sábado, 11 de febrero de 2023

DONDE ACABA EL AMOR (Primera parte)

 





      Lo suyo fue un amor a primera vista, un flechazo vigoroso que Cupido había lanzado hasta con crueldad sobre sus corazones, que, heridos por el aguijonazo, recibieron el veneno de la pasión de forma espeluznante y brutal. Desde aquel veintisiete de febrero, las vidas de Carlos y Virginia se soldaron a fuego y plomo y en sus pechos anidaron miles de jilgueros que revoloteaban una y otra vez, azotando con sus alas las profundidades emocionales de los dos incautos, que cayeron en una vorágine de ceguera, adoración y celos que los arrastraba a perder la razón (si es que alguna vez estuvieron cuerdos) y la dignidad. Todo por el amor, ese algoritmo físico y químico que cura las almas derruidas de soledad, pero que también puede abrir los balcones de la desolación. ¡Ah, el amor!, que bella acepción para los pobres mortales que lo persiguen sin tregua, con la esperanza de recibir unas migajas antes de irse al otro barrio. El amor sin embargo, no tiene reglas y a veces llega en un camión de mudanzas repleto de trastos inútiles que no sabemos que hacer con ellos, ni como gestionar la basura que suponen. Porque de lo que se trata es de basura emocional y el romance entre Carlos y Virginia dio luz verde a muchas emociones intensas y poderosas (en el primer mes, apenas salieron de la cama, tal era la tormenta pasional que los ahogaba), pero también y, poco a poco, fueron descubriendo que su capacidad de aguante no superaba el tedioso empalago a que se había sometido su día a día, que parecía resquebrajarse cuando paulatinamente, iban descubriendo todo un bagaje de defectos y de resabios que aportaban cada uno a este matrimonio imbuido en las trampas más abyectas del amor. Todo esto lo supieron al tercer día de la boda, que se celebró unos meses después de que sus ojos, sedientos de amor, chocaran en una conferencia que daba Virginia y a la que asistió Carlos como empresario de la casa comercial "Pesca como quieras y Caza a tu antojo", dedicada como habéis podido deducir, a la caza y a la pesca. Virginia daba una serie de cursillos donde se explicaba la nueva ley de caza que había preparado el gobierno y fue allí, en Toledo, en el salón de actos del ayuntamiento, mientras Virginia hablaba y hablaba delante de más de treinta personas, cuando en uno de los escasos silencios de la ponente, se escuchó el estruendoso "kikiriki" de un gallo que rompió el hilo conductor del discurso. Tras tres "kikirikis" más, Virginia descubrió a Carlos, que, sin inmutarse, cogía su móvil y respondía al canto del gallo saliendo inmediatamente de la sala. Esto podía haber sido la primera señal de advertencia para ella, siempre tan exigente y estricta a la hora de elegir sus relaciones tanto de amistad como amorosas, pero sus miradas ya habían colisionado y ya no hubo marcha atrás. Se quedaron enganchados el uno del otro en menos que canta un gallo. Se casaron a los tres meses,  en una iglesia madrileña donde Carlos había sido bautizado. Ella, aunque había estado ya casada una vez, por amor se volvió a vestir de novia como Dios manda: de blanco intenso y con un velo de tul que daba dos vueltas al recinto religioso, mientras que él iba de chaqué, repartiendo puros a todo aquel que se cruzaba en su camino, riéndose y pavoneándose como buen papanatas que era.

      El piso donde habitaban estos dos enfermos de amor estaba situado en la Castellana y era un piso amplio y de cierto lujo, pues a Carlos le iba muy bien con su empresa de caza y pesca, y a Virginia le venía muy bien como cuartel general donde centrarse en su carrera política. Pronto vendrían los primeros roces y desavenencias, y es que, fuera del sexo a destajo en un hotel, el amor no entiende de pasión cuando llega la rutina, que nos permite ir descubriendo que el amante perfecto no lo es tanto y que ni Cupido puede hacer desaparecer aquello que tanto nos fastidia de él. Una mañana, Virginia descubrió en Carlos algo en lo que hasta ahora no había reparado, y es que cuando dormía, aparte de roncar como un descosido, las aletas de la nariz se desplegaban produciendo como un pitido que se agudizaba cuando expulsaba el aire. Esa mañana, cuando lo vio de perfil absorbiendo la almohada con la nariz, le pareció que Carlos era algo así como una especie de marsupial, un mamífero metatetario de la estirpe de los koalas australianos. Por su parte, él se dio cuenta de los pequeños gruñidos de Virginia, unos  extraños sonidos guturales que, entrecortados, lanzaba la que ahora era su mujer cuando algo le desagradaba, como cuando él se dejaba la tapa del retrete levantada o como cuando Mari Tere, su madre, venía a visitarlos. Le provocaba tal dentera que era incapaz de mirar a su esposa sin desear que de una manera o de otra, fuera pronto abducida por los extraterrestres, un tema por cierto que a Virginia le encantaba, y que a Carlos se la traía al pairo. La foto de boda en blanco y negro, llena de supuesta elegancia, la tenían puesta en el dormitorio, a mano izquierda, y otra de ella sola, envuelta en gasas, en el salón, ambas exponentes de la viva felicidad que embargaba al matrimonio. Por el contrario, y esto lo llevaba Carlos clavado como una espina de acero en el corazón, sus fotografías de caza, (entre la que se encontraba su favorita, una en la que estaba sentado en la cabeza y aferrado al cuerno de un enorme rinoceronte muerto), estaban semiocultas en el pasillo que daba al trastero, como si a Virginia le diera vergüenza exhibirlas. Los intentos de Carlos por sacar de aquel túnel sus triunfales fotografías de cazas y safaris fueron en vano, pues Virginia, aunque a veces no lo pareciera, tenía cierto sentido de la estética y del buen gusto...

                                                                   (Continuará...)    

      

     




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