viernes, 22 de febrero de 2019

MI CASA ERAS TÚ







 
 
 
A veces, siento el abandono
como el solar triste y desierto
de la casa que un día llené de vida.
Cerré mis ojos de ausencias y de pérdidas
y a través de la desconchada ventana
vi crecer la maleza.
No pude más y me abandoné al abandono.
Mi casa eras tú.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


sábado, 16 de febrero de 2019

EL DÍA DE LOS ENAMORADOS







      Sin nada que decirse, Petra y Paulino se disponían a celebrar el día del amor, hacerle un tributo a Cupido aunque para ello, tuvieran que sacar de sus entrañas el penúltimo miligramo de empatía que les quedaba. Sobre las ocho y media de la noche, y vestidos de punto en blanco, ropa interior incluida (por si acaso), se dirigían hacia el restaurante "Amores perdidos", con la intención de cenar y decirse unas cuantas palabras amables después de un año de riñas y vendettas. Petra, que por una vez, llevaba la voz cantante, miró la corbata de Paulino y se imaginó una enorme boa que atenazaba su garganta, una boa de múltiples colores que tenía el poder de decidir si Paulino llegaría vivo al restaurante. Por su parte, Paulino miró con desolación aquella ruina humana en que se había convertido su mujer con el paso del tiempo. Nada tenía que ver ya con aquella chica de cabello denso y oscuro que conoció hace veintisiete interminables años. Ahora, los cuatro pelos que le quedaban aparecían atados atrás en una cola infame y rala y tan descoloridos a base de tintes, que ya no sabía si eran cabellos o un manojo apretado de reseco esparto. Se agarraron del brazo y se cerraron los grilletes. No había escapatoria, el restaurante los esperaba. Eran las nueve y cuarto cuando pudieron coger el taxi que los deportaría a su campo de concentración particular, un restaurante situado a las afueras de la ciudad regentado por la prima de Paulino, Feligresa, una mujer capaz de descuartizar un oso con sus propias manos, pero que preparaba el rabo de toro con diligencia y en cantidades desastrosamente grandes. Petra odiaba el rabo de toro y a la prima de Paulino, pero cedió ante la insistencia de su cónyuge y bajo la promesa de tener la cena en paz y armonía.
      El restaurante "Amores perdidos" se encontraba en un desvío de carretera, tan oculto que más que restaurante era un nido de delincuentes del más diverso pelaje: traficantes, ladrones y algún psicópata que otro paraban allí en connivencia con Feligresa, la cual era comisionista de todas las tropelías cometidas por aquella gentuza, proporcionándoles a cambio abrigo, calor y comida.
      Serían las diez y cuarto cuando arribaron al local: Paulino y su boa se abalanzaron a saludar a su prima Feligresa, que limpiaba el mostrador con desgana, mientras que Petra, muerta de hambre, observaba impertérrita la escena. Al fondo, tras un mar de mesas dispuestas sin orden ni concierto, se encontraban un par de parejas que, encendidas de amor, se dedicaban profusos arrullos y se metían mano sin disimulo bajo un terrorífico mantel inundado de corazones. A mano izquierda, cerca de la barra, dos esculturas de Cupido bañadas en purpurina dorada y plateada respectivamente, presidían aquel altar de amor que no regateaba méritos a lo cutre, y que daban a la sordidez del lugar, un toque más sórdido todavía. Por último, las ventanas, cuyas cortinas trataban de tapar unos cristales translúcidos por la mugre, daban el toque final al lugar donde Paulino y Petra, habrían de celebrar la cena de San Valentín.
      Sentados en una de aquellas mesas, la elocuencia no era el fuerte de la pareja, que se entretenía mientras venía el camarero en observar a vista de pájaro aquella enorme estancia que imponía distancias (más todavía) entre ellos, como si uno estuviera en Islandia y la otra, en el desierto de Gobi. Por fin, el camarero rompió el hielo portando en la bandeja la suculencia de un platillo de aceitunas y otro de panchitos, para que la pareja fuera matando el hambre mientras llegaba Feligresa con el menú. Paulino se pidió una jarra de cerveza y Petra, una Coca-Cola. Y así, tras roer unos panchitos y escupir unos cuantos huesos de aceitunas, Petra y Paulino comenzaron a hablar del tiempo.
