domingo, 25 de julio de 2021

"DUKE" MORRISON

 




      Mientras recorría en busca de sí mismo todos los desiertos habidos y por haber de Arizona, John Wayne se levantaba y se reencontraba cada día con el actor, y, lentamente, tomaba un café oscuro y amargo, sin azúcar, antes de rodearse de la gente con la que compartía la película. Otro día más debía sacar de su interior la integridad y la dureza que le pedía el personaje, a la vez que ese golpe de efecto que solo él sabía imprimirle, que lo humanizaba y que lo inclinaba en la balanza del bien y del mal y que, como casi siempre, esa inclinación era hacia el bien. Aquella mañana, fue su amigo John Ford el que debía guiarle en su nueva aventura, y tras la claqueta, el actor, cowboy eterno, erguido sobre su caballo, se puso en marcha. El cielo era tan azul que la luz de su claridad casi cegaba, aunque algunas nubecillas lo atravesaban a veces sin convencimiento, y bajo él, y a las órdenes de su viejo amigo, Marion Robert Morrison se sentía un rey, con su su pañuelo al cuello, su chaleco de cuero y sus tejanos, aunque a él en realidad, lo que le gustaba era que le llamaran "Duke", como era conocido durante su infancia y juventud. El plató estaba instalado en una llanura donde el sol caía con verticalidad y alevosía, pero "el duque", acostumbrado a la dureza e inclemencias del tiempo, hacía caso omiso al calor, y animaba a sus compañeros, que, al borde del desvanecimiento, soportaban a duras penas los efectos de aquel endemoniado clima: actores y actrices, una vez terminaban su intervención en cada secuencia que se rodaba, se refugiaban bajo unos tristes toldos y se untaban el rostro con cremas que mitigaban el sufrimiento de la piel, que ardía roja, quemada de manera impía por el sol. Aunque parezca mentira, a John Wayne, lo que realmente le refrescaba era el alcohol y eso mismo ocurría con el director de la película, así que, ambos, entre toma y toma, paladeaban unos chupitos de whisky irlandés que Ford llevaba siempre consigo. Al acabar la jornada, el director la había terminado entre broncas y peleas con actores y miembros del equipo técnico, dado los efectos que provocaban los tragos en su ya áspero carácter. El "Duque", abotargado por el alcohol, se limitaba a callar o a largar algún discurso político caracterizado por su potente carga reaccionaria. Sin embargo, a la mañana siguiente, volvía a la interpretación del héroe de turno de la mano de un John Ford amargo y resacoso con el que muy pocas veces discutía. La relación entre actor y director estaba marcada por tantos puntos en común (bebida, dicen que tendencias políticas...) como  por algunas divergencias casi insalvables, pues Ford no consideraba a Wayne un buen actor, aunque creía que para los personajes que normalmente interpretaba, su personalidad y apariencia física eran las apropiadas. Desde "La diligencia" (1939) habían trabajado juntos en muchas ocasiones legando un buen puñado de películas como "Fort Apache" (1948), "Río Grande" (1950) o "El hombre tranquilo" (1952). Ahora se encontraban en pleno rodaje de "Centauros del desierto" (1956). Por su parte "Duke" Morrison era un hombre práctico y lo único que pensaba de sí mismo como actor es que la única manera de interpretar los personajes que le encargaban era tal y como él lo hacía, dotándolos de sinceridad y de un rígido sentido del honor. Quizá no estuviera equivocado.

      El valle de arena se extendía ante los ojos de técnicos y actores como un enemigo con el que había que lidiar y aquella mañana se disponían a rodar la secuencia donde Ethan Daniels (John Wayne), el hombre sin patria, el perdedor, el extraviado racista, rescataba de los comanches a su sobrina Debbie, secuestrada cinco años atrás, después de asesinar a toda la familia. Natalie Wood la interpretó, dando vida a la hermosa adolescente ya integrada a la vida y costumbres de los comanches, pero que nunca olvidó a su familia. Hubo entendimiento entre los dos actores, y la secuencia resultó especialmente emotiva. Rechazada en un principio por Ethan, pues la joven no quiere volver a casa, finalmente le puede el corazón y en esa secuencia maravillosa, cercana al final de la película, John Ford consiguió emocionar una vez más (el film es un continuo crepitar de emociones) cuando Ethan acorrala a su sobrina, tan asustada e indefensa (fantástica Natalie Wood), la coge en volandas elevándola hasta donde alcanzan sus poderosos brazos, la mira con amor dejándola suavemente en el suelo: "Bienvenida a casa", parece decirle con este gesto, que resume la grandeza de la película, la grandeza de John Ford y la del propio Wayne, que está maravilloso.

"¡Corten!", gritó la voz aguardentosa de Ford, y todos los actores y técnicos allí reunidos, no pudieron hacer otra cosa que aplaudir.

