viernes, 30 de agosto de 2019

ME QUIERO IR CONTIGO









      No estoy loco, aunque después de lo que voy a narrar muchos de vosotros lo penséis. Al menos no estoy loco de atar. Tengo, eso si, la poca cordura que puede tener cualquier persona que viva en este siglo XXI, una época demoledora para cualquier tipo de estabilidad, incluida la emocional. Pero estoy en mis cabales, aunque seguramente no daréis la credibilidad suficiente a esta afirmación cuando empiece a contar lo que me sucedió no hace mucho tiempo, el pasado otoño, sin ir más lejos.
      Salí de casa a eso de las ocho y media de la mañana y puse rumbo a un mercadillo de antigüedades que se celebra cada dos domingos en mi ciudad. Adoro los objetos con historia y quería además comprar algo especial para el aniversario de boda de unos amigos. La mañana se abría con algún nublado y con un vientecillo frío que denotaba la caída de las hojas, algunas de las cuales, revoloteaban a mi paso mientras me dirigía a mi destino. Estaba algo lejos de casa, pero decidí ir andando. Antes de llegar, me tomé un café bien caliente y cargado en un bar cercano a la plaza para después sumergirme en una de aquellas calles que conformaban el mercadillo. Era la calle más larga y ancha, pero al llegar a la mitad, torcí a mano izquierda y di una vuelta por la calle de los libros, algo inevitable en mí, ya que en esa calle había conseguido ejemplares únicos que conservaba como oro en paño en mi biblioteca. Ni me di cuenta de que ella me miraba cuando pregunté al vendedor el precio de una edición de un libro de Dickens que, aunque no era muy antigua, era original y extraña, con unos dibujos que llamaron mi atención. Imbuido como estaba en el libro, seguía sin apreciar que alguien me estudiaba, me observaba desde una posición de privilegio, frente a mí, encima de una silla de enea. Alcé la vista y por fin, mis ojos chocaron con los suyos. Era una vieja pintura que representaba a una joven, casi una niña, de pelo castaño y ojos acerados, vestida con un humilde vestido de tonalidades grises como sus ojos. La pintura estaba mal conservada, sin embargo, era lo de menos. Lo cierto es que llamó poderosamente mi atención, tanto por su buena factura como por la chica retratada, tanto es así, que pregunté por el precio del cuadro. El dependiente me dijo que me lo dejaba en veinticuatro euros. Mientras charlaba con aquel hombre, del cual, me daba la impresión de que quería venderlo a toda costa puesto que incluso llegó a insinuar alguna posible rebaja, oí que alguien me decía: "Cómprame". En esos momentos alcé la vista y la volví a ver, y volví a escuchar su voz: "Cómprame". Entonces mis manos comenzaron a temblar junto con todo mi cuerpo y sin pensar más, me alejé de allí en un estado de turbación que nunca había sentido, en busca del regalo que iba a hacer a mis amigos.
      Tras más de dos horas de búsqueda y no encontrar nada que mereciera la pena, regresé a la calle de los libros, pues no se me iba de la cabeza aquel cuadro, que ejercía sobre mi una cierta fascinación a la vez que inquietud. Cuando me encontraba a unos pasos de él volví a escuchar aquella voz: "¡Cómprame!" y de nuevo mis ojos volvieron a posarse sobre los de la muchacha representada en el cuadro, faltando muy poco para que huyera de allí, pero lejos de hacerlo, volví a preguntar al vendedor el precio del cuadro y sin más dilación, lo pagué y envuelto en una bolsa de papel, me lo llevé a casa.
