sábado, 7 de noviembre de 2020

NOVIEMBRE DULCE

 




      El humo de las chimeneas cubría el cielo y en las cocinas, se trajinaba con paciencia en la preparación del dulce. Los membrillos maduros, recogidos con mimo unos días antes, esparcían su fresco y áspero aroma por todas las habitaciones de las casas. Era noviembre y afuera llovía. En las entretelas de los hogares, las mujeres preparaban con esmero las latas donde dejar reposar la carne del membrillo y, poco después, comenzaban su elaboración.

      Mientras iba descarnando los maduros membrillos, en la radio sonaba como una caricia la voz de Conchita Piquer en aquella composición de Quintero, León y Quiroga: "Ojos verdes". Era mediodía cuando había puesto la pulpa a hervir en una perola, añadiendo el azúcar que suplantaría la acidez del amarillo fruto por un dulzor exquisito y popular. Era un noviembre tan dulce como la carne del membrillo y María se dejaba envolver entre música y cacerolas por el espeso y aromático olor de aquel plato, cocinado antes por su madre y antes por la madre de ésta y por todas las generaciones que habían habitado la casa. A medida que las coplas ponían su melodía de nostalgia, la pulpa del membrillo se reblandecía al calor de los fogones, cambiando de textura poco a poco, muy lentamente, pues el tiempo no acuciaba y los sentidos se imbuían en el trabajo y en los recuerdos. En este noviembre y al calor de la lumbre, el otoño era acogedor y mientras se iba cocinando la deliciosa vianda, en la calle se oían las voces de los niños que, alegres y divertidos, jugaban con el agua de la lluvia que caía con suavidad y calma, mojando sus rostros, en un tiempo que parecía no tener fin, hasta que la voz de alguna madre rompía el encantamiento:

-"¡Nenes, meteos en casa, que os vais a poner chorreando!"

Pero ya era tarde y empapados, los chiquillos, se recogían a regañadientes en sus casas, como pajarillos en busca del calor del nido.

      María adoraba aquella casa donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia, y donde su abuela Isidora la había hecho protagonista de historias y de cuentos que la habían hecho interesarse, y de qué modo, por la literatura. Hoy era escritora y vivía en Madrid, pero regresaba a Andalucía, a la casa del pueblo, cada vez que podía, buscando envolverse en la calidez de sus paredes y, sobre todo, en la vívida ensoñación de sus recuerdos.

      A la salida del pueblo y junto a un pequeño riachuelo, la familia de María tenía un huerto, hoy cultivado por Ignacio, uno de los niños que jugaba junto a ella en tardes instaladas para siempre en su memoria, tardes deliciosas donde la vida transcurría sin brusquedad, de una manera cómoda y sencilla. El huerto lo presidía un viejo membrillero, un árbol resistente y agradecido, que cada otoño, llenaba con sus frutos la cocina de la casa. Y no solo la cocina, pues esta fruta aromática se hallaba también arrebujada en los armarios y en los cajones, entre las sábanas o entre las toallas, impregnándolo todo. No podía contar María las veces que acompañó a su abuela a recoger los membrillos y la de cuentos e historias que ésta le contaba metidas en faena, como la de la tía Paca, que tenía un novio al que fue a buscar a la Argentina, años después de que él tuviera que irse de España debido a sus ideas políticas. Nunca lo encontró, pero jamás perdió la esperanza. O la de su abuelo Tomás, que cuando era pequeño, trabajaba la tierra para los señoritos por un pedazo de pan y un poco de tocino, siempre con una dignidad que desconcertaba a los amos. Y mientras iba desgranando las historias, los membrillos se amontonaban en las cestas, depositados con gran delicadeza, cuidando que no estuvieran dañados, ni se dañaran, algo esencial para elaborar aquella carne de membrillo tan rica y que hoy ella estaba preparando.

      Por la mañana, María había vuelto a realizar el ritual de la abuela, solo que esta vez acudió al huerto con Iris, una de sus nietas, y del mismo modo, mientras recogían los membrillos, le contaba las historias que en su día le contó su abuela y algunas más, embebidas en la tranquilidad que imperaba en aquel lugar y bajo aquel árbol, que, cargado de frutos, fue testigo de tantas vivencias.

      Qué rápido había pasado el tiempo y cómo recordaba María su propia infancia, su risa de niña, tan lejana y tan cercana a la vez, ahora reflejada en la de Iris, su nieta, cuyos ojos eran oscuros y profundos, como los de la abuela Isidora, y cómo se apilaban los recuerdos en la memoria cuando se ha sido tan feliz como lo fue ella. En eso pensaba, cuando de repente, se puso a llover, y de la mano de la nieta, regresaron a la casa por el camino de piedras, que tantas veces había recorrido.

      Había terminado de poner la carne de membrillo dentro de la última lata, cuando sonó el teléfono. Era su editora, que a punto de publicarse su tercer libro, había concertado una cita con la prensa para el martes. María volvió a la realidad a golpe de teléfono, una realidad también amada, pues le encantaba su oficio y entre el tintineo de la voz de Iris y el olor del dulce de membrillo recién cocinado, pudo ver la figura de su abuela, dando a probar aquel manjar a ella y a su madre en la cocina, donde la vida parecía haberse detenido como las manecillas del reloj que había en la salita. Llamó a Iris y juntas probaron el dulce, después, María se acercó a la ventana. Continuaba lloviendo y en aquella vieja casa, se sentía a salvo, segura de que todos sus recuerdos los había vivido intensamente y de que el mundo, se concentraba en aquel reducido espacio, donde se ubicó su infancia y adolescencia y al que acudía siempre que podía a cocinar las recetas de la abuela Isidora.

 



   

  

2 comentarios:

  1. Simplemente un relato delicioso, como el dulce de membrillo. Cada semana una sorpresa, gracias.

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    1. Me alegro mucho de que te haya gustado este relato, algo diferente a lo que vengo publicando. Es una mezcla de presente y pasado a través de generaciones de mujeres que han compartido muchas vivencias a través de algo tan sencillo como cocinar, en este caso, el dulce de membrillo. Un abrazo.

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