      El menú lo eligió Paulino una vez más, pese a que había prometido a su mujer que lo elegiría ella: rabo de toro, y de segundo, albóndigas de pollo y ternera en salsa de la casa. Y de postre, en deferencia a Petra, Paulino le dejó escoger entre natillas o profiteroles. El odio y el rencor fueron los otros ingredientes del menú, añadidos por la mujer, cuya mirada, en principio indiferente, fulminaba a cada momento la figura achaparrada y barriguda de su marido, que antes de que llegara el primer plato, se había metido entre pecho y espalda cuatro jarras de cerveza. Feligresa, al ver la cara de funeral de Petra, trató de animarla con alguna broma ordinaria sobre los efectos que iba a causar en ellos la cena del día de San Valentín, indicando que por fin podrían "mojar", y no en la salsa precisamente. Ni que decir tiene que la observación no hizo ni puta gracia a Petra, que se echó a la boca una de aquellas albóndigas y mientras la masticaba a dos carrillos pensaba en su marido: gordo, calvo y sin modales. Y lo que era peor, al topar con la realidad, presenciaba el rito llevado a cabo por Paulino cuando apuraba la salsa del rabo de toro y chupaba con fruición aquellos dedos, cortos y gordos como chorizos de barbacoa, cuya visión llevaba la repugnancia a lo más hondo de su corazón.
      Miró a su mujer de soslayo y la vio allí, enjuta y gurrumina empuñando el cuchillo y el tenedor con la intención de partir aquella albóndiga que, rebelde, se le escurría e iba en el plato de un lado para otro rebozándose en aquella salsa, que espesa y pegajosa, parecía de cemento. Cuando Petra logró sus propósitos, Paulino respiró aliviado desapareciendo de él el presentimiento de que aquel proyectil hecho albóndiga acabaría por estallarle entre las dos cejas.
      Continuaba la cena de enamorados y lejos de comunicarse como dos personas civilizadas, parecían alimañas devorando su presa. De vez en cuando, se lanzaban miradas llenas de desconfianza y algún gesto de desagrado cuando sus ojos chocaban de frente y se imbuían así en las turbias emociones del otro.
      Hasta ahora no había habido ni una palabra cariñosa ni amable por parte de ninguno. Bueno, si, hubo un "te quiero" por parte de la mujer, un "te quiero ver muerto" pronunciado en voz baja cuando Paulino se marchaba con apremio al lavabo, a expulsar los litros de cerveza holandesa que se había trasegado en los cuarenta minutos que llevaban sentados a la mesa. Paulino regresó ya aliviado y con ganas de dar buena cuenta del segundo plato: las albóndigas. Tan sólo hizo un comentario que logró sacar una media sonrisa malévola a Petra: "No estoy preparado para estas bolas, olvidé reforzar y afilar mi dentadura". Petra pensó que tal y como engullía Paulino, no le hacía falta dentadura para tragarse de un solo bocado las dos docenas de albóndigas que Feligresa le había servido. Entonces Paulino, puesto como estaba de cervezas, que acentuaban sus más bajos apetitos, y no teniendo más mujer a mano que Petra para culminar la noche de San Valentín tal y como mandan los cánones, empezó a ronronear como un gato en torno a ella, la cual, instintivamente y dándose cuenta de las intenciones de su vil marido, se quedó rígida y pálida como una muerta. En definitiva, se le abrieron las carnes como cuando se despedaza un cochinillo al horno.