      De camino al hogar, a ratos me arrepentía de haberlo comprado, pues aparte de su mal estado de conservación, sentía dentro de mí algo inexplicable, como una especie de nerviosismo que me erizaba el vello y que me hacía tiritar sin que por ello mis deseos no fueran otros que quedármelo. Ella me lo había pedido desde aquella silla de enea, ella quería venir conmigo y yo estaba dispuesto a darle cobijo en alguna habitación de la casa donde vivía. Así las cosas, llegué a casa bastante tarde y después de comer, estuve examinando el cuadro, cuya técnica era excelente. Era un retrato que impactaba desde el mismo momento que aquel rostro parecía que desde el destrozado lienzo quisiera hacerte una exhaustiva radiografía emocional, mientras tú te hundías sin más en la tristeza enfermiza que proyectaban sus ojos. Eso me acojonaba, junto con las preguntas que me hacía sobre aquella muchacha. Quién pudo ser o cómo vivió y dónde, cómo murió... en fin, toda una serie de inquietudes que no hicieron sino acrecentar en mí el desasosiego.
      Toda la tarde estuve intranquilo y ni siquiera salí a tomar café, como solía hacer casi todos los días. Empezaba a obsesionarme con el cuadro y con aquella chica que representaba. Lo cogí de nuevo y sentí como un escalofrío, pues me pareció ver en su mirada fija un hálito de vida. Asustado, lo coloqué sobre un escritorio desde el cual, ella controlaba toda la habitación donde me encontraba, incluido a mí mismo. No pude más y le di la vuelta y aquellos ojos que tantos misterios encerraban, quedaron contra la pared.
      La noche no tardó en llegar y tras una cena frugal compuesta de un vaso de leche y algo de fruta, me fui definitivamente a la cama con el espíritu alterado en cierta medida, algo casi imposible en mí, pues soy una persona pragmática y realista, capaz de afrontar cualquier problema por grave que sea sin perder la tranquilidad. Sin embargo, me costaba dormir y sobre las doce y media me levanté y me tomé una infusión a base de hierbaluisa y de valeriana con el fin de relajarme y poder abrazar el sueño. Pasé por delante del escritorio y me pareció ver que el cuadro no estaba tal y como lo dejé sino que parecía estar algo más inclinado. No hice caso y volví a la cama, arrebujándome entre las sábanas cuando al poco tiempo de haber cerrado los ojos, escuché un ruido extraño, como si algo o alguien se arrastrara por el suelo. Reaccioné con mi pragmatismo habitual y traté de no sacar las cosas de quicio, de hecho, volví a apoyar la cabeza sobre la almohada e intenté conciliar el sueño, pero no fue posible, porque en ese momento, noté que alguien me tocaba y como un leve peso caía sobre mi cuerpo cubierto por la sábana. Automáticamente encendí la luz, pero allí no había nadie, solo yo y el miedo que me atenazó hasta casi hacerme gritar y que inundó por completo mi habitación.
      Dormí mal, pues el sueño no llegó hasta pasadas las cinco de la madrugada y cuando desperté, la luz del día había puesto color a la negrura de la noche y desmadejado y lleno de cansancio, me dirigí a la cocina dispuesto a tomar un café bien cargado. Me apalanqué en la silla y comencé a saborearlo pensando en lo que me había sucedido y si había sido más sueño que realidad. Mi cabeza me decía que no podía ser otra cosa que un mal sueño, pero mi corazón, que esa mañana latía más rápido de lo normal, me transmitía a borbotones que lo ocurrido había sido tan real como el humeante café que me acababa de tomar. Me levanté y me dirigí de nuevo al escritorio donde se encontraba el cuadro y pude comprobar que el retrato ya no estaba de cara a la pared como lo dejé, y vi de nuevo a la muchacha y ella me vio a mí, y temblando, cogí el cuadro y lo guardé dentro de la bolsa de papel donde lo había traído, con el fin de deshacerme de él, sin embargo, lo más que pude hacer fue bajarlo al sótano y dejarlo allí entre baúles y trastos viejos, pero desde entonces sé que allí hay alguien cuyo deseo fue siempre estar conmigo y que, tras años de búsqueda, había encontrado en mi casa, por fin, su lugar en el mundo.


