo,
Déjame sentir de nuevo tus abrazos,
Déjame que vuelva a ser un niño..."








martes, 23 de junio de 2020

A SAN JUAN







Llega San Juan misterioso
bajo el calor del solsticio,
en tanto el viento animoso
viene granando los trigos.

Por la calle alta del pueblo
llegan cantando los niños,
mientras la aceituna nace
en las ramas del olivo.

El agua brota en la fuente
con pájaros amarillos,
que dulcemente se beben
de las mozas los suspiros.

Mientras que por las ventanas
han florecido los lirios,
regados en el aljibe
que remanece del río.

Va refrescando la noche,
las estrellas tienen frío,
y en callejuelas y plazas
el fuego ya está encendido.

Las playas mediterráneas
de luces se van vistiendo
y van contando leyendas
que las olas van meciendo.

Las gentes bailan en corros
o saltan sobre la hoguera,
mientras el mar orgulloso
va acariciando la arena.

En la Noche de San Juan,
el amor dormido estrena
escaramuzas de besos
de idilios que se despiertan.

Al fondo, la oscuridad
pone enigmas a la fiesta,
y los cohetes de fuego
adornan la luna nueva
con pólvora de colores
que la maquillan de estrellas.

La noche está terminando,
un nuevo día comienza
y San Juan desde su nube,
el firmamento contempla.







domingo, 21 de junio de 2020

HASTA LOS HUESOS







A tu lado estaré, alma mía,
cuando seamos dulces calaveras,
cuando no quede piel que besarte pueda
y sean tus huesos abrigo de mis días.

Será el fantasma de tu amor, lirio marchito,
mi consuelo, mi martirio más callado,
mi desesperación, mi fiel aliado,
sin boca, sin aliento y sin tu grito.

Más al anochecer de nuestras vidas,
cuando el campo huela a margaritas,
mi cuerpo yacerá en agua bendita,
de tus labios amantes embebida.

Y ya abrazados, ansiosos nuestros huesos,
bajo la húmeda tierra sepultados,
los esqueletos resecos y abrazados,
Cantarán nuestro amor de miel y besos.







sábado, 13 de junio de 2020

NO ERA NADIE







      El brillo surgió de las entrañas más oscuras del bosque y, tras él, una mano rugosa empuñaba el filo cortante que en apenas unos minutos segó su vida. La escarcha caía sobre su cuerpo, mientras se desangraba sobre la tétrica alfombra que componían las hojas de los árboles, los cuales, despojados de ellas, daban oscuras y afiladas sombras a la muerte con sus ramas heladas y retorcidas en aquellos parajes lejanos y fríos. Cuando encontraron su cuerpo, nadie la reconoció y en el depósito de cadáveres, nadie la reclamó. Y es que hay seres, cuyo destino va más allá de la crueldad, porque pasan por la vida dando bandazos de un lugar a otro, sin conocer el calor de unos brazos, ni la mirada cómplice del amor. A ella la mataron por no ser nadie, porque a nadie interesaba su existencia y porque el mundo, se encuentra cada vez más alejado de la humanidad y de la compasión.







lunes, 1 de junio de 2020

POEMA OSCURO








Aullarán de dolor los perros,
brillarán sus ojos amarillos
y cantarán a la muerte las aguas
canciones de rencores y de olvidos.

Bajo la niebla espesa de la noche,
latirá un corazón en el camino,
arrancado del pecho de un amante,
por el otro amante malherido.

Y  entre la maleza de las hojas,
la sangre bajo la tierra forma un río,
que traerá el degüello de palomas
que se mueren en busca de su pico.

La oscuridad se va cerrando en banda,
mientras el ciervo brama dolorido,
y a tientas, la luna que está ciega,
se transforma en el filo de un cuchillo.

Más las almas que nunca se encontraron,
 y que perdidas, buscan su destino,
se mojan con la lluvia bajo un árbol,
que llora por los ángeles perdidos.