      El ronroneo empezó con un diminutivo "Petrilla" y continuó con el empeño de darle de comer las natillas con la misma cuchara con la que él se había comido en dos bocados el flan de huevo que su prima Feligresa le había preparado en deferencia a su persona, pues no entraba en el menú. Petra levantó los ojos queriendo fulminar la ingrata presencia de aquel hombre horrible que decía ser su marido, y de un manotazo, apartó la cuchara hasta arriba de natillas, añadiendo una condecoración más al traje de Paulino, que ya llevaba varias: una al mérito de haberse comido el rabo de toro en cuatro minutos y medio, otra por mojar pan en la salsa de las albóndigas con presteza y prestancia, varias, gracias a la cerveza y por último, la que su mujer le impuso, dejando una huella amarilla que cruzaba las dos solapas de la chaqueta, manchando también su corbata, y haciendo juego con el alfiler chapado en oro que le había regalado su madre. Paulino gruñó y estuvo a punto de ponerle las natillas por sombrero a aquel espantajo con aires de princesa con el que se había casado, pero se contuvo. Ya ajustarían cuentas cuando regresaran a las profundidades del infierno, o sea, a la casa que compartían desde hacía una eternidad. Petra se levantó y se dirigió al lavabo y mientras se recomponía un poco, decidió que esta sería la última cena que compartiría con aquel orangután, que nunca la había tenido en cuenta para nada y que año tras año, había agriado su carácter hasta el extremo de instaurar el odio más profundo en su alma, en otro tiempo, serena y dulce. Hoy, su aspecto no respondía a una mujer de cincuenta años, sino que aparentaba setenta. Pero aún estaba a tiempo de rectificar. Cuando llegaran a casa, ajustarían cuentas.
      No eran las once y media aún cuando se levantaron de aquella mesa revuelta de corazones dibujados en el mantel, de manchas de salsa, de trozos de pan desperdigados y de huesos, formando un extraño jeroglífico que parecía significar lo que había sido su matrimonio durante casi treinta años. Se despidieron de Feligresa de forma automática y salieron a la calle. Hacía un frío del carajo. Paulino no se tenía en pie, harto de cervezas como estaba y de rabo de toro, y Petra, con el alma congelada, comenzó a andar de forma ligera hasta la parada de taxis más próxima, esperando poder conseguir uno que la llevara hasta aquel presidio en que se había convertido su hogar, y que, comparado con el restaurante de Feligresa, era la gloria pura. Paulino a duras penas podía seguirla, tropezando y tambaleándose con su aspecto de barril de coñac. Finalmente logró llegar al lado de su mujer. Estuvieron más de media hora esperando el ansiado taxi y sus caras enrojecidas por el frío y la ira, y en el caso de Paulino, también por el alcohol, estaban lejos de expresar cualquier signo contrario al hastío y al resentimiento. Cuando por fin llegó el taxi, estaban medio helados, pero con ganas de calentarse a guantazos. Subieron al coche y Paulino, que apenas podía hablar, masculló algo ininteligible, mientras que Petra, de forma seca y autoritaria le indicó la dirección al taxista: "¡ Calle Calvario, nº 124 !". Fueron las únicas palabras que sonaron dentro del taxi hasta que el taxista, llegados al hogar del matrimonio, se dirigió a ellos para cobrar. Entremedias, algún ronquido de Paulino y algún gruñido de Petra acompasaban el empalago que ofrecía alguna cadena de radio en este día que, para Petra, parecía haber sido creado por el mismo Satanás.
      Bajaron del coche y se dirigieron a su casa. Siete pisos sin ascensor les aguardaban y Petra creyó desfallecer. Mientras tanto, Paulino, se abotargó y agarrado a la barandilla de la escalera se dejó caer en el suelo dejando escapar de su garganta uno de sus ronquidos. Llegar al hogar fue toda una odisea: agarrando a su marido y obligándole a subir aquellas interminables escaleras, Petra resollaba intentando que no le estallaran los pulmones y suspirando, imaginaba que pasaría si Paulino pereciera en el intento, si tras el titánico esfuerzo de subir los siete pisos, hallara la libertad al abrir la puerta de su casa. Paulino, lejos de morirse, se aferraba al cuello de Petra intentando mantener el equilibrio y a la misma vez, procurando no partírselo al menos allí, en mitad de la escalera. Por fin entraron en la casa, y Petra, tras encerrarse en el dormitorio conyugal y dejar a su marido en aquel sofá desvencijado por los años, se metió en la cama y soñó con la juventud perdida, con los años desperdiciados en aquel matrimonio infame y mientras se dormía, San Valentín revoloteaba por la casa esgrimiendo en sus labios una sonrisa cínica.