     
 Este relato lo quiero dedicar con todo mi respeto y admiración  a Antonio Iniesta, el autor del cuadro que lo ilustra, un pintor extraordinario que no tuvo la relevancia que merecía. Se podría definir como un pintor de culto, que llegó a realizar más de cinco mil obras que hoy permanecen desperdigadas por el mundo. Era manchego, de Manzanares, concretamente, y en su obra plasmó con extrema sensibilidad los colores de su tierra y en sus retratos, la capacidad de no dejar indiferente al que los ve, de removernos dentro de nuestra piel haciéndonos partícipes de su juego, que no era otro que mostrarnos su enorme talento, sin querer ir más allá de la gloria que le provocaban su satisfacción personal y su fidelidad a sí mismo.









miércoles, 21 de agosto de 2019

EL FANTASMA DE LA LUZ AMARILLA





 


     Detuvo el coche en aquella inmensidad y al bajarse, dejó que las gotas de lluvia que caían aquella madrugada depositaran en su rostro una caricia de sinigual frescura, que le hizo acabar con la somnolencia que lo acompañaba en los últimos kilómetros. La carretera se abría ante él oscura y desafiante y después de andar unos pasos, decidió volver al coche. Al girarse, vio una luz a lo lejos, amarilla y extraña. La podía ver a su derecha cerca de la carretera y se movía entre la oscuridad profunda de los árboles que, en aquella noche sin luna, sus sombras conformaban figuras siniestras y sus  ramas destartaladas se transfiguraban en brazos y manos que con el viento crujían con un eco que a veces se asemejaba al llanto desconsolado de un hombre. La luz iba y venía entre las ramas temblorosas mientras los ojos de Joe se abrían intentando captar aquello que comenzaba a asustarle. De repente, se detuvo la lluvia y hubo unos minutos de implacable silencio. La luna ausente hizo acto de presencia procurando algo de luz a aquellos parajes, y entonces le pareció atisbar una presencia cuyo halo amarillo lo deslumbraba casi por completo. Se encontraba a unos veinte metros del coche y permanecía hierática y vertical y su tamaño exagerado provocó el pánico en Joe. Apenas se dilucidaba su rostro, envuelto en unas barbas negras que caían hasta su cintura y sus ojos tenían el brillo y la agudeza de la punta de un cuchillo y entre sus manos nerviosas portaba un corazón humeante y aún latente, como si hubiera sido extraído en aquel mismo momento del cuerpo de algún animal, o lo que es peor, de alguna persona. Su ropaje era una túnica que lo cubría hasta los pies llegando a arrastrarle. A continuación, aquel ser extraño se dejó oír con una voz pastosa y hueca, que de forma lenta y grave pronunciaba su nombre: "Joe". Pero Joe no lo escuchaba, había gritado hasta perder el conocimiento y cuando despertó se encontraba en la cama de una de las habitaciones que formaban parte de una hospedería regentada por monjes. Llevaba más de tres días delirando y su cuidador, de pelo y larga barba negra, vestido con un hábito oscuro lo estaba preparando con mimo. No podía moverse, pues sus manos y sus pies estaban atados fuertemente a los barrotes de la cama, encontrándose desnudo de cintura para arriba, y sobre su corazón, había otro corazón dibujado. Se le heló la sangre cuando escuchó al otro lado de la habitación unos chasquidos metálicos y vio al monje de larga barba y negras vestiduras que, con gran parsimonia, afilaba unos cuchillos, mientras una luz intensamente amarilla invadía aquella estancia maldita. Después el monje cortó en seco los gritos de Joe, que despertó sudoroso y al borde de un colapso nervioso en el área de descanso de la carretera, donde había parado a comer algo para reponer fuerzas y donde se había quedado dormido. Eran ya más de las doce de la noche y solo lo alumbraban las potentes luces amarillas de la gasolinera que había enfrente. Tras beber de un trago una botella de agua que llevaba, Joe se marchó de allí a tal velocidad que las ruedas de su coche echaban humo y no paró hasta llegar a su destino, un pequeño pueblo al sur de Wyoming donde hacía ya rato que lo esperaban.









