viernes, 22 de junio de 2018

EL FANTASMA DE LA TORRE DE LA IGLESIA







      Algunas veces las campanas de la iglesia sonaban solas, y a la vez, inexplicablemente el aire se tornaba gélido y se precipitaba a bocanadas por los recovecos de las callejuelas que se desparramaban en torno a ella. En invierno, las gentes cerraban sus puertas a una hora temprana y el pueblo quedaba desierto, abandonado a su suerte y ni una voz humana rompía el silencio que lo envolvía. En ocasiones, la fría brisa penetraba entre las rendijas de las puertas de los vecinos, arrastrando con ella un intenso olor a azufre y a cicuta quemada que los ahogaba y los hacía enfermar, llegando a provocar la muerte de algunos de ellos. Así transcurrían los días en aquel pueblo sin ángel de la guarda, desolado por el miedo y la incertidumbre ante algo que, como una plaga de Egipto, se cernía inexplicablemente sobre las vidas de los habitantes de Monteperdido, que así se llamaba el pueblo.
      Rodeado por una cadena de montañas cuya situación formaba una rara figura oval, Monteperdido era casi inexpugnable. Sus habitantes, encajados en aquel lugar, no sabían de otro y sin pereza llevaban diariamente a rajatabla las leyes de la lucha por la supervivencia. Pero hacía tiempo que todo había cambiado, y a sus ásperas condiciones de vida, basada en precarios cultivos de muy diversa índole, había que añadir desde hacía unos años el desasosiego de lo inexplicable y el terror y el vértigo que infunde lo desconocido.
      Juan formaba parte de la familia de campaneros que a través de generaciones se había ocupado de la torre de la iglesia y del cuidado de sus campanas, aquellas que en otro tiempo repicaban para alegría o para tristeza de sus vecinos, según hubiera bautizo o funeral, y su labor la realizaba de manera concienzuda. Pero de un tiempo a esta parte y pese a los cuidados extremos que prodigaba a las campanas, Juan notaba  como el sonido de las mismas se iba transformando poco a poco y como los repiques se iban tiñendo de plomo, dejando en la lejanía un eco de tonos cada vez más grises y luctuosos. Daba igual que hubiera muerte o nacimiento. Parecía que las campanas no le quisieran obedecer y que cuando colgado de la soga que les daba vida las agitaba una y otra vez, en su latido iban componiendo, muy a su pesar, una melodía que podría ser perfectamente una marcha fúnebre.
      Era la tarde más fría de aquel mes de enero cuando aquel hombre joven, de aspecto algo taciturno, se encontraba entre las cuatro paredes del campanario. Estaba solo, como de costumbre, con la única compañía del ronco gemir del viento y de los crujidos secos que salían del corazón del viejo roble, un árbol centenario  
que se encontraba a pocos metros de la iglesia, y cuyas ramas, movidas por ráfagas de aire helado se extendían como garras descarnadas, llegando casi a rozar el tejado de la iglesia. Empezaba a oscurecer y muerto de frío, decidió el campanero dar por finalizada su labor y regresar a su casa. Apenas quedaba luz y las campanas estaban ya preparadas para el día siguiente, en el que se iba a celebrar una misa por el alma de Josefa, la vinatera, fallecida hacía dos semanas de manera fortuita, de la misma forma que había fallecido hace unos meses don Arturo, el viejo loco, cuyas desvencijadas puertas no pudieron impedir la entrada en su casa de aquel viento maligno, que la inundó de frío y anegó de azufre sus pulmones.
      Se dio la vuelta con el fin de dirigirse hacia la puerta que iba a parar a una angosta y empinada escalera que lo conduciría a la calle, mientras el frío se filtraba a través de sus ropas y le calaba hasta los huesos, llegando a rozar, y así lo sintió él, las profundidades de su alma. De repente, creyó ver una huesuda y terrorífica mano en la negrura que ya empezaba a dominar el edificio y que desapareció rápidamente, y tan deprisa lo hizo, que no consiguió ubicarla dentro de la realidad. Sintió desasosiego y al frío que lo recorría por entero se añadió una sensación de pánico que se hizo presente en su cuerpo a través de miles de pequeñas gotas de sudor.
