A la gata Melina le encantaban los libros de aventuras. Era una lectora empedernida y pasaba las horas en la biblioteca enfrascada en alguna novela con la que poder soñar y dar rienda suelta a sus emociones gatunas. Le encantaba Robert L. Stevenson y sus libros favoritos de este insigne autor eran "Secuestrado" y "La isla del tesoro", por su clasicismo y vibrante prosa. Otro autor con el que se le erizaban los bigotes era Julio Verne, y siempre soñó con atravesar el mundo como en "Cinco semanas en globo". Pero había aún más, y Melina, imbuida en las aventuras más increíbles, leía con pasión a Alejandro Dumas, del que había leído ya varias veces "El tulipán negro" y "Los tres mosqueteros". Lo mejor de Melina es que soñaba despierta y, entre libro y libro, se imaginaba un mundo extraordinario y mágico donde ella era Melinata, la gata pirata, que surcaba los mares en su viejo barco de barandillas de estrellas y de velas de algodón de azúcar. Melinata luchaba contra don Rampón, un viejo y bigotudo gato al que faltaban dos dientas y media oreja y que a base de crímenes y tropelías, había conseguido el oro y la plata de Petunia, una pequeña isla del Caribe, dejando a sus habitantes sumidos en la más absoluta pobreza. Por eso, Melinata quería encontrar y enfrentarse a ese viejo y tramposo bucanero, y recuperar el botín que era el sustento de los habitantes de la isla. Así viajó y viajó por todos los rincones del planeta, hasta que en Singapur, encontró a un gato azul destartalado y maltrecho al que ayudó y dio de comer. Conversando con él, Melinata supo que se llamaba Reynaldo y que era hijo del sultán de Alhazimina, que había sido secuestrado por don Rampón para exigir un rescate a su padre. Pero el viejo sultán, cuyo corazón era tan duro como los brillantes que almacenaba con avaricia en su palacio de mármoles y piedras preciosas, no quiso saber nada de Reynaldo, su hijo, y lo abandonó en manos del temido y peligroso corsario, que lo torturó durante muchos meses, hasta que una oscura noche, mientras su secuestrador y sus compinches dormían borrachos, pudo escapar ocultándose tierra adentro, mientras las estrellas y la luna permanecían escondidas entre las nubes. A la mañana siguiente, don Rampón, al darse cuenta de la fuga del gato Reynaldo, maulló y gruñó de ira, prometiendo ir en su búsqueda más adelante y, sin más, partió hacia una nueva isla a la que ultrajar. Melinata curó a Reynaldo y juntos partieron en busca del pirata don Rampón, una en busca del oro y la plata robada a los habitantes de Petunia, y el otro en busca de venganza. Tras varios días de travesía por el Mar Zenoico, supieron que don Rampón había atracado en el puerto de Kashigán, y que estaría allí dos días y dos noches. Melinata no pudo contener la emoción y se dirigió rauda hacia aquel lugar, que no estaba muy alejado de su ruta. Y al anochecer, conforme iba llegando al puerto, pudo ver la sombra de la barcaza hecha de chatarra del viejo don Rampón. Armados con una afilada espada y silenciosos y sigilosos como gatos, Melina y Reynaldo subieron a bordo de la barcaza demostrando un valor extraordinario. Primero iba Melinata, asiendo fuertemente su espada y detrás, Reynaldo, que llevaba además un puñal. Parecía no haber nadie en el barco, pero aún así, andaban con cautela, una cautela que no les sirvió de nada cuando fueron rodeados por tres de los secuaces de don Rampón. Melinata saltó hacia delante espada en ristre y cortó de plano los bigotes de los tres gatos, mientras que Reynaldo, de un golpe brusco los derribó y, ya en el suelo, la bravía gata los despojó de sus armas, amenazándoles con rebanarles el cuello si daban un maullido más alto que otro. Reynaldo, mientras tanto, los amordazó y los ató al palo mayor. De repente, oyeron la voz ronca y aterradora de don Rampón que se acercaba, armado con su afilada espada, construida con una aleación especial de hierro, roca y acero, traída de los más lejanos países, con la que era capaz de cortar el tronco de un árbol de un solo tajo. "¿Quién anda ahí?", preguntó en tono sombrío y bravucón, pero nadie contestó. De pronto, el barco se iluminó con la luz de un faro que provenía de estribor y pudo ver a Melinata, con su sombrero de ala ancha y sus plumas de los más diversos colores "¡Soy yo, Melinata, y vengo a que pagues con tu vida tus maldades!". Las risotadas del viejo sonaron en Sebastopol, y, mientras reía de buena gana, la gata Melinata, rápidamente, le propinó un golpe con el puño de su espada en toda la nariz, que lo dejó desconcertado y sin aliento. Don Rampón rugió y levantó la espada contra ella, pero Reynaldo, con su puñal de acero blanco, lo hirió en el talón, escuchándose un quejido terrible cuajado de rabia y de odio. Con su espada atacó a Melinata, la cual, saltó embravecida y pudo evitar un golpe mortal que de un tajo derribó el palo de la vela mayor. "¡Déjamelo a mí!", gritó Reynaldo y le sacudió un golpetazo que lo dejó tumbado bocabajo en la fría cubierta. Don Rampón, traicioneramente, permaneció inmóvil unos minutos y cuando Reynaldo, el gato azul, fue a darle la vuelta para ver si sobrevivía, le clavó la espada hiriéndolo de muerte. Melina actuó y con un movimiento rápido y seco alcanzó con el filo de su espada a don Rampón al que hirió muy cerca del corazón, no logrando sino indignar aún más al malvado gato que, a su vez, golpeó a Melinata brutalmente, cayendo dolorida a sus pies. Pero cuando don Rampón levantó su espada para rematarla, Melinata alzó con gran agilidad la suya y esta vez si que fue directa al corazón, muriendo en el acto el viejo y cruel pirata. Así, herida, maltrecha, pero feliz, Melinata pudo recuperar el oro y la plata robada a la isla de Petunia y todos sus habitantes pudieron vivir felices. Después se dispuso a descansar y a recuperarse, pero pensando ya en una próxima aventura. Y mientras Melinata, la gata pirata, dormía satisfecha tras su victoria sobre don Rampón, Melina despertaba de su sueño y lentamente y con un feliz sopor, se dirigió hacia el comedero de casa, donde dio buena cuenta de su pienso favorito, un pienso de alta calidad de merluza y salmón, que la hizo relamerse de placer mientras pensaba en que todavía no había leído nada de Jack London y de que ya iba siendo hora."
Ayer fue el DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO, y por este motivo acabo de escribir este cuento en homenaje a todos aquellos maravillosos escritores que, dedicados al género de aventuras, nos hicieron soñar en nuestra infancia, en nuestra adolescencia y aún hoy. A los mencionados en el relato habría que añadir muchos más, como Mark Twain, Daniel Defoe o John M. Falkner... por eso, a todos ellos y a mi gata Melina, a la que he ido a rescatar muchas veces, por su amor a la aventura, quiero dedicar esta nueva entrada y también, como no, a todos los que aún siguen leyendo lo que voy publicando en este blog, que continúa siendo una aventura para mí. Gracias.