viernes, 1 de noviembre de 2019

POR EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS








      Las viejas puertas del pequeño cementerio se abrían de par en par cada uno de noviembre y el aire del camposanto se llenaba de un perfume especial, constituido por la mezcla de las esencias de todas las flores que los que se sentían tristes añorando a quien un día perdieron, portaban y colocaban con mimo delante de la inscripción con el nombre de ese ser que significó tanto para ellos. Las rosas se erguían y bailaban movidas por la leve brisa de aquel día otoñal, aunque cálido. Los claveles y los jacintos se alborotaban dejando a veces escapar una lágrima que era recibida por la tierra que cobijaba a aquellos cuerpos que un día hubieron de desprenderse del alma que los habitaba. A su vez, los gladiolos y las calas se dormían cuando escuchaban la canción que el tiempo les susurraba en un arrullo de nana eterna que los hacía suspirar. Y los cipreses, como veletas vigilantes, querían alcanzar el cielo a modo de homenaje, saludando a Dios, que desde las alturas, observaba aquella procesión de idas y venidas, de recuerdos vivos y mudos, de sentimientos de intimidad desbordada de aquellos que paseaban por las calles estrechas del cementerio llevando en el corazón y en el pensamiento a sus seres queridos. Un año más, se celebraba el Día de Todos los Santos.
      Ángel perdió a su madre cuando tenía ocho años, hoy tenía diez y todavía no podía comprenderlo. Echaba tanto de menos su piel que la suya había perdido el color, y la humedad de sus ojos, profundamente oscuros, había desaparecido, dejando en sus pupilas un deslustrado color negro, como de luto antiguo. Ya no podía ni llorar, solo en su rostro se adivinaba la melancolía de la ausencia que socavaba su ánimo día a día, mientras los recuerdos de su progenitora se hacían más vivos cada vez, como también era más fuerte su indignación con el Altísimo, que implacable, le había arrebatado a quien le había dado la vida.
      El día treinta y uno por la mañana, después de visitar el cementerio con su tía y de colocar sobre la lápida de su madre un gran ramo de rosas blancas, Ángel decidió por la tarde volver allí. Necesitaba saber de su progenitora. No podía ser que ella, tan libre, tan alegre y tan vivaz estuviera allí en aquel túmulo, entre aquellas cuatro paredes aprisionada y que sus brazos, tan llenos de dulzura y de vida no volvieran a rodearlo, y que sus besos no volvieran a invadir su rostro a golpes de amor. Aún tenía en el corazón sus últimas palabras antes de emprender su viaje: " Tú eres mi ángel, tú me haces vivir, yo seré tu luz mientras me recuerdes..." Y él, desde entonces, todos los días se embebía en un sentimiento de felicidad y a la vez de nostalgia y tristeza que lo hacían imaginar el regreso de su madre, la cual, en sus sueños, lo llamaba dulcemente tras la puerta de cristales del salón de su casa. "¡Ángel!", se oía, pero cuando miraba hacia el lugar donde escuchaba el sonido de aquella afectuosa voz, solo encontraba el vacío y el dolor del abandono.
      Se sentó sobre la lápida y apartó el frondoso ramo de rosas colocado por la mañana y leyó: "Lucía Ledesma Martínez" y dos fechas, la de su nacimiento y la del día en que se fue para siempre. La tumba estaba situada en un rincón, al pie de una hermosa buganvilla que, enredada en la blanca pared del viejo cementerio, trepaba hasta casi salir por encima de las tejas que la cubrían. Pasaba el tiempo sin espera y Ángel, adormecido entre recuerdos, no se dio cuenta de que había llegado la hora de marchar, pues eran casi las siete y ya había oscurecido. Así, el encargado del camposanto, que no percibió la presencia del niño, cerró las puertas y dando un suspiro se marchó, quedando el recinto iluminado por los cirios y algunos faroles desperdigados entre las tumbas y los nichos, dejando encerrado al chiquillo que al poco, se percató de que las puertas se habían cerrado y de que se había quedado dentro del camposanto.