    

sábado, 10 de agosto de 2019

LOS FANTASMAS DE LA ESTACION SUR









      La estación en el mes de agosto estaba desolada. El calor se cernía sobre aquella ciudad de Andalucía de una forma desaforada. Eran las cuatro y media de la tarde y no había apenas gente en aquel espacio donde siempre solía existir el bullicio rutinario del vaivén de los pasajeros. Era un domingo de agosto más cruel y solitario de lo habitual donde solo había dos familias con sus respectivos hijos en la pequeña cafetería donde el viajero se encontraba. Ni siquiera el café con hielo podía mitigar un poco el exasperante calor que soportaba y su paciencia estaba empezando a colmarse tras soportar durante más de un cuarto de hora los gritos y las carreras de los niños. Los padres, lejos de controlarlos, los dejaban ir y venir a su antojo y en consecuencia, un helado de chocolate y vainilla fue a parar al pantalón del viajero, que no pudo evitar enfadarse y alzar la voz. Una de las madres se disculpaba débilmente mientras trataba en vano de frenar a aquellos pequeños seres hiperactivos que recorrían una y otra vez la cafetería. La camarera, con una mirada cómplice, dio la razón al viajero que seguía, después de limpiarse el helado, degustando su café. Las familias abandonaban la cafetería mientras el joven apuraba la bebida y la camarera se apoyaba con desgana en la barra. Salió del lugar, donde por cierto, el aire acondicionado parecía estar racionado y, limpiándose el sudor comenzó a caminar.
      Ahora no había nadie absolutamente en la estación. Las tiendas de recuerdos abiertas parecían abandonadas a su suerte y las taquillas ,que no estaban cerradas, se encontraban vacías, sin nadie que las atendiera. El viajero se quedó absorto con la ausencia de gente, con aquel silencio extraño solo roto por el chirriar de alguna puerta o por algún golpe, se sentó inquieto a la espera de su autobús, que llegaría sobre las seis y media. La Estación Sur era grande y desangelada, muy impersonal, diseñada y pintada en un tono gris que la oscurecía y le daba un toque de desaliento que transmitía directamente al joven de veintiocho años, que se mostraba algo nervioso recorriéndola de una punta a otra.
      Afuera, el sol seguía demostrando su fuerza y su impiedad achicharrándolo todo. Las plantas se agachaban frente a su poder y los árboles veían como sus hojas se arrugaban ante los envites del astro, que no calmaba su intensidad. Mientras tanto, el muchacho acabó por sentarse un minuto sobre uno de los bancos situados a la sombra y se puso a mirar su correo electrónico a través del móvil. De repente, al alzar la vista, vio a una mujer vestida de negro con un niño de la mano que, con una expresión de angustia, recorría la estación portando una fotografía, escudriñando cada rincón, preguntando en voz alta: "¿La habéis visto, alguien la ha visto?". El joven pasajero se levantó y se dirigió a la mujer que se había parado en el centro de la estación. Su figura alta y delgada era acentuada por el vestido negro de corte clásico que llevaba y que estilizaba aún más su figura. Sus zapatos, de tacón bajo, y su bolso, más parecían de los años cuarenta o cincuenta que del 2019. Y el niño que, debía de ser su hijo, parecía tener como unos nueve años y se aferraba de la mano de su madre con fuerza. Cuando el viajero llegó hasta donde se encontraba la mujer, esta había desaparecido. Aquello estaba desierto, pero en el suelo había una foto en blanco y negro de una muchacha de unos dieciséis años y en el aire, un olor a finas rosas que se filtraba en el caluroso ambiente y que dejó en su alma el sentimiento del miedo.