      Por fin, bajó aquellas escaleras que tantas veces había recorrido en paz y se lanzó a la calle echándose a correr en dirección a su humilde casa, donde le esperaba Berta, su mujer, y sus dos hijos, Joaquín y Damián, que cuando lo vieron llegar descompuesto, le ofrecieron el calor que tanto necesitaba en los albores de aquella espantosa noche.
      Por supuesto, no les contó lo que había visto, él mismo no estaba seguro de si había sido real, por lo tanto, nada había que decir. Sin embargo, la inquietud y el miedo se habían instalado ya en lo largo y ancho de su espíritu al que empezaban a socavar. Tras una exigua cena y después de acostar a los niños, se fueron a dormir, y una vez en la cama y con su esposa al lado, Juan se sintió seguro abrazado al cuerpo de ella, que se amoldaba implacablemente al suyo y que despedía toda la ternura y la calma que necesitaba en esos momentos. Y así , en ese abrazo reparador pasó la mayor parte de la noche, hasta que por fin se durmió cuando las primeras luces del alba penetraron por las rendijas de la vieja ventana y su mujer, se levantaba dispuesta a iniciar un duro día de trabajo.
      En Monteperdido, los días se hacían tan largos que parecían semanas y las noches tan cortas eran, que apenas concedían a los habitantes la pequeña dicha del descanso. Las campanas volvieron a sonar aquel miércoles llamando a los vecinos a celebrar la misa por el descanso del alma de la vinatera, fallecida hacía catorce días tras la llegada de aquel virus infernal que de cuando en cuando se abatía sobre el pueblo. Juan subió a la torre y las campanas sucumbieron a un eco que parecía venir del otro lado de la vida, de las entrañas tenebrosas del mismísimo infierno y que acongojó a todo el que lo escuchó, incluido al propio campanero, el cual, dejó de lado la cuerda que lo unía al terrorífico sonido y bajó aceleradamente de la torre, sin darse cuenta de que a sus espaldas, unos ojos afilados lo miraban. Sintió un escalofrío que recorrió su espinazo y que acabó en temblor cuando antes de salir a la calle notó una ráfaga de aire que, como aliento fétido y putrefacto, acarició su mejilla y parte de su boca.
      Aquella noche las campanas sonaron solas mientras en casa del campanero el miedo se hizo tan atronador como en cualquiera de aquellas humildes casas, que inútilmente eran cerradas a cal y canto ante la llegada de la muerte que, disfrazada de humo amarillo se cernía sobre Monteperdido.
      Por fin le contó a su mujer lo que le había sucedido en días anteriores, cómo notó en aquella torre una presencia extraña cuya revelación convertía su cuerpo en un témpano de hielo y encogía su corazón hasta casi estallarle. Berta, abrazando a su marido intentó demostrar fortaleza, pero el pánico la invadió y sin más, se desvaneció en el suelo. Las campanas seguían sonando y un intenso olor a azufre y a cicuta envolvió nuevamente aquel pueblo rodeado de espigadas montañas, que como fortalezas, aprisionaban las almas de sus asustados habitantes.
      Llegó el día y un nuevo fallecimiento despuntó con él. Se trataba de don Emiliano, el párroco, que en la noche anterior acababa de salir de la vieja taberna y que no le dio tiempo a refugiarse de aquellos vientos malignos. Su cuerpo fue hallado dentro del pozo de la Casa Grande, donde intentó buscar el aliento que le faltaba, y así, se deslizó agarrado a la cuerda que unía el cubo a la carrucha, la cual no pudo aguantar su peso dejándolo caer en las oscuras y frías aguas que sirvieron de mortaja al sacerdote. Cuando fue rescatado del pozo, sus ojos desorbitados, cuyas pupilas se desencajaban hasta casi salir fuera de su amoratado rostro, expresaban sin duda el terror en su máxima expresión y las palmas de sus manos manifestaban en sus profundas llagas la lucha del cura por seguir en este mundo.
