viernes, 10 de agosto de 2018

VIAJE A SANTA MÓNICA







Siempre me han gustado las estaciones de tren porque en ellas la vida fluye de manera organizada y anárquica al mismo tiempo y las emociones más diversas salen a flote en un marasmo de idas y venidas, de abrazos y de besos, de miradas perdidas y encontradas, de silencios rotos por el llanto o la risa. Así, en este goteo de sentimientos, las estaciones son testigos de la alegría de los reencuentros, de la tristeza de las despedidas, de manos que se estrechan, de labios que acarician la mejilla del otro, de lágrimas que se deslizan por esa misma mejilla, de amores lícitos y de amores prohibidos, de amistades entrañables y de acontecimientos que llegan a quitarte el sueño. El que voy a narrar me sucedió hace muchos años, en el otoño de 1964...
      Me dirigía de Nueva York a Santa Mónica con la intención de realizar un reportaje especial para una estrella cinematográfica muy en boga. Serían como las cuatro y media de la madrugada y mi tren, salía sobre las cinco y cuarto. Hacía frío y en aquella gran estación no había mucha gente y los espacios se abrían entre los viajeros como lagunas iluminadas por aquellos enormes focos que la dotaban de luz y de misterio. Precavido, había llegado con antelación a la terminal y tras encender un cigarrillo, me senté en uno de aquellos larguiruchos bancos desde donde la vi. Estaba de pie al fondo, llevaba un abrigo largo blanco y debajo una blusa gris con tonalidades que vistas desde donde yo me encontraba, azuleaban. Un pañuelo trataba de cubrir la oscuridad de su pelo que, sin embargo, escapaba rebelde a la obligada discreción que trataba de proporcionarle la susodicha prenda. Por último, los elegantes pantalones se adherían a sus piernas dejando entrever la esbeltez de las mismas, las cuales se movían inquietas sobre unos distinguidos tacones, que elevaban a aquella enigmática figura por encima de lo terrenal y que llamó poderosamente  mi atención. A mí, que a mis cincuenta y un años creía estar a vueltas de todo, un atisbo de inquietud y de emoción empezó a brotar en mi interior. Una sensación que no había sentido desde los treinta años, y que suscitaba en mí un interés especial por aquella mujer, que aburrida y quizás algo cansada, se recostaba contra la pared y bostezaba entre la sombra y la luz que habitaban en el rincón donde se hallaba. No pude más, me acerqué y torpemente le ofrecí un cigarrillo con el fin de iniciar una conversación. Me miró y lo rechazó, sustituyéndolo por un chicle que acababa de sacar de su pequeño bolso. No llevaba maquillaje y así mismo, desprendía la luminosidad de las estrellas. Me sonrió y me preguntó a donde me dirigía. "A Santa Mónica", respondí "¿y usted"?, pregunté. "yo también", me contestó. Me contó que se iba unos días a ver a su hermana, la cual vivía allí. "¿Y el equipaje?", pregunté, quizá de forma indiscreta. "Llevo en mí todo cuanto preciso, no necesito más". Y así subimos al tren que acababa de parar unos metros por delante de nosotros y en silencio ocupamos nuestros asientos, uno al lado del otro, y cuando su mano, casi sin querer rozó la mía comencé a temblar.
      Habíamos salido ya de Nueva York cuando ella volvió a dirigirse a mí. Comenzaba a amanecer y comentó lo hermosa que era la vida, que deberíamos nutrirnos de los colores y sensaciones que nos proporciona antes de que nos llegue la hora de partir. Yo solo contesté tímidamente: "Así es", y volvió el silencio durante unos minutos. Sonrió de una forma acogedora y dulce antes de preguntarme si tenía familia. Le dije que no, que era soltero, y que mis padres habían fallecido hacía unos años. Le pregunté a qué se dedicaba y ella contestó: "Formo parte del universo y del caos, de la oscuridad y de la luz, del todo y de la nada". Cuando miré dentro de la dulzura que emanaba de sus ojos, intenté desentrañar su misterio, más no me fue posible, porque era indescifrable. Sin embargo, mirar a aquella extraña mujer, me producía inquietud y paz al mismo tiempo, y una extrema fascinación. Le conté que era periodista y que había quedado en Santa Mónica con una gran estrella de cine para realizar un reportaje. Ella, sin parar de sonreír, me comentó que en una época había sido tan famosa como una de esas luminarias a las que iba a entrevistar y que su vida hasta alcanzar la luz, se había debatido en un mar de claridades y de sombras de las que fue prisionera durante mucho tiempo, pero que ahora era libre y se sentía tan liviana como la brisa de un atardecer de primavera. Liviana y transparente, y tan extraña como casi irreal, así la percibía yo mientras encendía mi enésimo cigarrillo y repasaba en mi libreta las preguntas que componían la entrevista que a mediodía habría de realizar a Richard Burton, el cual, acababa de finalizar el rodaje de "La noche de la Iguana", de John Huston y que había estrenado hacía unos meses "Becket, donde realizaba una gran interpretación. En esto estaba cuando su voz de miel me interrumpió para decirme que cuando era tan famosa, ella había dejado una entrevista pendiente entre las cuatro paredes que conformaban este mundo y que había vuelto para zanjarla. De pronto, algo en mi interior dio un vuelco y sentí como se me erizaba el vello y los nervios se me desataban sin control. La libreta cayó de mis manos al suelo al mismo tiempo que giré rápidamente la cabeza a mi izquierda, pero ya no había nadie a mi lado. Mientras trataba de hacerme de mí mismo, noté el roce de unos labios que depositaron un beso en mi pálida mejilla y que, lejos de asustarme provocaron en mi cierta calma y seguridad. Recogí la libreta y al mismo tiempo descubrí en el asiento de al lado un pañuelo y una peluca negra mientras que un sutil y apacible aroma a Chanel nº 5 comenzaba a fluir de aquel rincón, a la vez que se alejaba por el pasillo del tren, dejando en mi un sentimiento de satisfacción y a la vez de tristeza. La entrevista de la que aquella subyugante pasajera hablaba era una que yo había concertado para octubre de 1962 con una de las máximas estrellas femeninas del panorama cinematográfico: Marilyn Monroe, una entrevista que nunca pudo realizarse porque en el mes de agosto, el día cinco para ser exactos, aparecía muerta en su casa de Los Ángeles entre las más diversas especulaciones. Conmocionado, guardé la libreta en mi maletín. No necesitaba repasar más la entrevista a Richard Burton porque tenía la seguridad de que todo saldría bien. Me lo decía mi corazón que aún temblaba como una hoja ante el suceso acontecido, pero que se iba tranquilizando a medida que nos íbamos acercando a Santa Mónica. En mi memoria queda este hecho extraordinario, y he querido contarlo tal y como ocurrió. ¿Realidad o ficción? se preguntarán los amables lectores. Solo puedo decir que si fue un sueño, no pudo ser más real y que la realidad a veces llama más a engaño que los sueños, y en ese viaje a Santa Mónica, Marilyn me concedió su última entrevista.
      Me llamo Johnny Miller, soy periodista y siempre me han gustado las estaciones de tren...












