
La tarde se apaga fría y desapacible, dejándose caer enrarecida, ahogada por una neblina espesa y pegajosa que se extiende con rapidez mientras me dirijo a casa. Las hojas de los árboles crujen a mi paso y bailan nerviosas, como si tuvieran vida, movidas por una brisa hostil y destemplada que envuelve la calle, la cual se va estrechando mientras en mis oídos resuena una melodía extraña, provocada por el crujido de las ramas peladas de los árboles, que se funde con el aullido de algún perro o el graznido seco de algún pájaro perdido. La lluvia no se hace esperar y aprieto el paso. Al fondo, acabo de ver a un hombre enfundado en un abrigo largo de color gris, que ha cruzado la calle rápidamente, de una forma fantasmagórica y fugaz. Ahora soy yo el que la cruza con mi paso cansado y mi figura esbelta, aunque doblegada y dolorida. Ya es de noche y atravieso las oscuridades del parque escuchando el maullido cansado de un gato y la voz grave y trapajosa de Tom, el mendigo borracho que duerme en un banco, cerca del pequeño kiosko, envuelto en cartones, intentando calentar un cuerpo y un corazón derrotados. Continúo mi travesía y me paro frente a la fuente a encender un cigarrillos. La luz del mechero me hace descubrir unos ojos que me observan desde una zona oscura a la que la débil luz de la farola apenas llega. Tiemblo y a duras penas puedo encender el cigarro, pues he visto el brillo del odio en esos ojos, tan oscuros como crispados. Comienzo a caminar deprisa y a mis pasos los persiguen otros. Esta mañana se escapó un loco de un internado psiquiátrico, un maníaco que había acabado a cuchilladas con la vida de tres personas. Siento un escalofrío que recorre mi espinazo y que me hace temblar de la cabeza a los pies. No debo dejarme llevar por el pánico, sin embargo, mi corazón late acelerado como el motor de un coche. Sigo caminando y ya no escucho los pasos que me perseguían. Doy la última calada al cigarro y salgo del parque, la niebla continúa espesa y fría, vuelvo la cabeza y veo cerca de la puerta al hombre con el abrigo largo gris, cuchillo en mano, y a otro que se desploma sobre las baldosas frías y mojadas de la acera. Después, el hombre del abrigo gris se transforma en una sombra que se funde tras el tronco de un árbol. Echo a correr y ya no vuelvo la cabeza atrás. Son las diez de la noche y ya he llegado a casa. No me apetece cenar, solo dormir. Estoy muy cansado y muy lejos de mí mismo. Me refugio bajo las mantas y me doblego al cansancio y a la realidad que, una vez más, vence a los sueños. Escucho la lluvia y su runrún y me sumerjo en un sopor confuso e inquieto, atenazado por completo por la desazón y el miedo.
( Pasada la medianoche, un microrrelato que se debate entre lo real y lo irreal, en una tarde noche de invierno, donde las sombras son las auténticas protagonistas)