      La tarde transcurría tranquila y un aire de tristeza atravesaba el set de rodaje. Quedaban dos días más y se daría por concluido. Ford y "Duke" se sentían cansados y orgullosos mientras el primero sacaba de su maletín su enésima botella de whisky, y así, sentados en sus sillas de rodaje personalizadas con sus respectivos nombres, y mirando el rojizo atardecer, iban apurando hasta la última gota, mientras el sol, apaciguado, les decía adiós y el viento recién despertado, les saludaba con timidez. John Wayne se levantó y se quitó el sombrero y cogiendo de nuevo el vaso de whisky, se volvió a sentar como lo haría un hombre tranquilo junto a Ford, su fiel compañero de batallas.







miércoles, 14 de julio de 2021

FINAL DE VIAJE

 



      

      "La última vez que la vi, se despidió de mí desde su descapotable blanco con una sonrisa abierta y dulce, y con la alegría de quien desea iniciar una nueva vida. Se había comprado por fin una casa en Los Ángeles y quería establecerse, echar raíces en el mundo. Su vida había sido hasta entonces un ajetreo constante: su infancia, repartida entre orfanatos y casas de acogida había transcurrido sin padre ni madre, sin esa base fundamental de seguridad que se les proporciona a los seres humanos para saber cómo afrontar la vida. Pero ella le hizo frente a dentelladas. Sus matrimonios habían sido lacónicas experiencias que no supieron darle la estabilidad que perseguía. Jim Dougherty, su primer marido, fue un clavo ardiendo, una vía de escape ante la oscilación de hogares desconocidos, donde unas veces la querían y otras no. Tenía entonces 16 años y era apenas una niña. Con Joe di Maggio, la gran estrella de béisbol, vivió un matrimonio a veces feliz, pero otras veces, (las más) empañado por las tempestuosas borrascas de los celos de él, que estallaban sin control y en cualquier circunstancia. Por último, con Arthur Miller, el gran intelectual, vivió un infierno donde a menudo se sentía subvalorada y utilizada por él, a la vez que, hipócritamente, sobrevivía como escritor apoyándose en la inmensidad de su fama. Más de una vez le sacó las castañas del fuego a este hombre, que pese a su talento, nunca dejó de sentirse amenazado por el de ella. Ahora, todo parecía haber cambiado pues se sentía más independiente que nunca, habiendo decidido conformar su hogar definitivo en soledad, pero en total libertad. Para ello, me contó que se marchaba a México a comprar los muebles y enseres necesarios para decorar su casa. Si había alguna ilusión en ella, era plantarse de una vez y sentirse segura y eso, según su pensamiento, solo lo conseguiría adquiriendo una casa en propiedad a la que regresar cada noche a refugiarse del barullo que producía en el mundo su inagotable tintineo de estrella.

No volví a verla más. Me enteré por la prensa del revuelo que había ocasionado su visita a México, donde recibió una acogida extraordinaria y de su interés por el arte y por la cinematografía mexicana, llegando a visitar el plató donde rodaba el director español Luis Buñuel la película "El ángel exterminador". Su presencia fue una conmoción para todos los que allí se encontraban y Buñuel estuvo encantado de recibirla y contarle secretos de rodaje del film, mostrándose ella en todo momento muy interesada. 

      Era el mes de julio cuando recibí su última llamada, en la que me contaba que iba a realizar una sesión fotográfica en la playa de Malibú con George Barris, un fotógrafo de talento que había conocido en el año 1955, durante el rodaje de "La tentación vive arriba". En nuestra conversación, dejó entrever que se sentía ilusionada con este proyecto que la hacía retornar a su época de modelo, a la vez que me comentó que aún no había terminado de amueblar su hogar, pues los muebles encargados en México, estaban aún por llegar. Me dio un beso por teléfono y se despidió.

      La mañana del día 5 de agosto, la radio daba la noticia de que Marilyn Monroe había sido hallada muerta en su domicilio. Me dio un vuelco el corazón y mi primera reacción fue de incredulidad. Rápidamente llamé a Pat Newcomb, su representante, pero no me cogía el teléfono. Me vestí y salí a toda prisa a la calle dirigiéndome a su casa, en el 12305 Fith Helena Drive, en Brentwood, y entre sirenas de policías y de ambulancias, comprobé que era cierto. Marilyn, la estrella más querida y deseada había fallecido, había llegado al final de su viaje, un final terriblemente inesperado para todos, incluso para ella misma. A la entrada de su casa, en la misma puerta, hizo poner una inscripción sobre cuatro baldosas: "Cursum perficio",cuya traducción viene a decir "El final del camino", pensando en ese deseo de dejar de ser una nómada y de sentir que pertenecía a algún lugar. Sin embargo, ella no hizo otra cosa que continuar en un viaje en ascensión hacia las estrellas, en un periplo en el que estableció en la eternidad su auténtico hogar.

      Hoy, yo, su amigo desconocido, a mis casi noventa años, la recuerdo con la misma intensidad y cariño y a veces, me parece verla cruzar de madrugada en el silencio de mi habitación con un vestido de blancas transparencias, entonces, se para un momento frente a mí, me mira sonriente y después se marcha despacio entre las brumas que, implacables, invaden mis recuerdos."

    

      La fotografía que ilustra este texto es del mencionado George Barris, en una de las últimas sesiones fotográficas de la actriz.