8 comentarios:

  1. Marilyn y un encuentro en una estación de tren, quién no habría sucumbido a la tentación, enorme y exquisito y elegante, buen trabajo, saludos.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Luis por tu comentario a un relato que se me ocurrió como homenaje a Marilyn, pues el pasado 5 de agosto fue el aniversario de su desaparición. Se han escrito ríos de tinta sobre ella y yo quería aportar mi granito de arena desde el respeto, el cariño y la admiración. Saludos.

    ResponderEliminar
  3. En una estación pueden pasar tantas cosas, tantas como vagones,como películas que desfilan ante nuestros ojos como "Con faldas y a lo loco",me ha encantado que regrese al estilo cinematográfico de antes consagrandolo al relato de verano, muy acertado. Saludos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El cine nunca dejará de estar ligado a esta página, y los relatos, tanto unos como otros, tienen un toque cinematográfico. Muchas gracias por su comentario y por seguir este blog. Saludos.

      Eliminar
  4. Hoy he estado en una estación de tren, no era la tuya. Lejos, muy lejos, alcanzable solo desde la butaca del espectador, se puede caminar por los andenes, sentarse en los vagones, encontrarse con Marilyn, sentirse Miller mientras dura la lectura de este bellísimo relato. Todo esto es posible gracias a tu ingenio, a tu habilidad para transportarnos a cualquier película, a intuir como filmas la tuya propia resucitando estrellas en el firmamento de tu memoria. Gracias por estos secuencias de buen cine. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu genial comentario. Este cuento es un homenaje a Marilyn, cuyo espíritu aún ronda a las personas que la admiramos. Un hecho sorprendente dado que hace más de cincuenta años que desapareció y en este relato, el protagonista tuvo la suerte de compartir unas palabras con el espíritu del mito y disfrutar de su magnético encanto y carisma. Yo no desespero y cada vez que me encuentro en alguna estación, observo atentamente a mi alrededor, por si, como Johnny Miller, pudiera contemplar a lo lejos la figura evanescente de aquella actriz y compartir con ella un rato de emociones mientras conversamos a la espera del tren que nos lleve a nuestro destino, y decirle que con su trabajo, en este mundo dejó una huella imborrable, y que el que la conoce, no tiene más remedio que seguir sus pasos, cuyo camino lo marca un exquisito y eterno aroma a Chanel nº5. Un abrazo, Rosa y me alegro de que te haya gustado este cinematográfico relato.

      Eliminar
  5. Antonio Maldonado Muñoz12 de agosto de 2018, 12:20

    El tren, el cine y tus letras hacen una buena combinación. Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Antonio, me alegro de que te guste este relato con una Marilyn que regresa a este mundo para concluir una entrevista que dejó pendiente y para hacer feliz a uno de los mortales que, aunque en vida no pudo conocerla, tuvo la suerte de compartir unas palabras con su espíritu. Un fuerte abrazo.

      Eliminar