      Con la foto en la mano, salió de nuevo y volvió a sentarse, no sin antes sacar de una máquina una botella de agua fría que bebió de un trago sin pensarlo. Nervioso miró la fotografía y pudo comprobar la dulzura de unos ojos serenos y grandes, los más bonitos que jamás vio. Luego miró el reloj y así supo que aún faltaba media hora para las seis. Curiosamente,  en más de una hora no había llegado ningún autobús y los que allí había estaban cerrados a cal y canto, sin conductor, sin pasajeros y a la espera, una espera que al viajero le parecía eterna y desesperante.
      Eran ya las seis y diez cuando al otro lado de la parada, enfrente de donde él se encontraba, pudo ver de nuevo al niño, esta vez solo, que, llorando, buscaba desconsolado a su madre repitiendo sin cesar  un nombre: Matilde. El joven se levantó inquieto y vio como la figura del niño se dirigía hacia el andén número ocho al oír una voz de mujer que lo llamaba y no dio crédito cuando lo vio subir por unas escalerillas imaginarias y desparecer. En el andén número ocho no había autobús, ni nada y el silencio era sepulcral en la estación.
      La fotografía de aquella joven había turbado al muchacho de tal modo que a su memoria venía la voz de aquella mujer, que según él pensó, debía de ser su madre, "¿la habéis visto?, ¿alguien la ha visto?", y un escalofrío recorrió su espinazo y, desanimado, se sentó sobre su maleta.
      Eran las seis y media cuando llegó el autobús que lo llevaría a su destino. Solo venían dos pasajeros, el conductor y una muchacha. El conductor le indicó donde debía colocar la maleta y sin más, la puso en el lado izquierdo del autobús, en un maletero totalmente vacío. Al levantar la cabeza se topó con la chica que había descendido ya del autobús y tembló de pies a cabeza cuando comprobó el parecido que tenía con la de la foto. Eran los mismos ojos los que le miraban con una mezcla de compasión y de ternura que lo desbarató y tartamudeando apenas acertó a decir: "¿Quién eres?". Ella no dijo nada y metiendo la mano en el bolsillo de la camisa del muchacho, sacó la fotografía que este había recogido del suelo y le contestó: "Soy Matilde, y vengo a reencontrarme con mi madre y mi hermano pequeño. Después de tantos años de ausencia, deseo verlos y quedarme con ellos". Y dicho esto, volvió a colocar la fotografía en el bolsillo del joven y lentamente comenzó a alejarse de los andenes hasta que su figura se difuminó a través de los emborronados cristales de las puertas, que permanecían entreabiertas como si fueran a recibir a los fantasmas de un pasado algo lejano, que todavía pululaban por allí.
      El conductor animó al joven a subir al autobús y cuando éste le preguntó por la muchacha le respondió que con él no había venido nadie y que él sería el primer viajero del día. "No puede ser, ¡yo he visto como una chica bajaba del bus hace unos minutos! mire, aquí tiene la foto, esta es la chica!", pero cuando se llevó la mano al bolsillo para mostrarle la foto, allí no había nada. Subió desconcertado al autocar y cuando el altavoz anunciaba que su autobús partía, aún resonaban en su cabeza las preguntas de aquella mujer de negro: "¿La habéis visto?, ¿alguien la ha visto?" y volvió a ver los ojos de Matilde, la joven de la foto, tan intensamente dulces y extraños que se quedarían ya instalados en su memoria para siempre, al igual que el viaje que ahora mismo iba a emprender desde la Estación Sur.
      Un día del año 1951, Matilde debía llegar a la ciudad para asistir al funeral de su madre y de su hermano de nueve años, pero nunca llegó, pues fue secuestrada arrebatándole la vida el mismo día que iba a tomar el autobús. Nunca pudieron despedirse, pero en el más allá, anduvieron buscándose sin tregua, hasta que un domingo de verano del año 2019, Matilde llegó por fin a su destino y por fin pudo abrazar a su madre y a su hermano, que desde entonces la estaban buscando. Así, mientras partía su autobús, el joven viajero pudo ver, estremecido, junto a la puerta de salida a los tres fundirse en un abrazo. Matilde estaba ya en casa.