      Era muy temprano cuando Juan se enteró de lo acontecido y pensó en su mujer y en sus hijos. Quizás alguno de ellos podría ser la próxima víctima del fantasma, porque estaba seguro de que en la torre de la iglesia habitaba un ser de otro mundo, un espectro que había logrado meter el miedo en el cuerpo a toda la población. Así, el campanero, armándose de valor decidió hacerle frente, pero ¿cómo se lucha contra lo sobrenatural, contra lo intangible?. Se quedó callado mientras su esposa repartía en silencio un poco de café de centeno. Eran las ocho de la mañana y el sol, perezoso, empezaba a alumbrar tras una madrugada terrible que se despedía con el ruido y el silencio de otra muerte.
      Todo el día anduvo dando vueltas por el pueblo, perdido en un mar de nervios y sin apenas hablar con los vecinos. No se dio cuenta de que el día había pasado y de que anochecía de forma inminente.
      La noche era oscura y el frío campaba a sus anchas en aquel desierto en que se había convertido Monteperdido a esas horas, pero decidió comenzar la batalla y alejándose de su casa se dirigió a la iglesia intentando controlar sus nervios. Corría un leve viento tan desapacible y frío que Juan embrolló su bufanda alrededor de su cuello y de su boca, cubriéndose casi hasta la cabeza. La luz de los faroles era tan tenue que apenas podía encontrar el camino empedrado que le llevaría a su destino y a su paso, la poca claridad que desprendían,  se iba apagando, quedando las calles a oscuras. Se volvió y en ciertos momento no pudo dominar sus nervios y temores, pero pensó en sus hijos y haciendo alarde de una valentía inusitada continuó su camino.
      Portaba una lámpara de aceite en su mano derecha, una manta al hombro y algo de comer en la izquierda, pues pensaba pasar la noche en el campanario a la espera de que el fantasma hiciera su aparición. También a su cuello llevaba colgada la medalla de la Virgen del Águila, protectora de los niños y a la que tanto rezaba por los suyos. Encendió la lámpara, entró en la iglesia y lentamente, con la angustia y la incertidumbre de quien teme no regresar, comenzó a subir la empinada escalera.
      El portazo sonó a sus espaldas cuando se encontraba en mitad del trayecto y los escalones de piedra que formaban aquella escalinata parecieron temblar bajos sus pies, emitiendo extraños sonidos, gruñidos que recordaban a los de las ratas o a los de los topillos, tan abundantes en aquellas zonas, pero con un eco que no era de este mundo. Siguió su ascensión hasta que por fin se encontró ante la vieja puerta, que tantas veces había abierto y que daba acceso a la torre del campanario, cuyo aspecto deshabitado y lúgubre no hizo sino aumentar su angustia, que rozaba ya la desesperación. Penetró en aquella estancia, dejó la lámpara sobre una pequeña mesa que componía todo el mobiliario del habitáculo y tendió la manta en el suelo. Después, aterido por el miedo y el frío, se sentó a esperar al fantasma.
      - ¿Me buscabas?, exclamó una voz de ultratumba que surgía de uno de los muros. Los sillares dibujaban tenuemente una figura terrorífica de dimensiones excepcionalmente grandes y sus ojos empezaron a despedir un fuego pavoroso, iluminando la estancia y provocando en el campanero un alarido que rompió la tensa calma que envolvía la noche. Seguidamente, volvió el silencio más atroz y Juan, atenazado por el pánico, no podía articular palabra. Quiso huir de allí, pero sus pies no le respondían y paralizado por el miedo, se dejó caer contra la pared. Cuando por fin pudo hacerse de sí mismo, el hombre contestó: "Sí, te buscaba".