      La angustia hizo presa en él y casi llorando se dirigió a las puertas sorteando mausoleos en la semioscuridad que proporcionaba la poca luz de las farolas. Golpeó con fuerza y gritó con la esperanza de que hubiera alguien al otro lado que lo escuchara y ayudara. Pero todo fue inútil y asustado volvió a recorrer el camino que lo llevaba hasta el rincón donde estaba enterrada su madre. Muy cerca del lugar, tropezó, yendo a caer sobre unos matorrales de brezos que, salvajes, habían crecido entre dos tumbas. Se levantó rápidamente y al alzar los ojos, observó como el cementerio se iluminaba por entero, hasta tal punto que el cielo, inmerso en la oscuridad de la noche, se tornó azul y las nubes, de un tenebroso color gris oscuro, cambiaron su tonalidad por un blanco celestial y como si fueran de algodón, volaban sobre su cabeza. Las flores, testigos silenciosos de lo que allí sucedía, avivaban sus colores y con más fuerza que nunca expandían su aroma por todo el cementerio. Había salido el sol y Ángel se encontraba como en el mismo cielo. Habían transcurrido unos minutos cuando cerca de él, sentada en un banco de piedra situado al lado de la tumba de su madre, divisó una figura de mujer con unas flores azules en la mano que lo miraba con profunda ternura.
Impresionado, el niño se acercó con cautela y llegando a ella, reconoció inmediatamente a la que un día le diera la vida. "¡Mamá!", dijo para sí y volvió a proferir aquel nombre que hacía más de dos años que no pronunciaba: "¡mamá, estás viva, estás aquí!". La mujer, de la que emanaba un halo de extraña luminosidad, extendió sus brazos y lo llamó: "¡Mi Ángel!", y el pequeño volvió a sentir la suavidad del pecho de su madre cuando se refugió contra él y la ternura de las caricias de aquellas manos sobre su pelo, ausente hacía mucho tiempo de ellas así como sus besos, que lo cubrían de nuevo como una vivificante lluvia que empapara la aridez de la tierra y qué hacía brotar la vida de forma instantánea. "¿Por qué no estás conmigo?, ¿te vas a quedar?", no cesaba de preguntar el niño entre lágrimas mientras la madre lo acunaba y le decía cuánto lo quería.
      Permaneció abrazado unos minutos a aquella figura que tanta paz y tanto amor le daba. Ella le explicó que una vez, emprendió un viaje fuera de este mundo, un camino que le llevó a habitar entre las estrellas, siendo una más de aquel conjunto de brillantes astros. "Sólo tienes que mirar al cielo para verme, o tocar con fuerza tu corazón, porque yo estoy ahí, entre los astros que iluminan la tierra y la fuerza y la bondad que hay en ti...". El niño sonrió, se secó las lágrimas y se acurrucó en el regazo de su madre y al poco tiempo, dulcemente se durmió.
      Eran más de las dos de la madrugada del Día de Todos los Santos, cuando una mano tocó su hombro y una voz familiar lo llamó por su nombre. Al volverse, sobresaltado vio la cara de su padre, que había estado buscándolo, en un gesto acogedor y lleno de ternura. Se había quedado dormido sobre la lápida. Se abrazaron y despacio, salieron del cementerio junto con los vecinos que habían colaborado en su búsqueda, no sin antes recoger un ramillete de flores azules que sobre la tumba había y que Ángel guardó durante toda su vida en el lugar más cálido de su corazón, porque como le había dicho su madre, ella siempre permanecería ahí, en todo momento, cuidando de su niño.










