domingo, 14 de febrero de 2021

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

 





      Cupido batía sus alas y recorría el mundo yendo de un lado para otro con su arco y sus flechas y con su venda en los ojos que, a veces, levantaba con picardía para cerciorarse de que la persona que recibía sus venenosos dardos no pudiera hacer el más mínimo amago de protestar. Esta vez, y sin que sirva de precedente, llevaba con su atuendo habitual una mascarilla, pues un virus invadía la Tierra. Pero él, no desistía en su empeño de enamorar y de embrollar a cuantas más personas, mejor, y afilaba sus flechas con pericia y esmero. Además tenía claro que si un virus podía vencer a otro, este sería, sin duda, el del amor. Que el amor es ciego, no podemos obviarlo, aunque a veces es una fuente de luz, un huracán que cruza nuestra rutina cotidiana para desubicarnos, y llevarnos a sentir las sensaciones más agradables, pero a la vez, más contradictorias y complejas. La pandemia se extendía por todos los rincones y, Cupido, inasequible al desaliento, comenzaba a hacer de las suyas entre los habitantes de la Tierra, que vivían entre el miedo y el confinamiento.






Una de las primeras en verse afectada por la dulce ponzoña que destilaba el revoltoso angelote, fue Lola, una mujer divorciada en tres ocasiones que, tras estos tres fracasos, había renunciado voluntariamente al amor. Tenía treinta y nueve años y un cierto cinismo acuñado a base de decepciones con los hombres. Llevaba casi un mes confinada por completo y su única comunicación con el exterior era a través del teléfono y las redes. Bueno, a veces, con cierta regularidad y por obligación veía a Manolo, el dueño de una tienda de alimentación próxima a su domicilio al que hacía sus pedidos y que él, personalmente se los hacía llegar en su furgoneta. Así, entre mascarillas, Lola descubrió unos ojos oscuros, llenos de sinceridad, en los que no había reparado nunca, los cuales insistían en los suyos de manera tímida, pero segura. "¡No, no, no!", se dijo a sí misma mientras desempaquetaba las cosas que Manolo le había traído. Pero ya era tarde, pues el pequeño arquero había acertado y había puesto su dardo en el escéptico corazón de Lola que, pese a las reticencias, volvió a caer en las dulces telarañas tejidas taimadamente por San Valentín. Manolo se convirtió en su cuarto marido y ella cedió una vez más al virus que propagaba el santo, confiando en que su efecto, esta vez, le durara toda la vida.

 


     
      Tatiana y Alberto nunca se llevaron bien, a decir verdad, no se soportaban. Compartían piso con otros dos jóvenes estudiantes y ambos, estaban contagiados de coronavirus. Los demás, tras hacerse las pruebas, dieron negativo y por tanto, se habían marchado a sus casas, mientras Tatiana y Alberto cumplían la cuarentena. Los reproches y las discusiones entre los dos eran el plato de cada día, pero a la vez, extrañamente, comenzaba a existir entre ellos un apoyo mutuo en un principio casi imperceptible. Tatiana empeoró y Alberto se dedicó a cuidarla día tras día, pues era, ante todo su obligación. Lo habría hecho por cualquier ser humano, aunque atender a este le costaba más trabajo, pues Tatiana era impertinente y soberbia en ocasiones, e insoportablemente vanidosa. Le llevaba la comida a su habitación, le preparaba infusiones calientes con una base de miel para la tos, y analgésicos para el dolor. Entre tanto, las conversaciones se fueron haciendo más profundas entre los dos, y comenzaron una etapa de mutuo conocimiento, pues a pesar de haber convivido durante un año y medio, eran unos perfectos desconocidos. Algo comenzaba a cambiar y Alberto no daba crédito a lo que sucedía, pues su animadversión hacia ella había pasado a una aceptación global de sus defectos y de sus virtudes, dando paso paulatinamente a la simpatía. Tatiana por su parte, se había "bajado del burro" y valoró en Alberto su buena disposición hacia ella, y a fin de cuentas, no era tan cretino como pensaba. Así, un buen día, se encontraron besándose en el pasillo, mientras Cupido, orgulloso de su  poder, recogía sus dardos y partía hacia otro lugar donde hacer de las suyas.