      La figura del fantasma se materializaba frente a él: una capa negra y morada cubría un cuerpo despojado de toda vida y en avanzado estado de descomposición, mientras una soga rodeaba su cuello y otras ataban sus muñecas. Su rostro, cuya carne había desaparecido casi por completo, era un paisaje invadido por maldades desconocidas para cualquier ser humano. Por último, el campanero se fijó en sus manos y al verlas grandes y descarnadas, que dejaban entrever tendones, nervios y huesos de repugnantes formas, recordó aquel día en que una de ellas apareció ante sí como un fogonazo, y si ya su cuerpo temblaba, ahora el castañeteo de sus dientes constataba de forma fehaciente, que se encontraba al límite del colapso, por entender que no regresaría jamás al lado de su familia.
      Tras un silencio sepulcral, el fantasma se dirigió a él, que pegado a la pared, contenía la respiración:
      -Aquí segaron mi vida, me asesinaron hace mucho tiempo colgándome del yugo de las campanas. Ahora he vuelto y esta torre se ha convertido en mi hogar.
      Su voz hiriente y oscura se propagó por las cuatro paredes de la estancia llegando al corazón casi inánime de Juan, que muerto de miedo acertó a balbucear:
     -¡Tu eres el capellán Dionisio Acebes!, castigado por sus innumerables crímenes hace más de cien años...
      El fantasma se dirigió a la ventana y de un soplo, volvió a llenar de muerte Monteperdido. La gélida noche se convirtió en tinieblas y el olor a azufre y a cicuta quemada volvió a invadir el pueblo. Mientras tanto Juan, aterrado, no sabía  qué hacer ni qué decir y cuando los ojos llameantes del fantasma se fijaron en él, se limitó a pedir auxilio a gritos, a implorar piedad por su familia y a suplicar que lo dejara vivir. Nada impidió que el capellán agarrara al hombre por el cuello y lo lanzara al vacío desde lo alto del campanario. El último grito de terror del campanero llenó de escalofríos Monteperdido, detrás de cuyas puertas cerradas se adivinaba la tragedia del que fuera un día un vecino fiel y sus gentes, asustadas, se arrebujaban entre las sábanas de sus humildes camastros rezando porque llegara pronto la luz del día.
      Abrir los ojos significa atrapar la vida un día más y cuando despertó se encontró con la dulce mirada de su mujer, que solícita, acomodaba su cabeza en el almohadón. Los niños corrieron a su lado transmitiéndole la alegría y la tranquilidad que había perdido en su errático viaje. El médico acababa de irse, el cielo era diáfano y sólo se percibían a lo lejos unas cuantas nubes que, perezosas, se iban marchando poco a poco. Respiró hondo y los abrazó, y la serenidad volvió a instalarse en su espíritu torturado. Don Melchor, el médico del pueblo lo había estado tratando desde  que hacía más de un mes, Juan fuera preso de toda una serie de alucinaciones que de repente aparecieron en su pacífica vida, convirtiéndola en un infierno de pesadillas. Y es que alrededor de la iglesia, como un manto imperecedero, el estramonio vivía y sobrevivía cada año, cada mes y cada día, y así como cada día, cada mes y cada año, Juan acudía a su lugar de trabajo y durante horas respiraba aquel aroma pestilente y dañino, cuya acumulación en sus pulmones y en su ser le provocaba tremendas ofuscaciones que lo ponían al borde de la muerte.
      La tarde transcurrió plácida y el enfermo, bastante recuperado, hasta se levantó para dar un paseo. Todo había pasado y se sentía seguro en aquella casa, cuyo corazón albergaba lo más importante de su vida: su mujer y sus dos hijos. Tras la cena se fueron a dormir, pero al llegar la madrugada algo lo sobresaltó y rápidamente despertó a su mujer que dormía profundamente. Entonces ambos se abrazaron y sobrecogidos comenzaron a escuchar el sonido de las campanas que sin orden ni concierto, y sin nadie que las hiciera sonar, ponían melodía de luto a Monteperdido.
   







