viernes, 12 de abril de 2019

EL AÑO ENTRANTE







  
   Iván acababa de estrenar su bicicleta con toda la ilusión que le confería su edad: tenía diez años y tantos sueños que no cabían en la pequeña casa que habitaba con su padre. (No hacía más de dos años que su madre había abandonado este mundo dejando una huella de dolor y ausencia en su marido y desamparando la infancia de Iván, que la recordaba cada día). Sonaban las campanas de la torre de la iglesia aquel atardecer  e Iván recorría las calles de su pueblo, rectas y espaciosas, que parecían no tener fin, en aquel juguete que parecía proponerle  los más fantásticos viajes. El niño, ensimismado en sus juegos, se alejó tanto que la noche cayó de improviso y la oscuridad de la misma solo era mitigada por el fulgor de la luna y de los millones de estrellas que la rodeaban. Pero Iván no se amedrentó, seguía y seguía en su bicicleta en aquel camino de azules y de blancos resplandores que le regalaban los astros, sin pensar en que era tan tarde que su padre, preocupado, andaba en su busca. El tiempo parecía no contar para él, sumido en su aventura, pero el cansancio poco a poco se iba haciendo dueño de su pequeño cuerpo y tras subir a duras penas una empinada cuesta, bajó de la bici y se puso a caminar. Acababa de nacer el año e Iván había recibido su regalo de reyes por anticipado culminando así el más ferviente de sus deseos. Siguió adelante y a mano izquierda se sumergió en un camino estrecho pero llano, cubierto por un bosquecillo cuyos árboles cruzaban sus ramajes en un abrazo protector mientras una pequeña brisa los movía levemente en un arrullo que parecía recordarle la voz dulce de su madre que lo llamaba. Volvió la cabeza y lleno de cansancio, el sueño comenzó a picarle y por primera vez en su viaje sintió inquietud. Subió de nuevo en su bici y tras unos minutos llegó hasta la puerta de la Ermita Vieja que parecía darle la bienvenida con sus arcos y su puerta, antigua y fuerte. Tras empujar con fuerza y pese a haber estado cerrada tanto tiempo, la puerta cedió y sin miedo penetró en aquel pequeño templo, que medio derruido, conformaba un mundo de misterios insondables para él. La ermita no tenía techo, salvo el de una pequeña habitación al lado del altar, y las estrellas se asomaban con descaro iluminando aquella estancia que se había convertido en un lejano país para el pequeño Iván. Hacía frío y se refugió en la parte techada de la ermita, donde había un banco de madera todavía de una pieza y muy cansado, se recostó. Pudo más el sueño que el frío y a los pocos minutos el pequeño se había dormido dejando a su libre albedrío la profusa fuerza e imaginación que contenían sus ensoñaciones, pobladas de juegos y de aventuras donde él era el único y exclusivo protagonista. Bueno, él, y su bicicleta.
      Soñó con el mar, que había conocido ese mismo verano y se vio recorriendo su inmensidad montado en la bici, abriéndose paso entre los corales y los líquenes y descorriendo las cortinas que conformaban las algas, tan verdes como los ojos de su madre. No bien hubo salido de las profundidades marinas, cuando se encontró en plena montaña, recorriendo con su bicicleta praderas inmensas cuajadas de hierba fresca humedecida por millones de gotas de rocío. Las flores se arremolinaban siguiendo la dirección que el viento les sugería expandiendo sus colores y olores y acompañando a Iván en su viaje. Paró a beber agua de un arroyuelo y en el espejo de la misma vio reflejada la figura de un viejo oso, único habitante de aquellas alturas, que lo acompañaba calmando su sed en aquellas cristalinas aguas, y que, amablemente le indicó el camino para llegar a alcanzar la sabiduría para enfrentarse a la vida. Después de atravesar el río, llegó a una cabaña abandonada donde aún quedaban resquicios de la vida que había hervido en su interior: unos utensilios de cocina, una mesa y un libro desvencijado colgando de un estante medio derruido. Cogió el viejo libro y tras hojearlo, solo había una página escrita en la que ponía: "Sigue la estela de tus sentimientos". De nuevo subió sobre la bicicleta y pedaleando alcanzó una velocidad inusitada y de repente las piedras del camino se convirtieron en estrellas que aplaudían a su alrededor. Iván ascendía en su pedaleo hasta atravesar las nubes, hasta que no muy lejos pudo divisar la figura grácil de una mujer a la que pronto reconoció. "¡Iván!", escuchó. Y tras sentir un beso que se posaba en sus mejillas y las caricias que hacía ya dos años que no sentía, el niño abrió los ojos.
      El frío puso gotitas de escarcha sobre el cuerpo del pequeño Iván y su abrigo azul marino se convirtió en azul celeste y sus mejillas adquirieron el color de la grana. Se despertó y comprendió que había regresado de su viaje. A lo lejos escuchó la voz de su padre que angustiado lo llamaba y presto, salió de la vieja ermita y se precipitó por aquel camino cuyas piedras cubiertas de escarcha iluminaban la dirección que debía seguir. Corrió hacia su progenitor y rápidamente encontró el cálido abrigo de sus brazos, que lo cubrieron casi por entero. Recogieron la bicicleta y volvieron en el coche a casa y desde entonces Iván comprendió que el camino de la vida lo forjamos nosotros como ponía en aquel viejo libro, con la fuerza que nos proporcionan nuestros sentimientos hacia todo lo que nos rodea: el mar, la montaña, los animales, los hombres o el universo, y que todo ello se mantiene con respeto y amor, el mismo amor que encontró cuando perdido se refugió en los brazos de su padre. "Sigue la estela de tus sentimientos" ponía en la única página escrita del viejo libro, e Iván se entregó al mandato durante toda su vida recordando siempre con cariño aquel fantástico viaje que, montado en su bicicleta, marcó su infancia.