      Pedro era un hombre de cincuenta y cinco años que no se había enamorado nunca y, por lo que iba pregonando San Valentín, ya iba siendo hora. Vivía solo con su padre, de casi noventa años, en la casa del pueblo, y tenía la intención de continuar así. Un día contrató a Camelia, una inmigrante rumana, para que le ayudara a cuidarlo. Camelia era una mujer de cuarenta y dos años, robusta y capaz, tenía los ojos claros y vivaces y hablaba con soltura el castellano, con lo que Pedro no tuvo problemas a la hora de comunicarse con ella, salvo los que le producía su gran timidez. La mujer iba todas las mañanas a las nueve en punto y ayudaba a levantar al anciano, lo bañaba cuando tocaba y dejaba la comida hecha y la casa arreglada. A las doce y media terminaba sus tareas y se marchaba. Era una mujer callada, dulce y comprensiva, y aunque Pedro, todavía no le había visto la cara, invadida en su mayor parte por la mascarilla, si  había visto sus ojos, que eran azules como el mar y llenos de nobleza. Muy pronto, aquellos ojos, los elegantes ademanes y la honesta disposición de Camelia, hicieron que Pedro experimentara un cambio del que no era consciente. Su actitud pasó a ser más comunicativa, se cortaba el pelo más a menudo y se vestía más "moderno" dentro de la discreción. Un día cuando la ayudaba a acostar a su padre, sintió el roce de la mano de Camelia sobre la suya y descubrió en este simple hecho, todo un universo de sensaciones nuevas para él. Cada día esperaba con ansiedad que llegaran las nueve de la mañana y cada día odiaba más el mediodía mientras las horas se hacían terriblemente cortas en compañía de aquella mujer, que no paraba en la casa y que, mientras ejercía su trabajo, desplegaba su amable presencia sobre la misma e iba poniendo en el corazón de aquel hombre solitario las semillas de un sentimiento inesperado que removía su interior y que le hacía desear que Camelia no se marchase nunca. Una mañana se sorprendieron tomando juntos un café en la mesa de la cocina. Llovía a raudales, como en el corazón de Pedro, cuando la mano de Camelia se posó en la suya, esta vez a propósito, y cuando de los labios de ella escuchó "te iusbec", él, conmovido le contestó: "Yo también a ti".





      Paco y Lucas se enamoraron como quien no quiere la cosa. Habían asistido a unos talleres de concienciación medioambiental en su ciudad natal antes de que comenzara la pandemia. Paco tenía novia, Lucas, no, y tenían sus asientos asignados para escuchar las diversas conferencias que se iban a dar, Paco el número 26 y Lucas, el número 3, pero por un error, Lucas tuvo que abandonar la primera fila para sentarse en la cuarta, justo al lado de Paco. Pronto surgió entre ellos una corriente de simpatía. Tras escuchar la primera ponencia, ambos salieron de la sala y se dirigieron a la cafetería, pues la siguiente no se produciría hasta media hora después. Tomaron un café bien cargado y se contaron por encima lo que estaba pasando en sus vidas en esos momentos. Lucas acababa de romper una relación intermitente con Blas, y Paco era feliz con Natalia, su novia, y aunque pensaban en boda, vivían juntos en un apartamento próximo a la estación de autobuses. En otro descanso, el deseo por parte de ambos de continuar la conversación iniciada en la cafetería, los llevó de nuevo a la misma, donde otro café remojó con su cálido aroma el inicio de un incipiente cambio que iba a sacudir sus vidas en un tiempo no muy lejano. Al acabar la mañana, de nuevo la cafetería fue el escenario de una charla inacabable, esta vez, frente a dos cervezas. Cuando terminó el curso, quedaron en volver a verse, pero eso nunca ocurrió y ambos continuaron con sus vidas, hasta que en plena pandemia, al salir de una farmacia, Paco se encontró tras una mascarilla con el logo del arco iris los alegres ojos de Lucas, que lo miraban chispeantes. Él le devolvió la sonrisa con la mirada y, tras intercambiar unas palabras, se alejaron dando un paseo por entre los árboles del parque. Paco había roto con Natalia y Lucas no había dejado de pensar en él desde lo del taller medioambiental. Así se lo hizo saber, en un incontenible gesto de complicidad y amor, mientras que los ojos de su amigo se humedecían expresivos, tras el parapeto de la mascarilla.




      El amor de Amaya y Estrella nació en el hospital, cuando esta fue ingresada en estado grave a causa del covid. Sus pulmones no soportaban el ataque cruel del virus y parecía que, de un momento a otro, iba a morir. Estrella fue atendida por una joven doctora de Bilbao, andaluza de adopción, cuyo nombre era el de Amaya, la cual tenía la máxima de no implicarse con sus pacientes más allá de lo estrictamente necesario. Con Estrella no pudo evitar romper esta rígida norma desde el mismo momento en que la atendió. La UCI fue el escenario que San Valentín había dispuesto, un altar de dolor que, sin embargo, albergaba la esperanza de un amor incipiente. Amaya la cuidaba casi a diario, y poco a poco, se aprendió de memoria las líneas de su rostro, supo contar los latidos de su corazón y controlar la frecuencia de su ritmo respiratorio. Cuando despertó del coma, Estrella vio que tras aquella aséptica mascarilla había una mujer cuyos ojos habían estado presentes a lo largo y ancho de su incierto sueño de tres días, y tras mirarlos largamente, se durmió agradecida, sabiendo que Amaya estaba allí, como un centinela de bata blanca, cuidando de que no se le escapara la vida.