viernes, 2 de agosto de 2019

EL FANTASMA DE LA NIETA DEL CACIQUE









      Las hojas de los árboles conocían todo lo que allí estaba pasando y por las noches, cuando todo callaba y el silencio se propagaba por el pueblo, tiritaban al compás de la brisa y a veces bailaban, pero al son de una música triste y doliente que sorteaba los muros y se filtraba por entre las piedras de los hogares, cuyos moradores, se distraían leyendo (los que sabían) o jugando a las cartas, tratando con ello de esquivar al miedo. La música sonaba quejumbrosa y provenía de las montañas. Todos decían que surgía de la hacienda de Emiliano Sampedro, el cacique del lugar y que manaba de las manos de su nieta Virginia, fallecida de una enfermedad pulmonar con tan solo siete años hacía más de dos décadas. Era el mismo piano desafinado el que destilaba sus notas en forma de salves y música religiosa, escuchándose los mismos dejes cuando sonaba alguna vez una pieza de Schubert.
      Algún vecino dijo que la había visto, con sus dos trenzas rubias, con sus ojos pequeños y vivaces, con las señales del sufrimiento en su rostro cuando al anochecer bajaba del monte y pasaba muy cerca de las ruinas de la casa. Elisa, antigua sirvienta de la finca, sufría pesadillas y su ánimo estaba destruido. A veces, escuchaba la tos y los quejidos de la niña cuando se encontraba a solas en su casa y azotada por el miedo, salía entre temblores dirigiéndose al centro del pueblo, donde calmaba sus nervios bebiendo agua de la fuente del abrevadero, tan helada que sus gotas eran como cristales pequeños que desgarraban su garganta y que, no sabía bien por qué, le ayudaban a olvidar. Después refrescaba su rostro y regresaba a su hogar, donde esperaba no sin inquietud la próxima visita.
      Nadie se atrevía a pronunciar la palabra "fantasma", pero todos la llevaban en la cabeza y en el corazón. Mientras, los días pasaban tortuosos para los vecinos, que se habían vuelto introvertidos y tristes, encerrados en sí mismos y en sus casas y las noches se cargaban de melancolía y pese a la cercanía del verano, eran frías y desangeladas. No había luz en el pueblo cuando las notas musicales lo invadían de norte a sur y los colores de la primavera se marchitaban a su paso.
      Se acercaba la Semana Santa cuando Claudio, el tendero del pueblo, junto con su hijo Samuel volvían de una tarde de caza, cargados de piezas con las que llenar la despensa. Cayó la noche sin avisar justo cuando pasaban por el cortijo en ruinas de Emiliano, y la música, que lo envolvía todo, de repente paró y entre las piedras, muy al fondo, se dejaron ver unas luces parecidas a las que producen las luciérnagas, que revoloteaban sin cesar sobre los hierbaceros nacidos en lo que un día fuera el salón de la casa. Las hojas de hierba se movían flexibles en aquellas oscuridades provocando sombras en las ruinosas paredes que conmovieron y asustaron al padre y al hijo. Se iban a marchar con rapidez cuando oyeron a sus espaldas un débil gemido seguido de una especie de tos. Después, el silencio más absoluto. Pero las luces de las luciérnagas seguían alumbrando un trozo de la sala, exactamente el centro de la misma. Cruzaron entre las piedras hipnotizados por aquella efervescencia y olvidando el miedo en algún rincón de su alma, se acercaron los dos. Al lado de un piano maltrecho había un ataúd blanco cubierto de ajadas violetas que dejaban un perfume tan dulce que llegaba a empalagar, saturando los pulmones de los dos hombres. Apenas podían respirar cuando llegaron al borde de la caja mortuoria y al mirar dentro vieron a una niña de cabello rubio envuelta en un sudario blanco, descalza y con un rosario de plata entre sus pálidas manos. De repente, abrió los ojos y en su lugar, dos pequeñas y agudas ascuas atravesaron hirientes los ojos de ambos. Se levantó del féretro lentamente, mientras el padre y el hijo se abrazaban atenazados por el pánico y caminando en volandas se sentó en la banqueta del piano y con sus dedos descarnados comenzó de nuevo la sintonía de los días tristes que marcaron las paredes de la casa, mientras Claudio y su hijo echaban a correr como alma que lleva el diablo, entre el blanco plateado de una luna, que esa noche, tardó en aparecer.