  
   

viernes, 8 de febrero de 2019

LA GIGANTA








      Vivía tan lejos de la tierra que la giganta solo aspiraba a  conversar con las aves que la rodeaban y que pasaban tan cerca de ella que a veces acariciaban su cara con las alas. Apenas alcanzaba a ver a los pequeños seres que bullían a lo lejos, sobre un suelo lejano y resquebrajado por el arado, que, tirado por bueyes o por mulas, prometía el alimento de éstos. A veces, en aquellos crudos inviernos, cuando el frío amorataba su rostro y sus manos apenas respondían, la giganta buscaba el calor del sol pidiendo a las nubes que se alejaran y dejaran por un momento que, como un lengüetazo, el astro rey recorriera por entero su cuerpo, de tan gran envergadura, que tardaba varios días en conseguir el calor anhelado. Por el contrario, en aquellos ardientes veranos, la giganta, lamentablemente, no podía guarecerse del calor bajo las ramas de frondosas de algún árbol o bajo el techo de alguna casa misericordiosa. Y mientras se asfixiaba por el agobiante calor, no le quedaba más remedio que hacer llorar al cielo, contando viejas y tristes historias que arremolinaban en torno a ella las nubes y que ante las tragedias relatadas, no podían dejar de esparcir sus lágrimas, que caían sobre la giganta y refrescaban su rostro, sus manos y el resto de su enorme cuerpo. A veces, se sentía tan sola que ni las aves que la rodeaban podían consolarla. Ni sus vuelos ni sus dulces cantos podían aliviar su soledad, que a veces era mayor que su cuerpo. En la lejanía de las alturas contemplaba la vida de aquellos menudos seres que trajinaban de un lado para otro y que se daban mutua compañía y se abstraía pensando en cómo sería su vida si pudiera compartirla con ellos. A veces, la giganta, presa de la tristeza, dejaba escapar montones de lágrimas que inundaban los sembrados de los agricultores y que involuntariamente anegaban la esperanza que tenían de poder alimentarse en el invierno. Cuando aquellos hombres descubrieron la causa de las inundaciones, lejos de asustarse y atenazados por la ira, gritaron e insultaron a la giganta exigiéndole que ser marchara. Antes de irse, la giganta rogó e imploró que la ayudaran de algún modo, que no fue su intención inundar sus campos y que se sentía sola y triste. Desoyendo sus ruegos, los hombres la amenazaron de muerte y le volvieron a ordenar que se marchase y que no regresara jamás. La giganta comprobó entonces la dureza de aquellas almas, y supo que lo único que podía salvarla era encontrar un corazón bueno. Y dando media vuelta empezó a caminar alejándose de aquellas tierras, y cruzando las montañas que rodeaban al valle y sin perder la esperanza, inició su búsqueda, acompañada por los trinos de las aves que la arrullaban y bebían de sus ojos, los restos de las lágrimas que aún resbalaban por sus mejillas.

      La autora de la pintura que ilustra y ha dado origen a este relato es la extraña y fascinante  pintora Leonora Carrington, que plasma en su obra un universo distinto y que pone su fantasía a disposición de quienes quieran poner en marcha su imaginación.