El cielo se viste de negros albores,
mientras las lilas marchitan su aroma,
Y la Tierra, seca y quebradiza,
como un gigante muerto se desploma.









jueves, 21 de mayo de 2020

EL JEFE DE PERSONAL








        Una piorrea agresiva estaba dejando sin dientes al jefe de personal. Los piños se le desmoronaban como si fueran de arena y su boca, olía a perros muertos. Ni los dentistas más avanzados pudieron frenar la ruina que asolaba aquellas encías desvencijadas, que no podían ya en modo alguno, sostener los restos que había dejado en la boca la caótica enfermedad dental.
      Máximo, que así se llamaba el susodicho, católico y muy religioso, cada semana viajaba a Granada a visitar a Fray Leopoldo, monje y santo, del que era muy devoto, aún a sabiendas de que tras rezarle y pedirle que le salvara la dentadura, éste hacía caso omiso a sus ruegos, escudándose en sus largas barbas, su mirada bondadosa y en su extraño parecido con Karl Marx. Mientras tanto, aquel hombre de tan solo cuarenta y tres años, ya era un experto en la cata de toda suerte de papillas, aunque algunas de ellas, como la de berenjena con pimiento verde al sushi se le resistían, provocándole un ardor en el estómago que solo remitía con toneladas de bicarbonato.
      El jefe de personal era un tirano con los trabajadores que llevaba a su cargo,  por eso no era de extrañar que estos, muchas veces, se acordaran de su padre, el cual vivía en una residencia de ancianos patrocinada por la fundación Franco. Tenía noventa años y estaba en una silla de ruedas, pues una embolia lo dividió de la cabeza a los pies, dejándolo inválido y terminándolo de idiotizar, sin embargo, los dientes los tenía mejor que el hijo, por eso le apodaban "el tiburón" o "el serrucho", según escogiera aquel que quisiera definirlo por su dentadura.
      A Máximo le gustaban mucho las faldas y en la intimidad las lucía con salero. La escocesa le sentaba muy bien si la combinaba con zapatos de tacón cuadrado y hebilla lateral y si no sonreía, claro. Luego tenía otras "vintage", que se las solía poner en los desayunos, eso sí, siempre a juego con un buen babero, porque sin dientes, las galletas reblandecidas por el café con leche se descolgaban por su barbilla llegando a caer en su regazo. De este modo, se cargó una falda "pichi" heredada de una vieja lacaya de doña Carmen Polo. Pero además, el jefe de personal, tenía algunos  "hobbies": era un depredador sexual y un asesino y en ocasiones, se entregaba a la antropofagia, pero solo si el asesinado era un ser muy querido.
      A Jessica, su hermana mayor, la asesinó a golpes y luego la desbarató con un cuchillo de cocina. Sus ojos y parte de su corazón y de su hígado fueron a parar a la deliciosa salsa de setas que acompañaba a la jugosidad de sus muslos, que cocinó al horno y que una vez debidamente confitados, degustó con fruición. Jessica pesaba casi ochenta kilos, de modo que tuvo comida para toda la semana y gran parte de la otra, aunque de vez en cuando sintiera cierto resquemor en las tripas.
      A Juliette, una francesa que conoció en una gasolinera del extrarradio haciendo la carrera, la violó repetidas veces después de dejarla inconsciente a golpe de de piedra. No pudo consumar el asesinato tal y como él hubiera deseado y Juliette hoy se ha retirado de la profesión y ahora es modistilla. Por otra parte, a Magdalena, la chica del supermercado la mató cuando lo descubrió afanando una cabeza de cordero para comerla como a él tanto le gustaba: al natural, pero con una poquita sal y algo de hinojo.Se podría seguir relatando más actividad de este sujeto con respecto a sus "hobbies", pero solo decir que a su última compañera de juegos, la asfixió con su boca en un beso perverso en el que destiló sus nauseabundas humedades dentro de la de Marga, una enferma de asma a la que visitaba y que sufrió la peor de las muertes, cuando algunos pedazos de muelas y de dientes en proceso de putrefacción quedaron aprisionados en lo más profundo de su garganta.
      Sin embargo, a Máximo, el jefe de personal, la vida le sonreía (es un decir), aunque ya nunca más pudiera bromear con total autoridad declamando su frase favorita: "Dientes, dientes, que eso es lo que les jode".