12 comentarios:

  1. Que historia a la vez tan triste y tan humana, gracias por engancharnos a tu blog cada semana

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a ti por seguir este blog, cuyo objetivo no es otro que entretener. En cuanto al relato, está inspirado por las fechas que vivimos. Saludos.

      Eliminar
  2. Juan gracias una vez más por estos relatos, este en concreto me devuelve a ese temor que en la infancia teniamos de que nuestra madre faltara.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Así es, Luis, un temor que, desgraciadamente, para muchos niños se hace realidad, como en el caso de Ángel, el niño que tanto añoraba a su madre que la hizo regresar, aunque fuera solo para abrazarlo y decirle cuanto lo quería una vez más y que, aunque no esté físicamente, si está en su corazón. Gracias por tu comentario, Luis.

      Eliminar
  3. Conmovedora y triste historia. No podemos entender cuán dura puede ser la vida a veces, arrebatando a un niño lo que más quiere y más necesita, su madre.
    Son días tristes y de añoranza por los seres amados que ya no están con nosotros. Pero, debemos valorar a los que sí tenemos y no olvidar que la vida es corta.
    Me encantó volver a verte. Hay amistades que son para siempre.
    Hasta la próxima. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Comenzando por el final de tu bonito comentario, decirte que yo también estuve encantado de volver a verte y de volver a conversar contigo como si el tiempo no hubiera pasado. Fue una tarde muy especial, difícil de olvidar, donde lo pasé genial contigo y con tu familia a la que me gustó mucho conocer. Esther, llevas razón, hay amistades que son para siempre y la nuestra siempre ha estado ahí. En cuanto al relato, la añoranza de una madre siempre está latiendo en nuestros corazones, pero es especialmente notable cuando se trata de un niño el que la pierde. Por otra parte, los seres tan queridos nunca se van del todo y lo que realmente quieren es como dices tu, que aprovechemos lo que ahora la vida nos ofrece y vivirla de la mejor manera posible. Un fuerte abrazo, Esther!!

      Eliminar
  4. Estos relatos que trascienden más allá de estos concretos días siempre me dan esa perspectiva de que nadie está preparado para la muerte, ni la suya, ni la de sus seres queridos. Parece que nacemos con la increíble convicción de que todo perdurará, pues nos preparan para vivir, no siempre, y con miedo a morir. Pero sin embargo, lo más duro, lo más terrible, es que la muerte te lleve antes de haber vivido lo suficiente. Mi enhorabuena por tratar este tema en particular con sentimiento y esperanza. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Así es, en estos días no podemos evitar los sentimientos de tristeza y añoranza de nuestros seres queridos. Efectivamente, no estamos preparados para la partida, ni la nuestra ni la de la gente que forma parte de nuestra vida, sin embargo, la muerte es consustancial a ella. Nos da miedo la muerte, es verdad, pero creo que aún más nos asusta el sufrimiento que puede conllevar antes de su llegada, o como tu dices, el irnos demasiado pronto. He querido en este relato rendir un tributo a los que ya no están y también a los que nos quedamos aprendiendo a convivir con su ausencia. Muchas gracias por este comentario, con el que estoy plenamente de acuerdo. ¡Un fuerte abrazo!

      Eliminar
  5. Bonito relato Juan Basilio recordando los seres queridos, pero tengo que decir que estoy contigo yo pienso que no me da miedo morir si no al sufrimiento, pero bueno vamos a dejarlo ahí y a por la próxima un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me alegro mucho de que te haya gustado este relato que he publicado con motivo del Día de Todos los Santos. Recordando siempre a los que ya no están con nosotros físicamente, pero si en nuestra memoria y en nuestro corazón. Un abrazo, Paqui.

      Eliminar
  6. Precioso y lleno de dulzura tu relato de hoy, si bien es cierto que se ha desdramatizado mucho la muerte en general, no lo es menos que en casos específicos,sea un drama que ,dependiendo de la edad, pude producir un dolor y un trauma que acompañen a la persona toda su vida sobre todo si se es una criatura pequeña que no va a saber procesar ese dolor y esa carencia.
    Has sido bueno, y le has dado un respiro y un poco de paz al sufrimiento de esa criatura.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Precioso comentario para un relato triste en sí mismo pero a la vez, como en las grandes tragedias cinematográficas, abierto a la esperanza. Son fechas para el recuerdo y para la emoción y para el homenaje a esas personas a quienes tanto queremos y este relato ha sido mi pequeña contribución a él. Muchas gracias por comentar y por seguir este blog. Un abrazo, Mía!

      Eliminar