viernes, 19 de abril de 2019

VIA CRUCIS









      Se dejaba llevar por aquellas sensaciones que podían hacerle olvidar y que le hacían sentirse mejor. Se abandonaba a unos sueños libres de cadenas entregándose de una manera automática y brutal. Quería salir de allí, donde todo era oscuridad y miedo y donde ya había tocado fondo. Se sentía como un loco imaginario que expresara su demencia a gritos. No podía dormir cuando el sufrimiento lo acorralaba y tomó como acicate para huir de él aquellas pastillas que le proporcionaban cada vez más a menudo la paz y la serenidad de las que tan falto andaba. Se tomó tres, se tomó seis, se tomó hasta llegar a vaciar la pequeña caja, donde por suerte o por desgracia solo quedaban ocho, lo que le permitió dormir con más o menos sosiego y donde, por suerte o por desgracia no llegó a alcanzar el objetivo final de escapar definitivamente.
      Se levantó con un enorme dolor de cabeza y con la boca abotargada y reseca, la lengua hinchada y en sus ojos parecía haberse declarado un incendio. Torpemente y agarrándose de mueble en mueble, tropezando contra alguno de ellos, se dirigió al baño y antes de nada se remojó la boca. Lejos de encontrar alivio, halló un sabor tan amargo que le hizo casi vomitar. Se refrescó un momento y directamente se metió en la ducha. No quería café, no quería aquellas tostadas untadas con aceite de oliva virgen que tanto le gustaban. No quería nada.
      Se vistió derrumbado sobre la cama, paso a paso, de forma lenta y sin ceremonia, sin orden ni concierto, como su vida.
      Aquel caos se cernía sobre él aplastándole los deseos sintiéndose como una barca a merced de la marea  que parecía  querer irse a pique sin remisión. Congestionado, buscó una vez más las pastillas, más no halló en el cajón más que indicios de una soledad que lo apabullaba. Alcanzó la foto que había en el fondo y no pudo reprimir un sollozo. Allí estaba con ella, en su viaje a la isla de Creta, cuando todo era un bálsamo que le proporcionaba el alivio que da el tiempo inabarcable que rodea a los que son felices. Hacía seis meses de eso, hacía seis meses que su cuerpo era fuerte y vigoroso y su mente un prodigio de fortaleza. Bastaron tres meses para devastarlo todo y convertirse en una ruina.
Ella se fue en medio de un silencio sepulcral, sin avisos ni advertencias y con la celeridad y la certeza que da una crueldad calculada.
      Llevaba más de dos semanas sin ir al trabajo, y meses de estricto dolor donde no se permitía la relajación si no era a través de aquellas píldoras mágicas que lo llevaban al paraíso de los que sueñan. Y cuando lo resucitaban, volvían los suplicios, las torturas que se sucedían auspiciadas por la ausencia de Inés, ángel y verdugo.
      Aquella tarde, salió a la calle con sus ya habituales gafas oscuras y comenzó a ver como la gente pululaba en medio de una música de tono inequívocamente religioso. Trompetas y tambores marcaban el paso de quienes acompañaban los tormentos del Señor. Era Viernes Santo. Ni se acordaba. A lo lejos los capirotes morados formaban una larga fila entre velas y solemnidad. Cristo aún estaba en la cruz y agonizaba entre dolores, coronado por las espinas que ensangrentaban su rostro. La procesión continuaba aquella brumosa tarde de abril mientras calladamente apresuró el paso y en dirección contraria, se marchó.
      Era viernes también cuando comenzó el Vía Crucis que lo aniquilaba, un viernes helado del mes de enero que acabó envolviendo en nieve su corazón y que provocó un maremágnum en sus ojos, hoy resquebrajados y faltos de luz. Se sentó en aquel parquecito junto a la iglesia de donde había salido el Crucificado envuelto en un aroma a jazmín, incienso y cera quemada que lo engullía poco a poco y sin contemplaciones, mientras la tarde finalizaba con una languidez desapacible.
      Sucumbió una vez más entre aquellas callejas de aquel pueblo inmenso y se entregó a los suplicios de su Vía Crucis, coronado por la ausencia de quien tanto quiso. Era Viernes Santo y cuando Cristo por fin murió, cesaron los tambores, surgieron el relámpago y el trueno y el cielo adquirió oscuridades y tenebrosos colores. Era su Viernes Santo particular y desesperado comenzó a llorar con la angustia de un niño perdido. Cerró los ojos y cobijado en un recoveco de la calle, por fin descansó. El sufrimiento había pasado dejando cicatrices insondables, cicatrices en el espíritu de Jesús mientras continuaban las procesiones y los cirios ponían luz a la negritud de la noche augurando el Santo Entierro. Se limpió las lágrimas y dando un rodeo, inició el regreso a casa y cuando llegó se abrazó a la almohada y un dulce sueño lo invadió reparando a jirones y en la medida de lo posible, la paz deshecha. Al día siguiente, una límpida mañana de abril lo saludó.










   

8 comentarios:

  1. Una historia Juan Basilio muy bonita, yo me ha gustado mucho porque para mi la Semana Santa, aún que es triste me encanta será porque soy muy creyente y admiro mucho todas las imágenes preciosas de Semana Santa.
    Muy bonita historia del vía crucis un abrazo.

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    1. Me alegro mucho de que te haya gustado, Paqui. Se me ocurrió que en estas fechas, no estaba de más que el relato girara un poco en torno a ellas, asociando paralelamente dos vía crucis, el que sufrió Jesucristo, y el del protagonista de la historia. Muchas gracias por tu comentario y un abrazo.

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  2. Muy bueno Juan. El paralelismo de "la procesión va por dentro", muy aorde al tiempo de Semana Santa. Buen gusto y buen ritmo en el relato.

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    1. Muchas gracias Jaime por tu acertado comentario, en el caso del protagonista de la historia, la procesión iba por dentro mientras en el exterior se celebraban las procesiones típicas de Semana Santa. Un paralelismo total. Un abrazo.

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  3. Tienes la habilidad de hacernos reir, sufrir, soñar, pero si en tus textos, la amargura se desliza, siempre abres una ventana a la esperanza, y eso te hace más grande. Un abrazo.

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    1. Rosa,me alegro de que te haya gustado el texto y si consigo que las emociones fluyan, estoy más que satisfecho. Me gusta pensar que al final del túnel nos aguarda una luz de esperanza que nos ayuda a seguir para adelante. No hay mal que cien años dure, y cuando menos lo esperamos, hallamos la salida a las malas rachas que nos toca vivir. Muchas gracias por tu bonito comentario y un abrazo.

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  4. Cuantas cruces a cuestas, cuantos Vía Crucis, particulares y colectivos lleva la humanidad a sus espaldas.Y la mayoría, como el protagonista de tu relato, vuelven a casa, con la esperanza de que el amanecer de un nuevo día, les alivie de la carga.

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    1. Eso es lo bueno, que tras pasar todos los Vía Crucis que la vida nos va deparando, tengamos la esperanza de superarlos y de conseguir que todo vuelva a su calma. Muchas gracias por tu bonito comentario y me alegra mucho de que te haya gustado el relato. Saludos.

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