      

jueves, 14 de mayo de 2020

LA BESTIA EN SU GUARIDA







      Arrastraba su miserable figura como una especie de fantasma doblegado al peso de sus cadenas. Sus pies se deslizaban con una torpeza que hacía que se torcieran y que resbalaran en el asfalto, mojado por una leve lluvia que comenzaba a caer. Sin embargo, no era un fantasma, ni nada que tuviera que ver con otro mundo, era un ser que habitaba en esta dimensión con el único cometido de hacer sufrir.
      Acababa de abandonar el cadáver de un niño muy cerca de allí. Lo estranguló y lo dejó a medio enterrar en el interior del bosque, bajo unos enormes árboles despojados de sus hojas, las cuales ahora tapaban el cuerpo tierno y menudo de la criatura. Atravesó la carretera y se introdujo de nuevo en el bosque y ya anocheciendo, la bestia se perdía por una pequeña vereda que lo conduciría a su guarida: una vieja escuela en mitad de un pueblo abandonado. Magarza, que así se llamaba el pueblo, estaba rodeado por un río y el viejo  puente que lo cruzaba se encontraba derruido. Solo había un acceso a través de una especie de túnel construido durante la guerra que atravesaba el río de este a oeste. La vegetación era densa y violenta y los árboles entrecruzaban sus ramas, cortando el paso a cualquiera que intentara acceder al pequeño pueblo, aislado totalmente en su propio abandono. Al llegar a la guarida, se recostó en un viejo somier y se refugió del frío echándose encima unas mantas viejas, mientras las ratas, acostumbradas a la presencia del hombre, observaban impávidas como éste, recogía su cuerpo contra aquella cama infecta y comenzaba a roncar ásperamente.






      Lo despertaron los ladridos de los perros de la policía. Ya era de día, continuaba la lluvia y alarmado, se asomo a la puerta y pudo oír con más claridad a los animales y pudo así mismo, percibir las voces de los que lo buscaban. Echó a andar por las callejas del pueblo y fue a refugiarse en un pequeño zulo bajo las ruinas de lo que un día fuera el ayuntamiento y allí permaneció hasta que  el silencio volvió a ocupar por entero aquel lugar dejado y carcomido por el paso del tiempo.
      A la niña la encontraron en un paraje próximo a la gasolinera, en el llamado Valle del Cojo, envuelta en un fardo de rafia y oculta entre dos paredes de lo que iba a  ser un pequeño almacén que finalmente no se construyó. Sus padres la perdieron en la feria un día de mayo, cuando la soltaron de la mano para saludar a unos conocidos. Sus padres hoy, viven perdidos entre el sufrimiento y los reproches y posiblemente, no se vuelvan a encontrar. Él, sin embargo, sabe a dónde va, con su destartalada presencia, luchando contra su propia sombra, que algunas veces, quiere delatarlo. La policía le sigue los talones y olisquea el rastro de dolor que va dejando, pero él es muy listo y conoce muy bien el terreno que pisa.
      A Lola, una niña de siete años, la asaltó cuando salía de la escuela. Llovía, y Elena, la encargada de cuidarla, se retrasó unos minutos haciendo unos encargos. Cuando llegó, la niña no estaba. Ha pasado un mes y todavía no la han encontrado. Su madre no tiene consuelo y vaga sola de pueblo en pueblo con una foto de Lola entre las manos y los ojos extraviados por el dolor y el llanto.





      En su guarida, la bestia reposa cuando oscurece al amparo de las ruinas de la escuela y planifica babeante su próximo desvarío. El bosque ennegrecido tiembla al paso de su figura y las hojas crujen de forma diferente cuando las aplasta a su paso, como si estuvieran hechas de quejidos. Así mismo, las ramas de la arboleda se mueven desmañadas como en señal de luto, mientras las nubes viajan llevando un mensaje de duelo a la comarca. La bestia sigue suelta en su peligrosa libertad y con sigilo recorre los lugares descuidados donde arrancar de cuajo el verdor de la vida, para luego regresar a su cubil, tan ruinoso y vacío como su alma.