  

10 comentarios:

  1. En un relato clásico de terror te encuentras habitualmente con el sufrimiento de su protagonista o quizás de su familia, con la típica maldición que cae sobre ella. Pero sin embargo aquí nos muestras cómo agoniza un pueblo entero, porque a la vez que nos hablas de los miedos de Juan nos vas relatando como se va apagando la vida de sus gentes, como inexorablemente nadie podrá salir vivo de esta pesadilla. Pero también mezclas dulzura, esperanza, el héroe es un hombre sencillo que luchará por su familia, por su pueblo pero sobre todo por sus campanas. La miseria solo encuentra una forma de manisfestarse, el apego a los valores.
    Desde el inicio comprobamos que Monteperdido, con ese nombre tan desolador, no puede tener buen fin, pero el desarrollo del cuento nos da a entender que todo ha sido una alucinación, pero no es así y es ahí donde más me estremece, el mal siempre triunfa, no hay esperanza. Monteperdido se despuebla, la muerte lo anega. ¿Por quién doblarán ahora las campanas?
    Enhorabuena una vez más, a la espera de otra nueva muestra de tu talento narrativo. Un abrazo.

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    1. Insuperable comentario escrito por una gran lectora y una escritora excepcional. Tus palabras no sólo comentan el relato, sino que añaden creatividad al mismo y pones sobre la mesa el tremendo problema de despoblamiento que hoy sufren los pueblos en las zonas rurales y que en otras épocas fue como tu bien dices por epidemias,o por guerras. Hoy, afortunadamente, el abandono es por otras razones menos dramáticas, pero es abandono al fin y al cabo. El fantasma simboliza esa desolación que transmiten los pueblos abandonados, esa herida mortal que resquebraja sus muros y echa sus puertas abajo y el buen campanero, representa la lucha por la vida frente a las adversidades, y, aunque sabemos que la desaparición del pueblo está latente y posiblemente cercana, no ceja en su empeño de combatirla, en depositar la semilla de la esperanza en Monteperdido. Muchas gracias por este magistral comentario. Un abrazo.

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  2. Enhorabuena de nuevo, me has vuelto a sorprender en esta ocasión con un cuento clásico, con un final inesperado y por encima de todo con buena ambientación. Lo dicho, hasta el próximo.

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    1. Muchas gracias por tu comentario, Luis, y me alegro de que te haya gustado este nuevo relato. Saludos.

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  3. Mi mas sincera felicitación por dos motivos, por su onomastica y por supuesto por este blog al que llevo tiempo siguiendo y que puedo decir que me ha encantado el nuevo giro que ha tomado, para el verano un buen relato es lo que mejor acompaña, hasta la proxima. Un saludo de Manuel M.

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    1. Muchas gracias por su comentario y por sus felicitaciones, y me alegro de que le guste este blog, que ahora se debate entre el cine y los relatos. Y en efecto, no hay nada mejor para el verano que la lectura. Gracias de nuevo, y un abrazo.

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  4. Felicidades por este maravilloso relato y por tu santo Juan Basilio, cada relato engancha aún más que el anterior. Me atrevo a animarte a que sigas escribiendo. Un abrazo!

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    1. Muchas gracias por ambas felicitaciones, Cristina. Celebro que te haya gustado el relato y gracias también por animarme a continuar escribiendo y a llenar este blog de cine y de historias. Un abrazo.

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  5. La imaginación anda suelta en este blog. Pienso que estamos muy faltos de ella y que poder refugiarnos en la entretenida lectura de este interesante blog nos ayuda a reconciliarnos con el clásico cuento de terror al que siempre seré fiel seguidor. Hasta la próxima, el verano es largo, espero leer muchos y buenos relatos, gracias.

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    1. Me alegro de que le haya gustado el nuevo giro que he imprimido al blog, donde además del cine, tendrá cabida el relato. A lo largo del verano iré publicando algunos cuentos que espero que le gusten. Muchas gracias por su comentario y saludos.

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