viernes, 30 de octubre de 2020

DÍA DE DIFUNTOS

 






      Las flores del cementerio acentuaban su aroma cuando se iba acercando el Día de Difuntos. Noviembre se abría con un sol que calentaba en exceso para la fecha y la tierra estaba seca y quebradiza. El camposanto estaba ya adornado casi por completo mientras por las noches, las ánimas se despertaban y lo recorrían livianas y tristes al amparo de la oscuridad, que revestía el lugar y lo dejaba a merced de los sonidos provocados por las ramas de los árboles cuando el viento se levantaba un poco más y, meciéndolas, se atrevía a romper el silencio.
      Por otra parte, había quién había oído lamentos y llantos a intramuros del cementerio y quién decía haber visto a un hombre alto y delgado como un campanario, cargado con una pala, caminar por entre las estrechas callejas que conformaban las tumbas, y eso a la hora del crepúsculo, cuando ya nadie quedaba en el recinto. Después, la figura del enterrador desaparecía sin saber cómo y un extraño y dulzón perfume que competía con el de las flores, invadía el espacio dejando su rastro llegando a atravesar las tapias hasta invadir el olivar.
      Eran los días previos al Día de Todos los Santos, y era en estos días cuando sucedían aquellos extraños fenómenos, según los rumores y leyendas que recorrían el pueblo de norte a sur, más no eran más que las típicas historias que alguien, con un alto grado de imaginación propagaba, pero que siempre había alguien crédulo que se paraba a escuchar.
      Los cipreses saludaban al cielo de manera elegante y eterna, y parecían querer asomarse tras los muros en estos días con más ímpetu que de costumbre, y sin querer, anunciaban la tristeza y la melancolía de los que se quedan, de aquellos que siguen en esta vida, pero que no pueden dejar de recordar a los que se fueron.
      Lola era la última inquilina de aquel lugar, colmena de moradas, donde la vida terrena llega a su fin y donde con nuestra partida, iniciamos un vagar por universos intangibles que solo conocen los que nos aman, porque esos universos solo se encuentran en el corazón y en la mente de los mismos. Tenía treinta y cuatro años y había fallecido hacía poco más de un mes. Su enfermedad la había dejado en los huesos y su cuerpo ya no pudo sostener su alma, que una noche de otoño de fines de septiembre, se despegó de él. La dejaron en aquel pequeño rincón una tarde clara que se encendió de tristeza cuando al anochecer, salió el último acompañante y el encargado del cementerio echó el candado.
      También estaba José, un hombre muy mayor, taciturno, solitario y extraño, que no tenía familia. Sin demasiada ceremonia, el ataúd se introdujo en el nicho, se rezaron unas oraciones por su alma, y allí continuó, con la misma soledad que le había acompañado en vida, aunque de vez en cuando, una mano más práctica que compasiva, limpiaba el nicho de José, tan solo porque estaba situado encima del de un familiar, y ya puestos...
      Más allá de los nichos donde se encontraba José, estaba el mausoleo de los Torres Guzmán, una familia señorial que había finalizado sus días en los estertores del siglo XIX. Presidía el mausoleo un maltrecho ángel que derramaba lágrimas sobre una cruz y, alrededor, una serie de pequeñas esculturas que representaban el paraíso terrenal, mientras que a los lados, estaban los huecos donde un día hubiera unas figuras de plata que ya no estaban, y que según la rumorología, uno de los descendientes de tan noble familia se las había llevado agobiado por las deudas, sirviendo para pagar parte de un pasaje de barco al extranjero, de donde no regresó.
      A mano derecha, junto a la puerta del camposanto, estaba el túmulo de Miguel Andrade, un médico que vivió en el pueblo durante muchos años y que fue muy querido y respetado por todos sus habitantes. Todos los años, sus hijos mandaban desde Madrid unas flores que alguien se encargaba de colocar sobre su tumba. Un día dejaron de llegar, pero a Don Miguel, fallecido hacía más de quince años, no le importó demasiado.
      Bajo un pino y en una humilde tumba sin lápida, había una cruz de hierro con unas iniciales: R.C.L. y un año: 1906. Nadie sabía a quién  podía pertenecer pero cada año, dos velas la iluminaban, una a cada lado de la cruz. En realidad si que había alguien que sabía de quién se trataba, y algo bueno debió hacer el enterrado allí por alguno de sus antepasados, pues todos los años ese alguien quería dejar constancia de su recuerdo, con un gesto tan sencillo y agradecido como el de encender una vela.
    Junto a una pequeña fuente se encontraba la pequeña sepultura de José Luis, el hijo del policía municipal, que falleció hacía ya cinco años a causa de una meningitis cuando apenas tenía dos. Sus padres acabaron por marcharse del pueblo al no poder soportar el dolor. En la lápida siempre hay una flor al lado del retrato del niño, cuya sonrisa parece acompasar el alegre tintineo de la fuente.
      Cada camposanto está lleno de historias y de vidas que caminaron al compás de los días y que conformaron un pequeño retazo del mundo, incluso hay cementerios, como es el caso que nos ocupa, donde fuera del recinto y en los cimientos de sus muros, sin que nadie lo advierta, hay fosas donde reposan los restos anónimos de los represaliados de la guerra civil que asoló España. En estas fosas, esperan en su eterno silencio ser reconocidos y exhumados decentemente, dando luz a sus nombres y apellidos, y otorgándoles la dignidad de poder ser ubicados dentro, donde sus descendientes y familiares puedan acudir cada año a principios de noviembre a rendir culto a su recuerdo.

      " Este relato está dedicado a todos los que ya no están y que, más allá del cementerio, siguen habitando en nuestro corazón y en nuestro recuerdo, formando parte ya de las partículas etéreas que componen el universo".








2 comentarios:

  1. Cuando leí esta última entrada tuya dudé si acabar la mía pues coincidíamos en muchos aspectos. Quizás sea esa empatía hacia determinados asuntos, que nos entristecen y a la vez movilizan una serie de sentimientos que es necesario expresar. Te dije que me ha gustado bastante y ahora lo reitero. Un abrazo.

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    1. Me alegro mucho de que te haya gustado la entrada. Este es un tiempo en que los sentimientos se desbordan y la tristeza y la melancolía van de la mano. Un abrazo.

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