6 comentarios:

  1. Qué razón tienes, en ese rincón donde guardamos los recuerdos quedan atrapadas esas vivencias que devinieron en continuar nuestro camino, aquellas que forjaron nuestro caracter. La nostalgia no los devuelve una y otra vez y acabamos preguntándonos el porqué dejamos de ser niños. Un abrazo.

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    1. Así es, muchas gracias por tu bonito comentario. A veces hay que regresar a la infancia para conocernos un poco más a nosotros mismos, es la única manera de saber qué queda del niño que fuimos. Probablemente nada, o a lo mejor nos sorprendemos sonriendo y dispuestos a coger la bicicleta y dar un paseo de retorno a ese periodo de nuestra vida, donde la diversión y el aprendizaje fueron protagonistas. ¡Un abrazo!

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  2. La infancia en este cuento me ha traido gratos recuerdos de la mia propia y de la que compartía con mis hermanas,gracias Juan.

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    1. Muchas gracias a ti, Luis por seguir este blog donde trato de despertar emociones y también recuerdos como los que este relato ha despertado en ti. Un abrazo.

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  3. Bonito relato, con moraleja final,Es cierto que no sabemos bien en que momento dejamos de ser niños, pero,lo es también, que a lo largo de nuestra vida, y sobre todo cuando nos hacemos mayores, no siempre, pero a veces,nos sale ese niño que llevamos dentro y nos conecta con la alegría y la magia, que nunca debimos perder.
    Tu reflexión final, para grabarla en piedra.

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    1. Hola Enriqueta, muchas gracias por este bonito comentario. Efectivamente, la magia está en que de mayores no perdamos las inquietudes y el espíritu de ese niño que fuimos. No siempre es posible que salga a flote, como tu bien dices, pero cuando sale, nos reencontramos a nosotros mismos con más fuerza. Espero que no soltemos nunca de la mano al niño que fuimos y que a lo largo de nuestra vida, éste reaparezca con frecuencia. Será señal de que seguimos estando muy vivos. Un abrazo.

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