      San Valentín no es cosa de celebrarlo solo un día al año, el 14 de febrero, hay que festejarlo siempre, en el día a día, renovando los sentimientos que tan ágilmente y a traición provoca. Espero que os hayan gustado estas historias que en un día como el de hoy, giran todas en torno al amor, un amor un pelín complicado, pero no imposible, en los tiempos del coronavirus.







sábado, 6 de febrero de 2021

EL DESTINO DE AMARO

 




      De noche, las casas de aquel aborrecible pueblo se inclinaban a su paso como si la dura materia de sus cimientos se estuviera deshaciendo, formando una textura elástica que las volcaba a un lado y al otro, convirtiendo sus sombras en enormes figuras que, como monstruos indefinidos, lo perseguían sin tregua. Él caminaba por las calles deprisa, más no podía evitar mirar aquel juego fantasmal que las cortaba a veces y que envolvía al pueblo en un humo que, a ras de suelo, se iba elevando poco a poco hasta fundirse con las nubes y que cegaba sus ojos y atenazaba su garganta. Cuando el cielo se despejaba y le veía la cara a la luna, el corazón le volvía a latir a su ritmo y paulatinamente, el aire regresaba a sus pulmones. De día, la opresión era diferente, las casas permanecían en su verticalidad, alargándose, eso sí, y engañando al sol, dejando de proyectar su sombra. Había casas que se estiraban tanto que alcanzaban la altura del Pico del Desfiladero, una montaña siniestra que presidía el pueblo desde el norte y que, según se decía, en ella descansaban los cuerpos de cientos de doncellas torturadas y asesinadas en tiempos pasados, cuando el Tribunal de la Santa Inquisición gobernaba los destinos de todos aquellos que vivían en aquellos confines.

      Los días pasaban sin tregua y sin color, en un marasmo de desesperación que lo asfixiaba. Nunca debió regresar a aquella fortaleza siniestra, nunca debió ceder a los golpes de los fracasos, que lo llevaron a encerrarse en ella pensando quizá, erróneamente, en olvidarlos. Tenía su casa, pero no siempre era acogedora. A veces, sus estancias se rebelaban como frías celdas y su cuarto, aquel donde de niño se sentía seguro, lo acorralaba, sin poder siquiera refugiarse en el recuerdo de su infancia. Todo era tan angustioso que a veces, cuando lograba dormir, no se acordaba de despertar y permanecía días sobre aquel colchón manchado de tristeza, pero que suponía un consuelo que lo transportaba a un mundo donde los sueños, en ocasiones acudían en su auxilio aliviándolo por momentos en su desesperación.

      Amaro era un hombre solitario, que había aprendido a sobrevivir siguiendo el camino que le indicaba su instinto, y eso hacía, sobrevivía, aunque en ocasiones oía voces que lo llamaban, voces extrañas, que como fúnebres tañidos de campanas, lo hacían temblar de miedo, a la vez que, incomprensiblemente, lo atraían: "¡ven con nosotros!", escuchaba cuando, asustado, ocultaba la cabeza bajo la almohada, o cuando sentado frente al ordenador pasaba el tiempo sumergido en las redes. No podía escapar a aquellas voces, que a veces gritaban en la penumbra de la sala de estar, o gemían a punto de romper a llorar cuando pasaba cerca de la cocina. Entonces salía a la calle y corría por entre callejuelas dormidas, recorría plazoletas y jardines, y mientras las casas bailaban a su alrededor, él trataba de recuperar el aliento perdido sentándose en un banco que había cerca de la iglesia, cuyo campanario era terriblemente alargado, tenebroso y sombrío. Ahí, inevitablemente, volvió a escuchar las voces: "ven, te esperamos, no tardes...", escuchó esta vez de una voz parecida a la suya, tan parecida, que lo sumió en la congoja. Después, aterrado, comenzó a caminar sintiéndose fuera de su piel, sintiendo que nada le ataba a la vida. Tenía cuarenta y cinco años y, aunque aún era joven, su alma estaba gastada, arrasada por la desolación y las decepciones, y ahora, aprisionada entre los muros que él mismo le impuso cuando regresó, que lo hacían zozobrar en la agonía. Salió del pueblo esquivando las casas, que amenazaban con aplastarlo y fue a caer al lado del río, bajo un nogal gigante, sin hojas, pues se había secado, como tantas cosas en aquel lugar. Sus ramas crujían en su aridez y tras la oscuridad, llegó el humo que lo envolvía todo, y camufladas con el viento, las voces volvieron: "ven, no tengas miedo a tu destino, adormécete en el agua del río y llena tu corazón de sus sonidos". Amaro se cubrió la cabeza con la chaqueta y con sus manos, tapando sus oídos hasta hacerse daño, esforzándose en no escuchar aquella voz sobrecogedora. La noche, sin embargo, se volvió tranquila en su oscuridad, el frío había desaparecido y él ya no tenía miedo. Se giró hacia el lugar de donde surgían las voces, se desnudó, y finalmente, se hundió en las negras aguas para no regresar.